Las sombras eran espesas como pintura, y parecían llenas de movimiento. Alec asía con fuerza el cuchillo serafín.
—¿Qué puede haber sucedido? —se preguntó Isabelle—. Los Hermanos Silenciosos..., creía que eran indestructibles...
Su voz se fue apagando mientras Clary, con la luz mágica de su mano, captaba extrañas sombras entre las agujas del techo. Una tenía una forma más extraña que las demás. Clary deseó que la luz mágica ardiera con más fuerza, y ésta lo hizo, lanzando un rayo de claridad a lo lejos.
Atravesado en una de las agujas, como un gusano en un anzuelo, estaba el cuerpo sin vida de un Hermano Silencioso. Las manos, cubiertas de sangre, colgaban justo por encima del suelo de mármol. El cuello del hombre parecía partido. La sangre había formado un charco bajo él, coagulada y negra bajo la luz mágica.
Isabelle lanzó una exclamación ahogada.
—Alec. ¿Ves...?
—Lo veo. —La voz del muchacho era sombría—. Y he visto cosas peores. Es Jace quien me preocupa.
Isabelle se adelantó y tocó la mesa de basalto negro, rozando la superficie con los dedos.
—Esta sangre es casi fresca. Lo que haya sucedido ha pasado no hace mucho.
Alec fue hacia el cadáver empalado del Hermano. Unas marcas de sangre se alejaban del charco que hacía en el suelo.
—Pisadas —dijo—. De alguien corriendo.
Alec indicó con un gesto de la mano que las muchachas debían seguirle. Éstas lo hicieron, Isabelle deteniéndose sólo para limpiarse las manos ensangrentadas en los suaves protectores de cuero de las piernas.
La senda de pisadas les condujo fuera del pabellón y por un túnel estrecho, que bajaba desapareciendo en la oscuridad. Cuando Alec se detuvo, mirando a su alrededor, Clary se adentró en él con impaciencia, dejando que la luz mágica abriera un sendero de luz blanca plateada ante ellos. Alcanzó a ver unas puertas dobles al final del túnel; estaban entornadas.
Jace. De algún modo le sentía, percibía que se hallaba cerca. Avanzó a paso ligero, con las botas taconeando con fuerza contra el duro suelo. Oyó que Isabelle la llamaba, y en seguida Alec e Isabelle también corrían, pegados a sus talones. Cruzó como una exhalación las puertas del final del corredor y se encontró en una enorme sala de piedra dividida en dos por una hilera de barrotes de metal profundamente hundidos en el suelo. Distinguió apenas una figura desplomada al otro lado de los barrotes. Justo en el exterior de la celda estaba tendida la forma inerte de un Hermano Silencioso.
Clary supo de inmediato que estaba muerto. Fue por el modo en el que estaba caído, como una muñeca a la que han retorcido los miembros hasta rompérselos. La túnica color pergamino estaba medio desgarrada. El rostro desfigurado, contraído en una expresión de terror absoluto, era aún reconocible. Era el hermano Jeremiah.
La muchacha pasó junto al cuerpo y llegó a la puerta de la celda. Estaba hecha de barrotes colocados a muy poca distancia unos de otros y asegurados con bisagras en un lado. No parecía haber ni cerradura ni pomo del que pudiera tirar. Detrás de ella oyó a Alec llamarla, pero su atención no estaba puesta en éclass="underline" estaba en la puerta. No había un modo visible de abrirla; los Hermanos no trataban con aquello que era visible, sino más bien con lo que no lo era. Así que sujetando la luz mágica con una mano, buscó desesperadamente la estela de su madre con la otra.
Del otro lado de los barrotes llegó un sonido. Una especie de jadeo o susurro ahogado; no estaba segura de qué, pero reconoció el origen: Jace. Golpeó la puerta de la celda con la punta de la estela, e intentó mantener la runa de abrir en su mente hasta que ésta apareció, negra e irregular sobre el duro metal. El electro chisporroteó al tocarlo la estela. «Ábrete —deseó Clary—, ábrete, ábrete, ¡Ábrete!»
Un sonido como el de una tela al desgarrarse resonó por la sala. Clary oyó que Isabelle gritaba, al mismo tiempo que la puerta saltaba de sus goznes por completo y se desplomaba hacia el interior de la celda como un puente levadizo al descender. Clary oyó otros ruidos, metal rascando contra metal, un sonoro repiqueteo como el de un puñado de guijarros arrojados al suelo. Se coló al interior de la celda, pisando sobre la puerta caída.
