—Imogen... —empezó Maryse, luego se corrigió—. Inquisidora Herondale. Ha aceptado un juicio por la Espada. Puedes averiguar si está diciendo la verdad.
—¿Sobre su padre? Sí, sé que puedo. —El almidonado cuello del vestido de la Inquisidora Herondale se le clavó en la garganta cuando volvió la cabeza para mirar a Maryse—. Sabes, Maryse, la Clave no está contenta con vosotros. Robert y tú sois los guardianes del Instituto. Simplemente tenéis la suerte de que vuestra hoja de servicios a lo largo de los años ha estado relativamente limpia. Pocos disturbios demoníacos hasta recientemente, y todo ha estado tranquilo durante los últimos días. No hay informes, ni siquiera desde Idris, así que la Clave se siente benévola. En ocasiones nos hemos preguntado si en realidad rescindisteis vuestra lealtad para con Valentine. Por lo que se ve, os puso una trampa y caísteis directamente en ella. Se podría pensar que deberíais ser más listos.
—No hubo trampa —terció Jace—. Mi padre sabía que los Lightwood me criarían si pensaban que era el hijo de Michael Wayland. Eso es todo.
La Inquisidora le contempló como si fuese una cucaracha parlante.
—¿Sabes lo que hace el cuclillo, Jonathan Morgenstern?
Jace se preguntó si ser la Inquisidora, que no podía ser un trabajo agradable, habría trastornado un poco a Imogen Herondale.
—¿El qué?
—El cuclillo —repitió ella—. Ya sabes, los cuclillos son parásitos. Ponen sus huevos en los nidos de otros pájaros. Cuando la cría nace, el bebé cuclillo tira a todas las otras crías fuera del nido. Los pobres padres pájaro se matan a trabajar intentando encontrar comida suficiente para alimentar a la enorme cría de cuclillo que ha asesinado a sus pequeños y ocupado su lugar.
—¿Enorme? —dijo Jace—. ¿Me acaba de llamar gordo?
—Era una analogía.
—No estoy gordo.
—Y yo —intervino Maryse— no quiero tu lástima, Imogen. Me niego a creer que la Clave me castigará a mí o a mi esposo por decidir criar al hijo de un amigo muerto. —Irguió los hombros—. No es como si no les hubiéramos dicho lo que estábamos haciendo.
—Y yo jamás he hecho daño a los Lightwood en ningún modo —dijo Jace—. He trabajado duro, y me he preparado duro; diga lo que quiera sobre mi padre, pero me convirtió en un cazador de sombras. Me he ganado mi lugar aquí.
—No defiendas a tu padre ante mí —replicó la Inquisidora—. Le conocí. Fue... es... el más vil de los hombres.
—¿Vil? ¿Quién dice «vil»? ¿Qué significa eso siquiera?
Las pestañas incoloras de la Inquisidora le rozaron las mejillas cuando entrecerró los ojos, con expresión especulativa.
—Eres realmente arrogante —dijo por fin—. E intolerante. ¿Te enseñó tu padre a comportarte así?
—No con él —respondió Jace, cortante.
—Le estás imitando. Valentine era uno de los hombres más arrogantes e irrespetuosos que he conocido jamás. Supongo que te educó para ser igual que él.
—Sí —replicó Jace, incapaz de contenerse—, se me entrenó para ser un genio malvado desde una edad temprana. Arrancando las alas a las moscas, envenenando el suministro de agua de la tierra..., me dedicaba a estas cosas en el jardín de infancia. Supongo que tenemos suerte de que mi padre fingiera su propia muerte antes de que llegara a la parte de mi educación dedicada a la violación y el saqueo, o nadie habría estado a salvo.
Maryse profirió un sonido muy parecido a un gemido de horror.
—Jace...
Pero la Inquisidora la atajó.
—Y exactamente igual que tu padre, no puedes controlar tu genio —dijo—. Los Lightwood te han mimado y han permitido que tus peores cualidades crecieran sin freno. Tal vez tengas el aspecto de un ángel, Jonathan Morgenstern, pero sé exactamente lo que eres.
—No es más que un muchacho —indicó Maryse.
