El hermano Jeremiah apareció tambaleante ante él; con la mano derecha aferraba una antorcha que todavía ardía, y la capucha color pergamino, caída hacia atrás, mostraba un rostro convulsionado en una grotesca mueca de terror. La boca, que había estado cosida, estaba abierta de par en par en un grito mudo, y los ensangrentados hilos de los desgarrados puntos le colgaban de los labios hechos jirones. Sangre, negra a la luz de la antorcha, le salpicaba la túnica de color claro. Dio unos pocos pasos bamboleantes hacia el frente, con las manos extendidas... y luego, mientras Jace le observaba con total incredulidad, Jeremiah se desplomó de bruces sobre el suelo. Cuando el cuerpo del archivero golpeó el suelo, Jace oyó el sonido de huesos al quebrarse y la antorcha chisporroteó, rodando fuera de la mano de Jeremiah hacia el canalón de piedra excavado en el suelo justo fuera de la puerta de barrotes de la celda.
Jace se arrodilló al instante, estirándose todo lo que le permitió la cadena, y alargó los dedos para coger la antorcha. La luz se desvanecía con rapidez, pero bajo su menguante resplandor, Jace pudo ver el rostro sin vida de Jeremiah vuelto hacia él, con la sangre rezumando aún por la boca abierta. Los dientes eran retorcidos raigones negros.
Jace sintió como si algo pesado le presionara el pecho. Los Hermanos Silenciosos jamás abrían la boca, jamás hablaban o reían o chillaban. Pero aquél había sido el sonido que Jace había oído, ahora estaba seguro: los alaridos de hombres que no habían chillado en medio siglo, el sonido de un terror más profundo y poderoso que la antigua runa del silencio. Pero ¿cómo podía ser? ¿Y dónde estaban los demás Hermanos?
Jace quiso gritar pidiendo ayuda, pero el peso seguía sobre su pecho y le impedía conseguir aire suficiente. Se lanzó otra vez hacia la antorcha y notó cómo uno de los huesecillos de la muñeca se le hacía añicos. Un fuerte dolor le recorrió el brazo, pero le proporcionó el centímetro extra que necesitaba. Agarró rápidamente la antorcha y se puso en pie. Al mismo tiempo que la llama volvía a cobrar vida, oyó otro ruido. Un ruido espeso, una especie de arrastre desagradable y penoso. Los pelos del cogote se le erizaron, afilados como púas. Avanzó la antorcha al frente; la temblorosa mano lanzó violentos parpadeos luminosos que danzaron por las paredes e iluminaron intensamente las sombras.
Allí no había nada.
No obstante, en lugar de alivio sintió que su terror aumentaba. En aquellos momentos inspiraba a grandes bocanadas, igual que si hubiese estado bajo el agua. El temor era mucho peor, porque le resultaba desconocido. ¿Qué le había sucedido? ¿Se había convertido en un cobarde de repente?
Dio un violento tirón a la esposa, esperando que el dolor le aclarara la cabeza. No lo hizo. Volvió a oír el ruido, el roce de algo que se arrastraba, y ahora estaba cerca. También había otro sonido, detrás del culebreo, un susurro quedo y constante. Jamás había oído ningún sonido tan malévolo. Medio enloquecido de espanto, retrocedió tambaleante hasta la pared y alzó la antorcha con una mano que temblaba violentamente.
Por un momento, brillante como la luz del día, vio toda la sala: la celda, la puerta de barrotes, las losas desnudas más allá y el cuerpo sin vida de Jeremiah, hecho un guiñapo sobre el suelo. Había otra puerta justo detrás de Jeremiah, y se estaba abriendo lentamente. Algo avanzaba con un gran esfuerzo por ella. Algo enorme, oscuro e informe. Ojos que eran como hielo ardiente, hundidos profundamente en oscuros pliegues, contemplaron a Jace con hosca burla. De repente la cosa se abalanzó hacia adelante. Una gran nube de turbulento vapor se alzó ante los ojos de Jace como una ola barriendo la superficie del océano. Lo último que vio fue la llama de la antorcha, que se extinguía con un brillo verde y azul antes de ser engullida por la oscuridad.
