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—Ve con cuidado —dijo él, y la soltó.

Clary estaba empapada, con riachuelos de agua helada descendiéndole por la parte posterior de la camisa y el cabello húmedo pegado a la cara. Las ropas mojadas parecían pesar una tonelada.

Estaban en un corredor de tierra excavado en el subsuelo, iluminado por musgo que resplandecía tenuemente. Una maraña de enredaderas colgantes formaba una cortina en un extremo del pasillo y largos zarcillos peludos colgaban del techo igual que serpientes muertas. Raíces de árboles, comprendió Clary. Estaban bajo tierra. Y hacía frío allí abajo, frío suficiente para hacer que su aliento surgiera en volutas de helada bruma cuando espiraba.

—¿Frío?

Jace estaba calado hasta los huesos también, los cabellos claros casi incoloros allí donde se le pegaban a las mejillas y la frente. El agua le corría por los vaqueros y la cazadora mojados, y convertía en transparente la camiseta blanca que llevaba. La muchacha pudo ver las líneas oscuras de sus Marcas permanentes y la tenue cicatriz del hombro a través de ella.

Desvió la mirada rápidamente. El agua se le adhería a las pestañas, empañando su visión igual que lágrimas.

—Estoy perfectamente.

—No tienes aspecto de estar perfectamente —repuso Jace.

Se acercó más a ella, y la joven sintió el calor que emanaba de él incluso a través de la ropa mojada de ambos, descongelando su carne helada.

Una forma oscura pasó volando a toda velocidad, justo en el campo visual del rabillo de su ojo, y chocó contra el suelo con un golpe sordo. Era Simón, también calado hasta los huesos. Rodó sobre las rodillas y miró frenéticamente a su alrededor.

—Mis gafas...

—Las tengo yo. —Clary estaba acostumbrada a recuperar las gafas de Simon durante los partidos de fútbol. Éstas siempre parecían caer justo bajo los pies del muchacho donde, inevitablemente, eran pisadas—. Aquí las tienes.

Él se las puso después de limpiar de tierra los lentes.

—Gracias.

Clary pudo sentir cómo Jace los observaba con atención: notó su mirada como un peso sobre los hombros. Se preguntó si Simon también lo sentía. Éste se puso en pie arrugando el ceño, justo cuando Isabelle caía de las alturas, aterrizando de pie con elegancia. El agua le corría por los largos cabellos sueltos y lastraba el grueso abrigo de terciopelo, pero ella apenas parecía advertirlo.

—¡Aaah, esto ha sido divertido!

—Este año por Navidad voy a regalarte un diccionario —bromeó Jace.

—¿Por qué?

—Para que puedas buscar «divertido». No estoy seguro de que sepas lo que significa.

Isabelle tiró hacia adelante la larga y pesada masa que eran sus cabellos empapados y los escurrió como si fueran una sábana.

—Me estás aguando la fiesta —dijo.

—Ya está bastante aguada, por si no lo has notado. —Jace miró alrededor—. Ahora ¿qué? ¿En qué dirección?

—En ninguna —respondió Isabelle—. Aguardamos aquí, y ellos vienen a buscarnos.

A Clary no le gustó demasiado esa idea.

—¿Cómo saben que estamos aquí? ¿Hay un timbre que tenemos que pulsar o algo?

—La corte sabe todo lo que sucede en sus tierras. Nuestra presencia no pasará desapercibida.

Simon la miró con suspicacia.

—¿Y cómo es que sabes tantas cosas sobre hadas y la corte seelie?

Isabelle, ante la sorpresa de todos, se ruborizó. Al cabo de un momento, la cortina de enredaderas se hizo a un lado y una hada varón pasó al otro lado, echándose hacia atrás los largos cabellos. Clary había visto a algunos de aquellos seres antes, en la fiesta de Magnus, y le había llamado la atención tanto su fría belleza como un cierto salvaje aire sobrenatural, que conservaban incluso cuando bailaban y bebían. Esta hada no era una excepción: los cabellos le caían en capas de un negro azulado alrededor de un rostro impasible, anguloso y hermoso; los ojos tenían el verde de las enredaderas o el musgo y lucía la forma de una hoja, bien una marca de nacimiento o un tatuaje, sobre uno de los pómulos. Vestía una coraza de un marrón plateado como la corteza de los árboles en invierno, y cuando se movía, la coraza relampagueaba con una multitud de colores: negro turba, verde musgo, gris ceniza, azul cielo.

