—Está perfectamente. —La muchacha extendió los brazos—. Márcame.
Mientras trazaba los dibujos de runas a lo largo de los dorsos de las manos de Isabelle y la parte interior de las muñecas, Alec echó una ojeada a Clary.
—Probablemente deberías marcharte a casa —dijo—. Es mejor que no estés aquí sola cuando la Inquisidora regrese.
—Quiero ir con vosotros —repuso Clary; las palabras se le habían escapado antes de poder contenerlas.
Isabelle retiró una de las manos que le sostenía Alec y sopló sobre la piel marcada como si enfriara una taza de café demasiado caliente.
—Pareces Max.
—Max tiene nueve años. Yo tengo vuestra edad.
—Pero no tienes preparación —arguyó Alec—. Sólo serías un lastre.
—No, no lo seré. ¿Habéis estado alguno dentro de la Ciudad Silenciosa? —inquirió ella—. Yo sí. Sé cómo entrar. Sé cómo moverme por ella.
Alec se irguió, guardando su estela.
—No creo que...
—No va desencaminada —terció Isabelle—. Creo que debería venir si quiere.
Alec pareció desconcertado.
—La última vez que nos enfrentamos a un demonio se limitó a agazaparse y a chillar. —Al ver la expresión agria de Clary, le lanzó una rápida mirada de disculpa—. Lo siento, pero es verdad.
—Creo que necesita una oportunidad para aprender —replicó Isabelle—. Ya sabes lo que Jace siempre dice: en ocasiones no tienes que buscar el peligro, en ocasiones el peligro te encuentra a ti.
—No podéis encerrarme como habéis hecho con Max —añadió Clary, viendo que la determinación de Alec flaqueaba—. No soy una niña. Y sé dónde está la Ciudad de Hueso, puedo llegar hasta allí sin vosotros.
Alec se apartó de ella, meneando la cabeza y mascullando algo sobre chicas. Isabelle tendió la mano hacia Clary.
—Dame tu estela —dijo—. Es hora de que recibas algunas Marcas.
Ciudad de ceniza
Al final, Isabelle sólo puso dos Marcas en Clary, en el dorso de ambas manos. Una era el ojo abierto que decoraba la mano de todo cazador de sombras. La otra parecía dos hoces cruzadas; Isabelle le dijo que era una runa de protección. Ambas runas le quemaban cuando la estela tocó por primera vez la piel, pero el dolor se fue desvaneciendo mientras Clary, Isabelle y Alec se dirigían al centro en un taxi negro. Para cuando llegaron a la Segunda Avenida y pisaron la calzada, las manos y brazos de Clary le parecían tan ligeros como si llevara flotadores en una piscina.
Los tres permanecieron silenciosos mientras cruzaban el arco de hierro forjado y penetraban en el Cementerio Marble. La última vez que Clary había estado en aquel pequeño patio lo había hecho marchando apresuradamente tras el hermano Jeremiah. Ahora, por primera vez, reparó en los nombres grabados en las paredes: Youngblood, Fairchild, Thrushcross, Nightwine, Ravenscar. Había runas junto a ellos. En la cultura de los cazadores de sombras cada familia tenía su propio símbolo: El de los Wayland era un martillo de herrero, el de los Lightwood una antorcha, y el de Valentine una estrella.
La hierba crecía enmarañada sobre los pies de la estatua del Ángel en el centro del patio. Los ojos del Ángel estaban cerrados, las delgadas manos cerradas sobre el pie de una copa de piedra, una reproducción de la Copa Mortal. El rostro de piedra estaba impasible, cubierto de mugre y polvo.
—La última vez que estuve aquí —indicó Clary—, el hermano Jeremiah usó una runa de la estatua para abrir la puerta que conduce a la Ciudad.
—No me gusta la idea de usar una de las runas de los Hermanos Silenciosos —dijo Alec con el rostro sombrío—. Deberían haber percibido nuestra presencia antes de que llegásemos hasta aquí. Ahora sí estoy empezando a preocuparme.
Sacó una daga del cinturón y se pasó el filo sobre la palma desnuda. Brotó sangre de la superficial herida y, cerrando la mano sobre la Copa de piedra, dejó que la sangre goteara en el interior.
