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—No lo han hecho —respondió Jace—. Algo los mató. No sé qué. —Un espasmo de dolor le crispó el rostro—. Mi cabeza...

—Tal vez deberíamos irnos —propuso Clary nerviosamente—. Antes de que lo que fuera que los mató...

—¿Regrese a por nosotros? —inquirió Jace, y bajó la mirada hacia la camisa ensangrentada y la mano magullada—. Creo que se ha ido. Pero supongo que él todavía podría hacerlo regresar.

—¿Quién podría hacer regresar qué? —quiso saber Alec, pero Jace no dijo nada.

El rostro del muchacho había pasado de gris a blanco como el papel. Alec le sujetó cuando empezó a resbalarse por la pared.

—Jace...

—Estoy bien —protestó él, pero se sujetó a la manga de Alec con fuerza—. Puedo aguantarme en pie.

—A mí me parece que estás usando la pared para sostenerte. Ésa no es mi definición de «aguantarme en pie».

—Es estar apoyado —le contestó Jace—. Estar apoyado viene justo antes de aguantarme en pie.

—Para de discutir —intervino Isabelle, apartando una antorcha apagada de una patada—. Tenemos que salir de aquí. Si hay algo ahí fuera lo bastante malo para matar a los Hermanos Silenciosos, nos hará picadillo.

—Izzy tiene razón. Deberíamos marcharnos. —Clary recuperó la luz mágica y se levantó—. Jace... ¿estás bien para andar?

—Puede apoyarse en mí. —Alec pasó el brazo de Jace sobre sus hombros, éste se apoyó pesadamente en él—. Vamos —indicó Alec con suavidad—. Te curaremos cuando estemos fuera.

Fueron lentamente hacia la puerta de la celda, donde Jace se detuvo un instante para contemplar fijamente el cuerpo del hermano Jeremiah, que yacía retorcido sobre las losas. Isabelle se arrodilló y bajó la capucha de lana marrón del Hermano Silencioso para cubrirle el rostro contorsionado. Cuando se incorporó, todos los semblantes estaban serios.

—Jamás he visto a un Hermano Silencioso asustado —comentó Alec—. No creía que les fuese posible sentir miedo.

—Todo el mundo siente miedo —afirmó Jace tajante.

El muchacho seguía muy pálido y mantenía la mano herida apoyada contra el pecho, aunque Clary pensó que no se debía al dolor físico. Parecía distante, como si se hubiese retraído, ocultándose de algo.

Retrocedieron sobre sus pasos por los oscuros corredores y ascendieron los estrechos peldaños que conducían al pabellón de las Estrellas Parlantes. Cuando lo alcanzaron, Clary notó el denso olor a sangre y a quemado con mucha mayor intensidad que al pasar por allí antes. Jace, apoyado en Alec, miró a su alrededor con una expresión mezcla de horror y confusión. Clary vio que miraba fijamente la pared opuesta, que estaba profusamente salpicada de sangre.

—Jace. No mires —dijo.

Y en seguida se sintió estúpida; él era un cazador de demonios, al fin y al cabo, y seguro que había visto cosas peores.

Jace meneó la cabeza.

—Algo va mal...

—Todo va mal aquí. —Alec ladeó la cabeza en dirección al bosque de arcos que conducía lejos del pabellón—. Ése es el camino más rápido para salir de aquí. Vámonos.

No hablaron demasiado mientras emprendían el camino de vuelta a través de la Ciudad de Hueso. Cada sombra parecía ocultar un movimiento, como si la oscuridad cubriera criaturas que aguardaban para saltar sobre ellos. Isabelle musitaba algo por lo bajo y, aunque Clary no podía oír las palabras, sonaba como otro idioma, algo antiguo... latín, tal vez.

Cuando alcanzaron las escaleras que conducían fuera de la Ciudad, Clary emitió un silencioso suspiro de alivio. La Ciudad de Hueso quizá hubiera sido hermosa en alguna ocasión, pero ahora resultaba aterradora. Cuando llegaron al último tramo de escalones, una fuerte luz le hirió los ojos y le hizo lanzar un grito de sorpresa. Distinguió débilmente la estatua del Ángel, que se alzaba en lo alto de la escalera, iluminada por detrás con una refulgente luz dorada, brillante como el sol. Echó una rápida mirada a los demás; éstos parecían tan confusos como ella.

—No puede haber amanecido ya... ¿verdad? —murmuró Isabelle—. ¿Cuánto tiempo hemos estado ahí abajo?

