Caminaban pegados a la pared, Andrei por el lado derecho de la calle, el Mudo, que también se había dado cuenta de que todo estaba mal, por el lado izquierdo. Izya estuvo a punto de seguir por el centro, pero Andrei le pegó tal grito que el archivero regresó junto a él precipitadamente y siguió caminando mientras gruñía de indignación y resoplaba con desprecio. La visibilidad era de unos cincuenta metros, y más adelante la calle parecía estar en una pecera donde todo temblaba sin definición, emitía destellos y hasta parecía que unas algas se elevaban sobre el pavimento.
Cuando llegaron a la altura del cine, el Mudo se detuvo repentinamente. Andrei, que lo vigilaba de reojo, también se detuvo. El Mudo permaneció de pie, inmóvil, como escuchando algo con atención, con el sable desnudo en la mano.
—Huele a chamusquina —pronunció Izya en voz baja, detrás de Andrei.
Y en ese momento, él mismo percibió el olor. «Era eso», pensó, apretando los dientes.
El Mudo levantó la mano con el sable, señaló la calle y siguió caminando. Dejaron atrás otros doscientos metros, caminando con todas las precauciones. El olor a chamusquina se hacía cada vez más fuerte. Era un olor a metal ardiente, a trapos chamuscados, a petróleo quemado, al que se sumaban otros, dulzones, casi sabrosos.
«¿Qué habrá ocurrido aquí? —pensó Andrei, apretando las mandíbulas hasta dolerle—. ¿Qué habrá hecho? —repetía, angustiado—. ¿Qué será lo que arde? Porque es allí donde algo se quema, sin lugar a dudas…» Y, en ese momento, divisó a Pak.
Pensó al instante que se trataba de Pak porque el cadáver llevaba la conocida chaqueta de sarga azul descolorida. En el campamento nadie tenía una chaqueta semejante. El coreano yacía en una esquina con las piernas bien abiertas y la cabeza reposaba sobre el rudimentario fusil de cañón corto. El arma apuntaba a lo largo de la calle, en dirección al campamento. Pak parecía inusitadamente grueso, como hinchado, y sus manos estaban relucientes, de un color azul negruzco.
Andrei no había tenido tiempo de entender a ciencia cierta lo que en realidad estaba viendo, cuando Izya lo apartó con un cloqueo, le pisó un pie y echó a correr, atravesó la calle y cayó de rodillas junto al cadáver. Andrei tragó en seco y miró hacia el Mudo, que agitaba la cabeza enérgicamente y señalaba calle abajo con el sable corto. Allí, casi al final de su campo de visión. Andrei divisó otro cuerpo. Alguien yacía en medio de la calle, también grueso y negro, y a través de la calina podía verse cómo se elevaba sobre las azoteas una columna de humo gris, distorsionada por la refracción.
Andrei atravesó la calle y bajó el fusil. Izya se había puesto de pie, y al acercarse, Andrei entendió por qué: del cadáver con chaqueta azul de sarga salía un insoportable hedor, dulzón y nauseabundo.
—Dios mío —balbuceó Izya, volviendo hacia Andrei el rostro totalmente sudado y demacrado—. Miserables, lo han matado… Él valía más que todos ellos juntos.
De un rápido vistazo, Andrei examinó aquel horrible cuerpo hinchado que yacía a sus pies, con una úlcera negra en lugar de nuca. El sol daba un reflejo mate sobre los cartuchos de cobre dispersos por el suelo, Andrei rodeó a Izya, y ya sin ocultarse echó a andar a lo largo de la calle hacia el próximo cuerpo hinchado, junto al que se agachaba el Mudo.
Yacía de espaldas, y aunque su rostro estaba muy ennegrecido e inflamado. Andrei pudo reconocerlo: era uno de los geólogos, el sustituto de Quejada. Ted Kaminski. Lo más horrible era que solo llevaba los calzoncillos y una chaqueta enguatada de algodón, como las de los choferes. Al parecer, le habían disparado por la espalda y la ráfaga lo había atravesado: por delante, la chaqueta mostraba una serie de agujeros de los que salían jirones de guata gris. A unos cinco pasos yacía un fusil automático sin cargador.