—Sangre de los nefilim —explicó—. Debería funcionar como una llave.
Los párpados del Ángel de piedra se abrieron de golpe. Por un momento, Clary casi esperó ver unos ojos contemplándola furibundos por entre los pliegues de la piedra, pero sólo había más granito. Al cabo de un segundo, la hierba a los pies del Ángel empezó a separarse. Una sinuosa línea negra, ondulando como el lomo de una serpiente, se alejó de la estatua describiendo una curva, y Clary se apresuró a dar un salto cuando un oscuro agujero se abrió a sus pies.
Miró al interior. Unos escalones se perdían en las sombras. La última vez que había estado allí, la oscuridad había estado iluminada a intervalos por antorchas que alumbraban los peldaños. Pero en estos momentos sólo había oscuridad.
—Algo va mal —dijo Clary.
Ni Isabelle ni Alec parecieron inclinados a discutirlo. Clary sacó del bolsillo la piedra de luz mágica que Jace le había dado y la alzó. La luz surgió intensa a través de sus dedos extendidos.
—Vamos.
Alec se colocó delante de ella.
—Yo iré primero, luego me sigues tú. Isabelle cerrará la marcha.
Descendieron lentamente; las botas húmedas de Clary le resbalaban sobre los peldaños redondeados por los años. Al pie de la escalera había un túnel corto que iba a dar a una sala inmensa, un bosquecillo de piedra de arcos blancos incrustados con piedras semipreciosas. Hileras de mausoleos se acurrucaban en las sombras igual que casas—hongo en un cuento de hadas. Los más distantes desaparecían en las sombras; la luz mágica no era lo bastante potente para iluminar toda la sala.
Alec miró sobriamente hacia los pasillos.
—Jamás pensé que entraría en la Ciudad Silenciosa —dijo—. Ni siquiera muerto.
—Yo no lo diría con tanta pena —repuso Clary—. El hermano Jeremiah me contó lo que hacen con vuestros muertos. Los incineran y usan la mayor parte de las cenizas para fabricar el mármol de la Ciudad.
«La sangre y los huesos de los cazadores de demonios son en sí mismos una poderosa protección contra el mal. Incluso en la muerte, la Clave sirve a la causa», recordó.
—¡Uh! —asintió Isabelle—. Se considera un honor. Además, no es como si vosotros, mundis, no quemaseis a vuestros muertos.
«Eso no hace que no resulte escalofriante», pensó Clary. El olor a cenizas y a humo flotaba con fuerza en el aire, y lo recordaba de la última vez que estuvo allí; pero había algo más bajo aquellos olores, un hedor más fuerte y denso, como a fruta podrida.
Frunciendo el entrecejo como si él también lo oliera, Alec sacó uno de sus cuchillos ángel del cinturón.
—Arathiel —musitó, y el resplandor del cuchillo se unió a la luz mágica de Clary. Localizaron la segunda escalera y descendieron a una penumbra aún más espesa.
La luz mágica parpadeó en la mano de Clary como una estrella moribunda; la muchacha se preguntó si las piedras de luz mágica alguna vez se quedaban sin energía, como las linternas se quedaban sin pilas. Esperó que no. La idea de verse sumida en una oscuridad total en aquel lugar escalofriante la llenaba de un terror visceral.
El olor a fruta podrida aumentó en intensidad cuando llegaron al final de la escalera y se encontraron en otro largo túnel. Éste daba a un pabellón rodeado por agujas de hueso tallado: un pabellón que Clary recordaba muy bien. Incrustaciones de estrellas de plata salpicaban el suelo a modo de valioso confeti. En el centro del pabellón había una mesa negra. Un fluido oscuro se había reunido en su resbaladiza superficie y goteaba en el suelo formando riachuelos.
Cuando Clary se había presentado ante el Consejo de Hermanos, había habido una gruesa espada de plata colgando en la pared situada tras la mesa. La Espada había desaparecido, y en su lugar, un gran abanico escarlata manchaba la pared.
—¿Es eso sangre? —susurró Isabelle; su voz no sonó asustada, sólo atónita.
—Lo parece. —Los ojos de Alec escrutaron la habitación.