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—Simón... —susurró; entonces oyó el agudo pitido de dos tonos que indicaba que acababa de llegar un mensaje de texto a su móvil.

El teléfono estaba cerrado sobre la mesilla de noche. Clary lo levantó y vio que el mensaje era de Isabelle.

Alzó la tapa del teléfono e hizo avanzar rápidamente el texto. Lo leyó dos veces, sólo para estar segura de que no se lo estaba imaginando. Luego corrió al armario a coger el abrigo.

—Jonathan.

La voz surgió de la oscuridad, lenta, sombría, familiar como el dolor. Jace abrió los ojos pestañeando y no vio más que oscuridad. Tiritó. Yacía hecho un ovillo sobre el helado suelo de losas. Sin duda se había desmayado. Sintió una punzada de ira ante su propia debilidad, su propia fragilidad.

Rodó sobre un costado, y sintió un dolor punzante en la muñeca rota rodeada por la esposa.

—¿Hay alguien ahí?

—Seguramente reconoces a tu propio padre, Jonathan —se oyó la voz otra vez, y Jace sí la reconoció: su sonido a hierro viejo, su suave casi atonalidad. Intentó incorporarse, pero las botas resbalaron en un charco de algo, patinó hacia atrás y se golpeó violentamente contra la dura pared de piedra. Las esposas tintinearon como un canillón de acero.

—¿Estás herido?

Una luz llameó hacia arriba, quemándole los ojos a Jace. Parpadeó lágrimas ardientes y vio a Valentine de pie al otro lado de los barrotes, junto al cuerpo del hermano Jeremiah. Una refulgente luz mágica en una mano proyectaba un potente resplandor sobre la habitación. Jace pudo ver las manchas de sangre antigua en las paredes.. . y de sangre más fresca, un pequeño charco, que había brotado de la boca abierta de Jeremiah. Sintió que el estómago se le revolvía y se le hacía un nudo, y pensó en la masa negra e informe, con ojos igual que gemas ardientes que había visto antes.

—Esa cosa —dijo casi sin voz—. ¿Dónde está? ¿Qué era?

—Estás herido. —Valentine se acercó más a los barrotes—. ¿Quién ordenó que te encerraran aquí? ¿Fue la Clave? ¿Los Lightwood?

—Fue la Inquisidora.

Jace se miró. Había más sangre en las perneras de los pantalones y en la camiseta. No podía decir si era suya. La sangre le caía lentamente de debajo de la esposa.

Valentine le contempló pensativo por entre los barrotes. Era la primera vez en años que Jace veía a su padre vestido con un auténtico traje de batalla: las prendas de cazador de sombras de grueso cuero, que permitían libertad de movimientos a la vez que protegían la piel de la mayoría de venenos demoníacos; las protecciones recubiertas de electro de los brazos y las piernas, cada una marcada con una serie de glifos y runas. Llevaba una correa amplia cruzada sobre el pecho, y la empuñadura de una espada le brillaba por encima del hombro. Valentine se acuclilló, colocando los fríos ojos negros a la altura de los de Jace. Al muchacho le sorprendió no ver ira en ellos.

—La Inquisidora y la Clave son la misma cosa. Y los Lightwood jamás deberían haber permitido que sucediera esto. Yo jamás habría permitido que nadie te hiciese esto.

Jace presionó los hombros contra la pared; era todo lo que la cadena le permitía alejarse de su padre.

—¿Has bajado aquí a matarme?

—¿Matarte? ¿Por qué iba a querer matarte?

—Bueno, ¿por qué has matado a Jeremiah? Y no te molestes en soltarme alguna historia de que pasabas por aquí casualmente justo después de que él muriera espontáneamente. Sé que lo has hecho tú.

Por primera vez, Valentine echó una mirada al cadáver del hermano Jeremiah.

—Sí que lo he matado, y al resto de los Hermanos Silenciosos también. He tenido que hacerlo. Tenían algo que necesitaba.

—¿Qué? ¿Un sentido de la decencia?

—Esto —contestó Valentine, y sacó la espada de la vaina del hombro con un veloz movimiento—. Maellartach.

