—Vamos —dijo el caballero hada—. La reina empezará a impacientarse. —Siguió corredor adelante sin dedicar a Isabelle otra mirada.
—Me había olvidado —masculló la joven mientras el resto la alcanzaba—. Las hadas carecen de sentido del humor.
—Bueno, yo no diría eso —bromeó Jace—. Hay un club nocturno de duendecillos en el centro, llamado Alas Picantes. Tampoco —añadió— es que yo haya estado allí jamás.
Simon miró a Jace, abrió la boca como si tuviese intención de hacerle una pregunta, pero pareció pensárselo mejor. Cerró la boca de golpe justo cuando el corredor fue a dar a una amplia sala con suelo de tierra y paredes cubiertas de altos pilares de piedra entrecruzados por completo de enredaderas y flores de intensos colores. Entre los pilares colgaban finas telas, teñidas de un azul tenue que tenía casi el tono exacto del cielo. La habitación estaba llena de luz, aunque Clary no pudo ver ninguna antorcha, y el efecto general era el de un pabellón de verano bajo una brillante luz solar en lugar de una sala subterránea de tierra y piedra.
La primera impresión de Clary fue que se encontraba al aire libre; la segunda, que la sala estaba llena de gente. Sonaba una extraña música suave, afeada por notas agridulces, una especie de equivalente auditivo de miel mezclada con zumo de limón, y había un círculo de hadas bailando al son de la música, con los pies apenas rozando el suelo. Sus cabellos —azules, negros, castaños y escarlatas, dorados metálico y blancos hielo— ondeaban como estandartes.
Pudo ver por qué les llamaban también los seres bellos, pues realmente eran muy bellos con sus preciosos rostros pálidos, las alas color lila, dorado y azul; ¿cómo podía haber creído a Jace cuando había dicho que su intención era hacerles daño? La música, que al principio la había enervado, sonaba sólo melodiosa, y Clary sintió el impulso de agitar los cabellos y mover los pies al compás de la danza. La música le decía que si lo hacía, también ella sería tan ligera que sus pies apenas tocarían el suelo. Dio un paso al frente...
Y una mano le agarró por el brazo y tiró violentamente de ella hacia atrás. Jace la miraba iracundo, con los ojos dorados brillantes como los de un gato.
—Si bailas con ellos —dijo en una voz queda—, bailarás hasta morir.
Clary le miró pestañeando. Se sentía como si la hubiesen arrancado de un sueño, atontada y despierta a medias. Arrastró la voz al hablar.
—¿Queeé?
Jace emitió un ruido impaciente. Sostenía su estela en la mano; ella no le había visto sacarla. El muchacho le agarró la muñeca y grabó una veloz Marca punzante sobre la piel de la parte interior del brazo.
—Ahora mira.
Ella volvió a mirar... y se quedó helada. Los rostros que le habían parecido tan bellos seguían siendo bellos, sin embargo bajo ellos acechaba algo vulpino, casi salvaje. La muchacha de las alas rosas y azules la llamó con una seña, y Clary vio que sus dedos eran ramitas cubiertas de hojas cerradas. Tenía los ojos totalmente negros, sin iris ni pupila. El muchacho que bailaba junto a ella tenía la piel color verde veneno y unos cuernos enroscados le nacían en las sienes. Mientras bailaba, el abrigo que llevaba se abrió, y Clary vio que su pecho era una caja torácica vacía. Había cintas entrelazadas por los huesos pelados de las costillas, posiblemente para darle un aspecto más festivo. A Clary le dio un vuelco el estómago.
—Vamos.
Jace la empujó, y ella avanzó dando un traspié. Cuando recuperó el equilibrio, pasó ansiosamente la mirada alrededor en busca de Simón. Éste iba por delante de ellos, y vio que Isabelle lo llevaba bien sujeto. En esta ocasión, no le importó. Dudó de que Simon hubiese conseguido atravesar esa sala por sí solo.