¿Le estaba defendiendo? Jace le dirigió un fugaz vistazo, pero Maryse tenía los ojos vueltos hacia otro lado.
—Valentine no fue más que un muchacho en una ocasión. Ahora, antes de que empecemos a hurgar en esa cabeza rubia tuya para descubrir la verdad, sugiero que calmes tu mal genio. Y sé exactamente dónde puedes hacerlo mejor.
Jace pestañeó.
—¿Me está enviando a mi habitación?
—Te estoy enviando a las prisiones de la Ciudad Silenciosa. Tras una noche allí, sospecho que te mostrarás muchísimo más cooperativo.
Maryse lanzó una exclamación ahogada.
—¡Imogen... no puedes!
—Claro que puedo. —Sus ojos brillaban como cuchillas—. ¿Tienes algo que decirme, Jonathan?
Jace únicamente podía mirarla sorprendido. Existían niveles y niveles en la Ciudad Silenciosa, y él sólo había visto los dos primeros, donde se guardaban los archivos y donde los Hermanos se reunían en asamblea. Las celdas de la prisión estaban en el nivel más inferior de la ciudad, por debajo del cementerio, donde miles de cadáveres de cazadores de sombras descansaban enterrados en silencio. Las celdas estaban reservadas a los peores criminales: vampiros convertidos en delincuentes, brujos que violaban la Ley de la Alianza, cazadores de sombras que derramaban la sangre de sus propios compañeros. Jace no era ninguna de esas cosas. ¿Cómo podía ella sugerir siquiera enviarle allí?
—Muy sabio, Jonathan. Veo que ya estás aprendiendo la mejor lección que la Ciudad Silenciosa puede enseñarte. —La sonrisa de la Inquisidora era como la de una calavera sonriente—. Cómo mantener la boca cerrada.
Clary estaba ayudando a Luke a limpiar los restos de la cena cuando el timbre de la puerta volvió a sonar. Se irguió y dirigió rápidamente la mirada a Luke.
—¿Esperas a alguien?
Él arrugó la frente, secándose las manos en el paño de cocina.
—No. Esperad aquí.
Le vio alargar la mano para coger algo de uno de los estantes mientras abandonaba la estancia. Algo que centelleó.
—¿Has visto ese cuchillo? —silbó Simón, levantándose de la mesa—. ¿Espera problemas?
—Creo que estos días siempre espera problemas —contestó Clary.
Miró al otro lado de la puerta de la cocina y vio a Luke ante la puerta abierta de la calle. Podía oír su voz, pero no lo que estaba diciendo. De todos modos, no parecía alterado.
La mano de Simón, sobre su hombro, tiró de ella hacia atrás.
—Mantente alejada de la puerta. ¿Es que estás loca? ¿Y si hay algún ser demoníaco ahí fuera?
—Entonces, probablemente a Luke le iría bien nuestra ayuda. — Bajó la mirada hacia la mano de él—. ¿Ahora te has vuelto sobreprotector? Eso es encantador.
—¡Clary! —llamó Luke desde la puerta de la calle—. Ven aquí. Quiero que conozcas a alguien.
Clary palmeó la mano de Simon y la apartó.
—Vuelvo en seguida.
Luke estaba apoyado en el marco de la puerta, con los brazos cruzados. El cuchillo había desaparecido por arte de magia. Había una chica en los peldaños de la entrada, una chica de rizados cabellos castaños peinados en múltiples trenzas y una chaqueta de pana color canela.
—Ésta es Maia —dijo Luke—. La chica de la que os hablaba justo ahora.
La muchacha miró a Clary. Los ojos, bajo la brillante luz del porche, eran de un curioso verde ambarino.
—Tú debes de ser Clary.
Clary asintió.
—Así que aquel chaval... el chico de los cabellos rubios que destrozó La Luna del Cazador... ¿es tu hermano?
—Jace —replicó Clary, concisa, disgustándole la impertinente curiosidad de la muchacha.
—¿Maia?
Era Simón, acercándose por detrás de Clary, con las manos metidas en los bolsillos de la cazadora vaquera.