Una luz mágica inundó la pequeña estancia, iluminándola como si fuese de día. Clary apenas reparó en las hileras de esposas —todas de distintos metales: oro, plata, acero y hierro— que iban soltándose de los pernos de las paredes y caían al suelo de piedra con un repiqueteo. Tenía los ojos puestos en el cuerpo desplomado del rincón; podía ver el brillante cabello, la mano extendida y la esposa suelta caída a poca distancia. La muñeca estaba desnuda y ensangrentada, la piel rodeada de un brazalete de feos cardenales.
Se arrodilló, dejando la estela a un lado, y lo giró con suavidad. Sí, era Jace. Tenía otro cardenal en la mejilla, y estaba muy pálido,
pero Clary pudo ver el veloz movimiento bajo los párpados y una vena latiéndole en la garganta. Estaba vivo.
El alivio la recorrió como una oleada ardiente, deshaciendo las tirantes cuerdas de tensión que la habían mantenido de una pieza todo aquel tiempo. La luz mágica cayó al suelo junto a ella, donde siguió resplandeciendo. Clary le apartó el cabello de la frente con una ternura que le pareció ajena; jamás había tenido hermanos o hermanas, ni siquiera un primo; nunca había tenido ocasión de vendar heridas o besar rodillas arañadas u ocuparse de nadie.
Pero estaba bien sentir ese tipo de ternura hacia Jace, se dijo, reacia a apartar la mano incluso cuando los párpados de éste se agitaron bruscamente y el muchacho gimió. Era su hermano, ¿por qué no iba a importarle lo que le sucediera?
Los ojos de Jace se abrieron. Las pupilas estaban enormes, dilatadas. ¿Quizá se había golpeado la cabeza? Sus ojos se clavaron en ella con una expresión de aturdido desconcierto.
—¿Clary? —preguntó—. ¿Qué haces aquí?
—He venido a buscarte —dijo ella, porque era la verdad.
Un espasmo cruzó el rostro del muchacho.
—¿Realmente estás aquí? No estoy... No estoy muerto, ¿verdad?
—No —respondió ella, acariciándole el rostro con la mano—. Te has desmayado, eso es todo. Seguramente también te golpeaste la cabeza.
Jace alzó la mano para cubrir la de ella.
—Ha valido la pena —repuso él en una voz tan queda que Clary no estuvo segura de qué era lo que había dicho.
—¿Qué?
Era Alec, que se metía por la abertura con Isabelle justo detrás de él. Clary apartó a toda prisa la mano, luego se maldijo en silencio. No había estado haciendo nada malo.
Jace se incorporó penosamente hasta quedar sentado. Tenía el rostro ceniciento y la camiseta salpicada de sangre. La expresión de Alec se convirtió en una de preocupación.
—¿Te encuentras bien? —quiso saber, arrodillándose—. ¿Qué ha pasado? ¿Puedes recordarlo?
Jace alzó la mano ilesa.
—Una pregunta cada vez, Alec. Creo que la cabeza está a punto de estallarme.
—¿Quién te ha hecho esto? —Isabelle sonó a la vez perpleja y furiosa.
—Nadie me ha hecho nada. Me lo hice yo intentando quitarme las esposas. —Se miró la muñeca, de la que parecía casi haberse arrancado toda la piel, e hizo una mueca de dolor.
—Dame —dijeron a la vez Clary y Alec, yendo a cogerle la mano.
Los ojos de ambos se encontraron, y Clary fue la primera en detenerse. Alec sujetó la muñeca de Jace y sacó su estela; con unos pocos y veloces giros de muñeca, dibujó un iratze —una runa curativa— justo debajo del aro de piel sangrante.
—Gracias —dijo Jace, retirando la mano; la parte lastimada de la muñeca empezaba a volver a soldarse—. El hermano Jeremiah...
—Está muerto —informó Clary.
—Lo sé. —Desdeñando la ayuda que le ofrecía Alec, Jace se incorporó hasta apoyarse en la pared—. Lo han asesinado.
—¿Se han matado los Hermanos Silenciosos entre sí? —preguntó Isabelle—. No lo entiendo..., no comprendo por qué harían eso...