Alec miró su reloj.

—No tanto como eso.

Jace farfulló algo, demasiado quedo para que nadie más le oyera. Alec inclinó la cabeza hacia él.

—¿Qué has dicho?

—Luz mágica —contestó Jace, esta vez en voz más alta.

Isabelle corrió escalera arriba, con Clary detrás de ella y Alec a la cola, luchando para ayudar a Jace por los escalones. En lo alto de la escalera, Isabelle se detuvo de golpe como paralizada. Clary la llamó, pero ella no se movió. Al cabo de un momento, Clary estuvo a su lado y entonces le tocó a ella mirar a su alrededor con asombro.

El jardín estaba repleto de cazadores de sombras; veinte, quizá treinta, con las oscuras vestiduras de caza, cubiertos de Marcas y cada uno sosteniendo una refulgente piedra de luz mágica.

A la cabeza del grupo se encontraba Maryse, con una armadura negra de cazadora de sombras y una capa, la capucha echada hacia atrás. Detrás de ella se alineaban docenas de desconocidos, hombres y mujeres que Clary no había visto nunca, pero que lucían las Marcas de los nefilim en los brazos y los rostros. Uno de ellos, un apuesto hombre de piel negra como el ébano, miró fijamente a Clary e Isabelle... y junto a ellas, a Jace y Alec, que habían salido de la escalera y pestañeaban bajo la inesperada iluminación.

—Por el Ángel —exclamó el hombre—. Maryse... ya había alguien ahí abajo.

La boca de Maryse se abrió en una silenciosa exclamación de sorpresa al ver a Isabelle. Luego la cerró, apretando los labios en una fina línea blanca, como una cuchillada dibujada en tiza sobre la cara.

—Lo sé, Malik —contestó—. Éstos son mis hijos.

La espada mortal

Un quedo murmullo recorrió al grupo. Los que iban encapuchados se echaron las capuchas hacia atrás, y Clary pudo ver, por las expresiones de Jace, Alec e Isabelle, que muchos de los cazadores de sombras les eran conocidos.

—Por el Ángel. —La mirada incrédula de Maryse pasó de Alec a Jace, cruzó por encima de Clary y regresó a su hija. Jace se había apartado de Alec cuando Maryse comenzó a hablar, y se mantenía un poco alejado de los otros tres, con las manos en los bolsillos. Isabelle retorcía nerviosamente el látigo que tenía en las manos. Alec parecía juguetear con su teléfono móvil, aunque Clary no podía ni imaginar a quién estaría llamando—. ¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Alec? ¿Isabelle? Ha habido una llamada de auxilio procedente de la Ciudad Silenciosa...

—Nosotros respondimos a ella —contestó Alec.

La mirada del muchacho se movió ansiosamente por el grupo allí reunido. Clary no podía culparle por su nerviosismo. Se trataba del grupo más grande de cazadores de sombras adultos, bueno de cazadores de sombras en general, que ella había visto nunca. No dejaba de mirar de rostro en rostro, registrando las diferencias entre ellos: variaban ampliamente en edad, raza y aspecto general, y sin embargo todos daban la misma impresión de poder inmenso y contenido. Podía percibir sus sutiles miradas puestas en ella, examinándola, evaluándola. Uno de ellos, una mujer con ondulantes cabellos canosos, la miraba fijamente con una fiereza que no tenía nada de sutil. Clary parpadeó y apartó los ojos.

—No estabas en el Instituto... —prosiguió Alec— y no podíamos ponernos en contacto con nadie... así que vinimos nosotros.

—Alec...

—No importa, de todos modos —concluyó Alec—. Están muertos. Los Hermanos Silenciosos. Están todos muertos. Los han asesinado.

Esta vez no surgió ningún sonido de los allí reunidos. Todos se quedaron inmóviles, del mismo modo en que una manada de leones podría quedarse inmóvil al descubrir una gacela.

—¿Muertos? —repitió Maryse—. ¿Qué quieres decir con que están muertos?

—Creo que está muy claro lo que quiere decir. —Una mujer que llevaba un largo abrigo gris había aparecido de improviso junto a Maryse. Bajo la parpadeante luz, a Clary le pareció una especie de caricatura de Edward Gorey, toda ángulos agudos, cabellos recogidos hacia atrás y ojos igual que pozos negros cavados en la cara. Sostenía un refulgente pedazo de luz mágica sujeto a una larga cadena de plata, pasada a través de los dedos más delgados que Clary había visto nunca.