Jace reprimió la exclamación de sorpresa que le subía por la garganta. La reconocía perfectamente: la enorme espada de gruesa hoja de plata con la empuñadura en forma de alas extendidas era la que colgaba sobre las Estrellas Parlantes en la sala del consejo de los Hermanos Silenciosos.

—¿Has cogido la espada de los Hermanos Silenciosos?

—Jamás fue suya —replicó Valentine—. Pertenece a todos los nefilim. Ésta es la espada con la que el Ángel expulsó a Adán y Eva del jardín. «Y colocó en el este del jardín de Edén querubines, y una espada encendida que se movía en todas direcciones» —citó, bajando la mirada hacia la hoja.

Jace se lamió los labios resecos.

—¿Qué vas a hacer con ella?

—Te lo contaré —repuso Valentine—, cuando crea que puedo confiar en ti y sepa que tú confías en mí.

—¿Confiar en ti? ¿Después de que te escabulleras a través del Portal en Renwick y lo hicieras pedazos para que no pudiera ir tras de ti? ¿Y de que intentaras matar a Clary?

—Nunca habría lastimado a tu hermana —replicó él, con un ramalazo de cólera—. Del mismo modo que no te lastimaría a ti.

—¡Lo único que has hecho ha sido lastimarme! ¡Fueron los Lightwood quienes me protegieron!

—No soy yo quien te ha encerrado aquí. No soy yo quien te amenaza y desconfía de ti. Son los Lightwood y sus amigos de la Clave. —Valentine hizo una pausa—. Viéndote así, viendo cómo te han tratado y que sin embargo sigues mostrándote estoico, me siento orgulloso de ti.

Sorprendido, Jace alzó los ojos, tan de prisa que sintió un vahído. La mano le lanzó una punzada insistente. Reprimió el dolor y lo frenó hasta que su respiración se relajó.

—¿Qué? —soltó.

—Me doy cuenta ahora de que me equivoqué en Renwick —siguió Valentine—. Te veía como el muchachito que dejé en Idris, obediente a todos mis deseos. En su lugar encontré a un joven testarudo, independiente y valeroso, y sin embargo te traté como si todavía fueses un niño. No me sorprende que te rebelases contra mí.

—¿Me rebelase?...

A Jace se le hizo un nudo en la garganta, que impidió el paso a las palabras que deseaba pronunciar. La cabeza le había empezado a martillear siguiendo el ritmo del dolor agudo de la mano.

—Nunca tuve la oportunidad de explicarte mi pasado —continuó diciendo Valentine—, de contarte por qué he hecho las cosas que he hecho.

—No hay nada que explicar. Mataste a mis abuelos. Mantuviste prisionera a mi madre. Mataste a otros cazadores de sombras para favorecer tus propios designios. —Cada palabra le sabía a Jace a veneno.

—Únicamente conoces la mitad de los hechos, Jonathan. Te mentí cuando eras un niño porque eras demasiado joven para comprender. Ahora eres lo bastante mayor como para que se te cuente la verdad.

—En ese caso, cuéntame la verdad.

Valentine alargó el brazo por entre los barrotes de la celda y posó la mano sobre la cabeza de Jace. La textura áspera y encallecida de los dedos tenía exactamente el mismo tacto que había tenido cuando Jace tenía diez años.

—Quiero confiar en ti, Jonathan —dijo—. ¿Puedo?

Jace quiso responder, pero las palabras no salieron. Sentía como si le estuvieran cerrando lentamente un aro de hierro alrededor del pecho, dejándole sin respiración.

—Desearía... —musitó.

Sonó un ruido por encima de ellos. Un ruido parecido al golpe de una puerta de metal; a continuación, Jace oyó pisadas, susurros que resonaban en las paredes de piedra de la Ciudad. Valentine se puso en pie, cerrando la mano sobre la luz mágica hasta que ésta sólo fue un tenue resplandor y él mismo una sombra apenas recortada.

—Más rápido de lo que pensé —murmuró, y bajó los ojos para mirar a Jace por entre los barrotes.

Jace miró más allá de él, pero no pudo ver otra cosa que la oscuridad al otro lado de la tenue iluminación de la luz mágica. Pensó en la turbulenta forma oscura que había visto antes, extinguiendo toda luz ante ella.