—Sí. Eres Simón, ¿verdad? Soy fatal para los nombres, pero te recuerdo. —La muchacha miró más allá de Clary y le sonrió.
—Estupendo —soltó Clary—. Ahora todos somos amigos.
Luke tosió y se irguió.
—Quería que os conocieseis porque Maia estará trabajando en la librería durante las próximas semanas —explicó—. Si la ves entrar y salir, no te preocupes. Tiene una llave.
—Y yo estaré ojo avizor por si hay algo raro —prometió Maia—. Demonios, vampiros, lo que sea.
—Gracias —repuso Clary—, ahora me siento mucho más segura.
Maia pestañeó.
—¿Estás siendo sarcástica?
—Estamos todos un poco tensos —intervino Simón—. Yo me alegro de saber que alguien andará por aquí cuidando de mi novia cuando no haya nadie más en la casa.
Luke enarcó las cejas, pero no dijo nada.
—Simon tiene razón —repuso Clary—. Lamento haberte hablado con brusquedad.
—No pasa nada. —Maia se mostró comprensiva—. He oído lo de tu madre. Lo siento.
—También yo —dijo Clary, que se volvió y regresó a la cocina.
Se sentó ante la mesa y hundió el rostro en las manos. Al cabo de un momento Luke la siguió.
—Lo siento —dijo—. Imagino que no estabas de humor para conocer a nadie.
Clary le miró a través de los dedos separados.
—¿Dónde está Simón?
—Hablando con Maia —respondió Luke, y Clary pudo oír sus voces, quedas como murmullos, desde el otro extremo de la casa—. Pensé que te iría bien tener una amiga.
—Tengo a Simón.
Luke se subió las gafas por el caballete de la nariz.
—¿Le he oído llamarte su novia?
Ella casi lanzó una carcajada ante su expresión desconcertada.
—Supongo que sí.
—¿Es eso nuevo, o es algo que ya se suponía que yo sabía, pero que he olvidado?
—Yo misma no lo había oído antes.
Apartó las manos del rostro y se las miró. Pensó en la runa, el ojo abierto, que decoraba el dorso de la mano derecha de todo cazador de sombras.
—La novia de alguien —dijo—. La hermana de alguien, la hija de alguien. Todas estas cosas que nunca antes supe que era, y todavía sigo sin saber realmente qué soy.
—¿No es ésa siempre la cuestión? —repuso Luke. Clary oyó cómo se cerraba la puerta en el otro extremo de la casa, y las pisadas de Simon acercándose a la cocina.
El olor a aire nocturno frío entró con él.
—¿Habría algún inconveniente en que me quedara a dormir aquí esta noche? —preguntó—. Es un poco tarde para irme a casa.
—Ya sabes que siempre eres bienvenido. —Luke echó un vistazo a su reloj—. Voy a dormir un poco. Tengo que levantarme a las cinco para estar en el hospital a las seis.
—¿Por qué a las seis? —preguntó Simón, después de que Luke hubiese abandonado la cocina.
—Es cuando empieza el horario de visitas —respondió Clary—. No tienes que dormir en el sofá. No si no quieres hacerlo.
—No me importa quedarme para hacerte compañía mañana —dijo él, apartándose los oscuros cabellos de los ojos con gesto impaciente—. En absoluto.
—Lo sé. Quiero decir que no tienes por qué dormir precisamente en el sofá si no quieres hacerlo.
—Entonces, ¿dónde...? —Su voz se apagó, y los ojos se le abrieron mucho tras las gafas—. Ah.
—Es una cama doble —explicó ella—. En la habitación de invitados.
Simon sacó las manos de los bolsillos. Un intenso rubor le cubría sus mejillas. Jace habría intentado hacerse el interesante; Simon ni siquiera lo probó.
—¿Estás segura?
—Segurísima.
Él cruzó la cocina hacia ella, e inclinándose, la besó leve y torpemente en los labios. Sonriendo, ella se puso en pie.
—Se acabaron las cocinas —dijo—. No más cocinas.
Y agarrándole con firmeza de las muñecas, tiró de él, fuera de la estancia, en dirección a la habitación de invitados.