Isabelle lanzó un grito y saltó a sus brazos.

—¡Meliorn!

—¡Ah! —exclamó Simón, en voz baja y no sin cierta burla—. Así que es por eso que lo sabe.

El hada, Meliorn, contempló a Isabelle con seriedad, luego la apartó de él y la empujó con suavidad.

—Éste no es momento para el afecto —dijo—. La reina de la corte seelie ha solicitado una audiencia con los tres nefilim que hay entre vosotros. ¿Queréis venir?

Clary posó una mano protectora sobre el hombro de Simón.

—¿Qué hay de nuestro amigo?

Meliorn se mostró impasible.

—No se permite la presencia de humanos mundanos en nuestra corte.

—Ojalá alguien hubiese mencionado eso antes —comentó Simón, sin dirigirse a nadie en concreto—. ¿Debo suponer entonces que tengo que aguardar aquí fuera hasta que las enredaderas empiecen a crecer sobre mí?

Meliorn lo consideró.

—Eso podría proporcionar una diversión considerable —dijo.

—Simon no es un mundano corriente. Se puede confiar en él —intervino Jace, sorprendiendo a todos, y sobre todo a Simón.

Clary se dio cuenta de que Simon estaba sorprendido porque se quedó mirando fijamente a Jace sin ofrecer ni un solo comentario agudo.

—Ha librado muchas batallas con nosotros —insistió Jace.

—Querrás decir una batalla —masculló Simón—. Dos si se cuenta aquella en la que yo era una rata.

—No entraremos en la corte seelie sin Simon —afirmó Clary, con la mano todavía sobre el hombro del chico—. Tu reina pidió esta audiencia con nosotros, ¿recuerdas? No fue idea nuestra venir aquí.

Hubo una pizca de regodeo en los ojos verdes de Meliorn.

—Como deseéis —repuso—. Que no se diga que la corte seelie no respeta los deseos de sus invitados.

Giró sobre los talones de sus botas y empezó a conducirlos por el pasillo sin detenerse a comprobar si le seguían. Isabelle apresuró el paso para andar junto a él, dejando que Jace, Clary y Simon los siguieran en silencio.

—¿Se os permite salir con hadas? —preguntó finalmente Clary a Jace—. ¿Le importaría a vuestros... les importaría a los Lightwood que Isabelle y como se llame...?

—Meliorn —terció Simón.

—¿... Meliorn salieran?

—No estoy seguro de que salgan —contestó Jace, remarcando la última palabra con una ironía nada sutil—. Me imagino que principalmente se quedan dentro. O en este caso, debajo.

—Da la impresión de que lo desapruebas. —Simon apartó la raíz de un árbol.

Habían pasado de un pasillo de paredes de tierra a uno revestido de piedras lisas con únicamente alguna que otra raíz colándose entre las piedras desde lo alto. El suelo era de alguna clase de material duro pulido, no mármol sino piedra veteada y salpicada de líneas de copos de material reluciente que parecía piedras preciosas pulverizadas.

—No lo desapruebo exactamente —respondió Jace en voz baja—. Las hadas son conocidas por coquetear ocasionalmente con mortales, pero siempre acaban por abandonarlos, por lo general no en muy buen estado.

Las palabras provocaron un escalofrío en la espalda de Clary. En aquel momento Isabelle rió, y Clary pudo ver entonces por qué Jace había bajado la voz, ya que las paredes de piedra les devolvieron la voz de Isabelle amplificada y resonante, rebotando en las paredes.

—¡Eres tan divertido!

La joven dio un traspié cuando el tacón de la bota se le metió entre dos piedras, y Meliorn la sujetó y estabilizó sin cambiar de expresión.

—No entiendo cómo vosotros, humanos, podéis andar con zapatos tan altos.

—Es mi divisa —repuso Isabelle con una sonrisa seductora—. Nada de menos de quince centímetros.

Meliorn la contempló impávido.

—Estoy hablando de mis tacones —dijo ella—. Es un chiste. Ya sabes. Un juego de...