El Mudo tocó el hombro de Andrei y señaló hacia delante. Allí, al lado derecho de la calle, recostado en la pared, yacía otro cadáver. Se parecía a Permiak. Lo habían alcanzado, al parecer, en el centro de la calle, allí se veía aún sobre los adoquines una mancha negra reseca.
Se había arrastrado hasta la pared, dejando un espeso rastro negro y allí había muerto, con la cabeza torcida y abrazándose con todas sus fuerzas el vientre, destrozado por las balas.
Se habían matado entre sí, presa de un ataque incontenible de ferocidad, como carniceros enloquecidos, como tarántulas enfurecidas, como ratas a las que el hambre les había hecho perder la cabeza. Como seres humanos.
Atravesado en el medio de un callejón sin pavimentar, vecino al campamento, sobre un montón de excrementos, yacía Tevosian. Había corrido en pos del tractor que se dirigió por aquel callejón en dirección al precipicio, levantando la tierra endurecida con sus orugas. Tevosian había corrido en pos del tractor desde el campamento mismo, disparando sobre la marcha, y desde el tractor respondieron a sus disparos, y en esa misma esquina, donde aquella noche se erguía la estatua con la jeta de sapo, le habían dado y él quedó allí, mostrando sus dientes amarillentos, enfundado en su guerrera militar manchada de polvo, excrementos y sangre. Pero antes de morir, o quizá después, él también había hecho blanco: a medio camino del precipicio, con los dedos clavados en la tierra levantada por las orugas, se veía la mole del sargento Fogel. Más adelante el tractor había continuado sin él hasta el precipicio mismo, y después había caído al abismo.
El remolque terminaba lentamente de arder en el campamento. Unas llamitas color naranja corrían por los bidones ennegrecidos por el calor, abollados y llenos de agujeros de bala, y borbotones de humo negro se elevaban lentamente hacia un cielo mate. Del montón carbonizado sobre el remolque sobresalían las piernas de alguien, y de allí brotaba aquel mismo olor apetitoso que entonces daba náuseas.
El cadáver desnudo de Roulier colgaba de la ventana de los cartógrafos. Sus largos brazos peludos casi rozaban la acera, donde yacía un fusil automático. Toda la pared alrededor de la ventana estaba destrozada por las balas, y al otro lado de la calle, abatidos por la misma ráfaga, yacían uno sobre otro Vasilenko y Palotti. Junto a ellos no se veía ningún arma, y el rostro reseco de Vasilenko conservaba una expresión de susto y asombro total.
El segundo geólogo, el segundo cartógrafo y Ellizauer, el jefe técnico, habían sido fusilados ante la misma pared. Así yacían, bajo una puerta acribillada a balazos. Ellizauer estaba en calzoncillos, los otros dos estaban desnudos.
Y en el mismo centro de aquella hecatombe apestosa, en el medio de la calle, sobre una larga mesa con patas de aluminio, cubierto con la bandera británica, yacía serenamente, con los brazos cruzados sobre el pecho, el coronel Saint James, en su guerrera de gala, con todas sus condecoraciones, con la misma expresión seca, imperturbable de siempre, y hasta con una sonrisita irónica. Junto a él, recostado en una de las patas de la mesa, con la cabeza canosa apoyada en el pavimento, yacía Dagan, también en su guerrera de gala, apretando en la mano el bastón partido del coronel.
Y eso era todo. Seis soldados, entre los que estaba Chñoupek, el ingeniero Quejada, la prostituta llamada Lagarta y el segundo tractor con el otro remolque habían desaparecido. Quedaban los cadáveres, varios equipos de prospección geológica tirados en un montón, varios fusiles automáticos… Y el hedor. Y un hollín grasiento. Y la peste asfixiante a carne quemada proveniente del remolque que no terminaba de arder. Andrei entró corriendo en su habitación, se dejó caer en el butacón y, con un gemido, se cubrió el rostro con las manos. Todo había terminado. Para siempre. Y no había manera de evitar el dolor, la vergüenza, la muerte…