Bordeando el círculo de bailarines, se encaminaron al extremo opuesto de la estancia y cruzaron una cortina doble de seda azul. Fue un alivio estar fuera de la sala y en otro pasillo, éste tallado en un lustroso material marrón como el exterior de una avellana. Isabelle soltó a Simón, y éste se detuvo inmediatamente; cuando Clary lo alcanzó, vio que Isabelle le había atado su pañuelo sobre los ojos. El muchacho manoseaba nerviosamente el nudo cuando Clary llegó junto a él.
—Déjame a mí —dijo, y él se quedó quieto mientras ella lo desataba y devolvía el pañuelo a Isabelle, dándole las gracias con un movimiento de cabeza.
Simon se echó los cabellos atrás; estaban húmedos allí donde el pañuelo los había aplastado.
—Eso sí era música —comentó él—. Un poco de country, un poco de rock and roll.
Meliorn, que se había detenido para esperarles, les miró con el cejo fruncido.
—¿No os ha gustado?
—Me ha gustado un poco demasiado —contestó Clary—. ¿Qué se suponía que era eso, alguna clase de prueba? ¿O una broma?
Él se encogió de hombros.
—Estoy acostumbrado a mortales que se dejan influenciar fácilmente por nuestros hechizos de hadas; no tanto los nefilim. Pensé que llevabas protecciones.
—Las lleva —indicó Jace, trabando la mirada verde jade de Meliorn con la suya.
Meliorn se limitó a encogerse de hombros otra vez y empezó a andar de nuevo. Simon se mantuvo a la altura de Clary durante unos pocos instantes sin hablar.
—Así pues, ¿qué me he perdido? —preguntó luego—. ¿Chicas bailando desnudas?
Clary pensó en las costillas al descubierto del hada varón y se estremeció.
—Nada tan agradable.
—Existen modos de que un humano tome parte en los festejos de las hadas —intervino Isabelle, que les había estado escuchando disimuladamente—. Si ellas te dan un distintivo, como una hoja o una flor, para que lo lleves, y lo conservas toda la noche, estarás perfectamente por la mañana. O si vas con un hada como compañera...
Dirigió una veloz mirada a Meliorn, pero éste había llegado a una frondosa mampara colocada en la pared y se detuvo allí.
—Éstos son los aposentos de la reina —informó—. Ha venido desde su corte en el norte para ocuparse de la muerte de la pequeña. Si tiene que haber guerra, quiere ser ella quien la declare.
De cerca, Clary pudo ver que la mampara estaba hecha de enredaderas tupidamente entretejidas, con gotitas de ámbar ensartadas. Meliorn apartó las enredaderas y los hizo pasar a la estancia situada al otro lado.
Jace cruzó el primero, agachando la cabeza para pasar. Le siguió Clary, que se irguió al llegar al otro lado, mirando alrededor con curiosidad.
La habitación era sencilla, con las paredes terrosas adornadas con tela clara. Fuegos fatuos resplandecían en jarras de cristal. Una mujer bellísima estaba recostada en un sofá bajo, rodeada por lo que debían de ser sus cortesanos: una variopinta variedad de hadas, desde duendecillos diminutos hasta lo que parecían espléndidas muchachas humanas de largos cabellos... si se pasaba por alto sus ojos negros sin pupilas.
—Mi reina —dijo Meliorn, haciendo una profunda reverencia—, os he traído a los nefilim.
La reina se incorporó. Tenía una larga melena escarlata que parecía flotar como hojas otoñales en una brisa. Los ojos eran de un azul transparente como el cristal, y la mirada afilada como una cuchilla.
—Tres de estos son nefilim —afirmó ella—. El otro es un mundano.
Meliorn pareció echarse hacia atrás, pero la reina ni siquiera le miró; su mirada estaba puesta en los cazadores de sombras. Clary sentía su peso, como si la tocara. No obstante su hermosura, no había nada de frágil en la reina. Era tan luminosa y difícil de contemplar como una estrella ardiente.
—Nuestras disculpas, mi señora.
Jace se adelantó, colocándose entre la reina y sus compañeros. Su voz había cambiado de tono; había algo en el modo en que hablaba ahora, algo cuidadoso y delicado.
—El mundano es nuestra responsabilidad. Le debemos protección. Por lo tanto lo mantenemos con nosotros.
La reina ladeó la cabeza, como un pájaro interesado. En esos momentos tenía toda la atención puesta en Jace.