Besar a Simon era agradable. Era agradable de un modo apacible, como estar tumbada en una hamaca un día de verano con un libro y un vaso de limonada. Era algo que podía seguir haciendo y no sentirse ni aburrida, ni inquieta, ni desconcertada, ni fastidiada por nada aparte de por la barra de metal del sofá cama que se le clavaba en la espalda.
—¡ Ay! —exclamó Clary, intentando apartarse de la barra sin conseguirlo.
—¿Te he hecho daño?
Simon se puso sobre el costado, con expresión preocupada. O tal vez fuera, que sin las gafas, sus ojos parecían el doble de grandes y oscuros.
—No, no tú... la cama. Es como un instrumento de tortura.
—No me he dado cuenta —repuso él, sombrío, mientras agarraba una almohada del suelo, adonde había caído, y la metía debajo de ellos.
—Claro. —La chica lanzó una carcajada—. ¿Por dónde íbamos?
—Bueno, mi cara estaba aproximadamente donde está ahora, pero la tuya estaba muchísimo más cerca. Eso es lo que yo recuerdo, al menos.
—¡Qué romántico!
Tiró de él sobre ella, y Simon se equilibró sobre los codos. Ambos cuerpos descansaban perfectamente alineados, y Clary notaba los latidos del corazón del muchacho a través de las dos camisetas. Las pestañas de Simón, por lo general ocultas tras las gafas, le acariciaron la mejilla cuando se inclinó para besarla. Ella soltó una risita incierta.
—¿Te resulta raro esto? —susurró.
—No. Creo que cuando te imaginas algo muy a menudo, la realidad resulta...
—¿Anticlimática?
—No. ¡No! —Simon se echó hacia atrás, mirándola con miope convicción—. Ni lo pienses. Esto es lo contrario de anticlimático. Esto es...
Risitas contenidas borbotearon en el pecho de Clary.
—Vale, quizá tampoco quieres decir eso.
Él entrecerró los ojos, y la boca se le curvó en una sonrisa.
—De acuerdo, lo que quiero ahora es responderte con algo sabihondo, pero todo lo que se me ocurre es...
Ella le sonrió burlona.
—¿Que quieres sexo?
—Para. —Le agarró las manos, se las inmovilizó sobre la colcha y la contempló con severidad—. Que te amo.
—O sea que no quieres sexo.
Él le soltó las manos.
—No he dicho eso.
Ella rió y le empujó el pecho con ambas manos.
—Deja que me levante.
Él pareció alarmado.
—Quería decir que no sólo quería sexo...
—No es eso. Quiero ponerme el pijama. No puedo darme el lote en serio mientras aún llevo puestos los calcetines.
Simon la contempló afligido mientras ella sacaba el pijama de la cómoda e iba al cuarto de baño. Mientras cerraba la puerta, Clary le dedicó una mueca.
—Vuelvo en seguida.
Lo que fuera que él dijo en respuesta se perdió cuando ella cerró la puerta. Clary se cepilló los dientes y luego dejó correr el agua en el lavabo durante un buen rato, mirándose fijamente en el espejo. Tenía el cabello alborotado y las mejillas enrojecidas. ¿Contaba eso como estar resplandeciente? Se suponía que las personas enamoradas resplandecían, ¿no era cierto? O tal vez se trataba de las embarazadas, no podía recordarlo exactamente, pero sin duda se suponía que ella tenía que parecer distinta. Al fin y al cabo, era la primera auténtica sesión de besos que había tenido nunca... y era agradable, se dijo, segura, placentera y cómoda.
Desde luego, había besado a Jace, la noche de su cumpleaños, y aquello no había sido seguro ni cómodo ni placentero, en absoluto. Había sido como abrir una vena de algo desconocido dentro de su cuerpo, algo más caliente, dulce y amargo que la sangre. «No pienses en Jace», se dijo con ferocidad, pero al contemplarse en el espejo vio que sus ojos se oscurecían y supo que su cuerpo recordaba aunque la mente no quisiera hacerlo.
Dejó correr el agua hasta que salió fría y se mojó el rostro antes de alargar la mano hacia el pijama. «Fabuloso», se dijo, había cogido los pantalones del pijama pero no la camiseta. Por mucho que a Simon pudiera gustarle, parecía algo pronto para empezar a dormir en topless. Regresó al dormitorio, y se encontró con que Simon se había quedado dormido en el centro de la cama, abrazando la almohada como si fuese un ser humano. Ahogó una carcajada.