—Izzy —llamó Jace, mientras se acercaban al estanque, y ella se alzó de un salto y se volvió en redondo; su sonrisa fue deslumbrante.
—¡Jace!
Corrió hacia él y le abrazó. Bien, así era como se suponía que actuaban las hermanas, se dijo Clary. No de un modo estirado, raro y peculiar, sino alegre y cariñoso. Observando a Jace abrazar a Isabelle, intentó aleccionar a sus facciones para aprender a mostrar una expresión feliz y cariñosa.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Simón, con cierta inquietud—. Estás bizqueando.
—Estoy perfectamente. —Clary abandonó el intento.
—¿Estás segura? Parecías como... crispada.
—Algo que he comido.
Isabelle se puso en marcha, con Jace un paso por detrás de ella. Vestía un largo vestido negro con botas y un abrigo chaqué, aún más largo, de suave terciopelo verde, el color del musgo.
—¡No puedo creer que lo hicierais! —exclamó—. ¿Cómo habéis conseguido que Magnus dejara salir a Jace?
—Lo cambiamos por Alec —respondió Clary.
Isabelle pareció levemente alarmada.
—¿No permanentemente?
—No —repuso Jace—, sólo durante unas pocas horas. A menos que yo no regrese —añadió pensativo—. En cuyo caso, quizá sí que tendrá que quedarse a Alec. Piensa en ello como un usufructo con una opción de compra.
Isabelle pareció tener sus reservas.
—Mamá y papá no estarán nada contentos si lo descubren.
—¿Que liberaste a un posible criminal intercambiándolo por tu hermano a un brujo que parece una especie de Sonic el Erizo en versión gay y se viste como el Roba Niños de Chitty Chitty Bang Bang? —preguntó Simón—. No, probablemente no.
Jace le miró pensativo.
—¿Existe alguna razón concreta para que estés aquí? No estoy seguro de que debamos llevarte a la corte seelie. Odian a los mundanos.
Simon puso los ojos en blanco.
—Otra vez no.
—¿Qué «otra vez no»? —preguntó Clary.
—Cada vez que le molesto se refugia en su casita del árbol con el rótulo de No Se Admiten Mundanos. —Señaló a Jace con un dedo—. Deja que te recuerde que la última vez que quisiste dejarme atrás, os salve la vida a todos.
—Desde luego —dijo Jace—. Por una vez...
—Las cortes de las hadas son peligrosas —interrumpió Isabelle—. Ni siquiera tu habilidad con el arco te ayudará. No es esa clase de peligro.
—Puedo cuidar de mí mismo —replicó Simón.
Se había levantado un viento cortante, que empujó hojas marchitas por la grava hasta los pies del grupo e hizo que Simon se estremeciera. Hundió las manos en los bolsillos forrados de lana de la chaqueta.
—No tienes que venir —dijo Clary.
Él la miró, con una mirada firme y mesurada. Clary le recordó en casa de Luke, llamándola «mi novia» sin la menor duda o indecisión. Aparte de cualquier otra cosa que pudiera decirse sobre Simón, sin duda sabía lo que quería.
—Sí —repuso—, quiero venir.
Jace emitió un ruidito por lo bajo.
—Entonces supongo que estamos listos —indicó—. No esperes ninguna consideración especial, mundano.
—Míralo por el lado bueno —replicó Simón—. Si necesitan un sacrificio humano, siempre podéis ofrecerme a mí. No estoy seguro de que el resto de vosotros reúna los requisitos necesarios.
Jace se animó.
—Siempre es agradable cuando alguien se ofrece a ser el primero en colocarse ante el paredón.
—Vamos —instó Isabelle—. La puerta está a punto de abrirse.
Clary echó un vistazo alrededor. El sol se había puesto por completo y la luna había salido, una cuña de un blanco cremoso que proyectaba su reflejo sobre el estanque. No estaba llena del todo, sino ensombrecida en un extremo, lo que le daba la apariencia de un ojo con medio párpado. El viento nocturno hacía traquetear las ramas de los árboles, golpeándolas entre sí con un sonido parecido a huesos huecos.
—¿Adónde vamos? —preguntó Clary—. ¿Dónde se encuentra la puerta?
La sonrisa de Isabelle fue como un secreto musitado.
—Seguidme.
Descendió hasta el borde del agua, dejando profundas huellas en el barro con las botas. Clary la siguió, contenta de haberse puesto vaqueros y no una falda. Isabelle se alzó el abrigo y el vestido por encima de las rodillas, dejando las delgadas piernas blancas al descubierto por encima de las botas. Tenía la piel cubierta de Marcas que parecían lengüetazos de fuego negro.
Simón, detrás de ella, lanzó una palabrota y resbaló en el barro; Jace avanzó automáticamente para sujetarle mientras todos se volvían. Simon echó el brazo atrás con energía.
—No necesito tu ayuda.
—Dejadlo ya. —Isabelle dio un golpecito con uno de los pies enfundados en botas en las aguas poco profundas del borde del lago—. Los dos. De hecho, los tres. Si no nos mantenemos unidos en la corte seelie, estamos perdidos.
—Pero yo no he... —empezó a decir Clary.
—Tal vez no lo has hecho, pero el modo en que dejas que esos dos actúen... —Isabelle indicó a los muchachos con un desdeñoso ademán.
—¡No puedo decirles qué tienen que hacer!
—¿Por qué no? —exigió la otra muchacha—. Francamente, Clary, si no empiezas a utilizar un poco de tu superioridad femenina natural, simplemente no sé que voy a hacer contigo. —Se volvió hacia el estanque, y luego se volvió de nuevo hacia ellos—. Y por si lo olvido —añadió con severidad—, por el amor del Ángel, no comáis ni bebáis nada mientras estamos bajo tierra, ninguno de vosotros. ¿De acuerdo?
—¿Bajo tierra? —inquirió Simon con aire preocupado—. Nadie dijo nada de estar bajo tierra.
Isabelle alzó las manos exasperada y penetró en el estanque con un chapoteo. El abrigo de terciopelo verde se extendió a su alrededor como una enorme hoja de nenúfar.
—Vamos. Sólo tenemos hasta que la luna se mueva.
«La luna ¿qué?» Meneando la cabeza, Clary penetró en el estanque. El agua era poco profunda y transparente; bajo la brillante luz de las estrellas, podía ver las formas oscuras de peces diminutos que pasaban raudos ante sus tobillos. Apretó los dientes mientras penetraba más en el interior del estanque. El frío era intenso.
Detrás de ella, Jace avanzó al interior del agua con una elegancia contenida que apenas onduló la superficie. Simón, detrás de él, chapoteaba y maldecía. Isabelle, tras alcanzar el centro del estanque, se detuvo, con el agua a la altura del tórax. Alargó una mano hacia Clary.
—Detente.
Clary se detuvo. Justo frente a ella, el reflejo de la luna brillaba trémulo en el agua como un enorme plato de plata. Alguna parte de ella sabía que aquello no funcionaba así; se suponía que la luna se alejaba de ti a medida que te acercabas, siempre retrocediendo. Pero sin embargo ahí estaba, flotando justo sobre la superficie del agua como si estuviese anclada allí.
—Jace, ve tú primero —indicó Isabelle, y le llamó con una seña—. Vamos.
Jace pasó junto a Clary, oliendo a cuero húmedo y carbón de leña. La joven le vio sonreír mientras se volvía de espaldas, entonces entró en el reflejo de la luna... y desapareció.
—Vaya —exclamó Simon en tono serio—. Vaya, eso ha sido increíble.
Clary le miró un instante. El agua le llegaba sólo a la cadera, pero tiritaba y se abrazaba los codos con las manos. Le sonrió y dio un paso atrás, sintiendo una sacudida de frío aún más gélido al introducirse en el reluciente reflejo plateado. Se tambaleó por un momento, como si hubiese perdido el equilibrio en el travesaño más alto de una escalera... y a continuación cayó de espaldas hacia la oscuridad como si la luna la hubiese engullido.
Cayó sobre tierra apisonada, dio un traspié y sintió una mano sujetándola por el brazo. Era Jace.