—Max es como un gato. Puede dormir en cualquier parte.
Jace alargó la mano, le retiró las gafas del rostro y las depositó sobre una mesita baja de marquetería situada a poca distancia. Había una expresión en el rostro que Clary no había visto nunca antes; una feroz ternura protectora, que la sorprendió.
—Vamos, deja sus cosas tranquilas... sólo conseguirás embarrarlas —le riñó Isabelle enojada, mientras se desabotonaba el abrigo mojado.
El vestido se le había pegado al largo torso, y el agua oscurecía el grueso cinturón de cuero que le rodeaba la cintura. El brillo del látigo enrollado era visible justo allí donde el mango sobresalía del borde del cinturón. La muchacha tenía una expresión molesta.
—Noto que me voy a resfriar —anunció—. Voy a darme una ducha caliente.
Jace la contempló desaparecer por el pasillo con una especie de reacia admiración.
—En ocasiones me recuerda al poema. «Isabelle, Isabelle, no se inquietó. Isabelle no chilló ni correteó...»
—¿Nunca tienes ganas de chillar? —le preguntó Clary.
—A veces. —Jace se quitó la chaqueta mojada y la dejó en el colgador junto al abrigo de Isabelle—. Tiene razón sobre lo de la ducha caliente. Desde luego me iría muy bien.
—Yo no tengo nada para cambiarme —dijo Clary, deseando repentinamente tener unos instantes para sí misma; sus dedos ansiaban marcar el número de Simon en el móvil, averiguar si estaba bien—. Os esperaré aquí.
—No seas idiota. Te prestaré una camiseta.
Los vaqueros del muchacho estaban empapados y le colgaban bajos sobre los huesos de las caderas, mostrando una franja de pálida piel tatuada entre el tejido vaquero y el borde de la camiseta.
Clary desvió la mirada.
—No creo...
—Vamos. —El tono de Jace era firme—. De todos modos hay algo que quiero mostrarte.
Disimuladamente, Clary comprobó la pantalla de su teléfono mientras seguía a Jace por el pasillo hasta su habitación. Simon no había intentado llamar. Le pareció como si cristalizara hielo dentro de su pecho. Hasta hacía dos semanas, Simon y ella llevaban años sin pelearse. Ahora, él parecía estar furioso con ella todo el tiempo.
La habitación de Jace estaba exactamente como Clary la recordaba: limpia como una patena y vacía como la celda de un monje. No había nada en la habitación que contara nada sobre Jace: no había pósters en las paredes, no había libros amontonados en la mesilla de noche. Incluso el edredón sobre la cama era totalmente blanco.
El muchacho fue a la cómoda y sacó una camiseta azul de manga larga de un cajón. Se la tiró a Clary.
—Ésa se encogió al lavarla —explicó—. Probablemente te vendrá grande de todos modos, pero... —Se encogió de hombros—. Voy a darme una ducha. Chilla si necesitas algo.
Ella asintió, sosteniendo la camiseta sobre el pecho como si fuera un escudo. Él pareció estar a punto de decir algo más, pero se lo pensó mejor; con otro encogimiento de hombros, desapareció en el cuarto de baño, cerrando la puerta con firmeza tras él.
Clary se dejó caer sobre la mesa, con la camiseta sobre el regazo, y sacó el teléfono del bolsillo. Marcó el número de Simón. Tras cuatro timbrazos, saltó el buzón de voz. «Hola, estás hablando con Simón. O bien estoy lejos del teléfono o te estoy evitando. Déjame un mensaje y...»
—¿Qué haces?
Jace estaba en la puerta del cuarto de baño. El agua corría sonoramente detrás de él en la ducha y el cuarto estaba medio lleno de vapor. El muchacho no llevaba camiseta e iba descalzo; los vaqueros mojados descansaban bajos sobre las caderas, mostrando las profundas hendiduras sobre los huesos, como si alguien hubiese presionado los dedos sobre la piel allí.
Clary cerró el teléfono de golpe y lo dejó caer sobre la cama.
—Nada. Mirando la hora.
—Hay un reloj junto a la cama —indicó Jace—. Llamabas al mundano, ¿verdad?
—Se llama Simón. —Clary hizo una bola con la camiseta de Jace—. Y no tienes por qué portarte como un cabrón con él todo el tiempo. Os ha echado una mano más de un vez.
Los ojos de Jace estaban entornados, pensativos. El cuarto de baño se llenaba rápidamente de vapor, haciendo que se le rizaran más los cabellos.
—Y ahora te sientes culpable porque ha salido huyendo —afirmó Jace—. Yo no me molestaría en llamarle. Estoy seguro de que te está evitando.
Clary no intentó disimular la cólera de su voz.
—¿Y tú lo sabes porque como sois tan íntimos...?
—Lo sé porque vi la expresión de su rostro antes de que se largara —respondió Jace—. Tú no. No le estabas mirando. Pero yo sí.
Clary se apartó los cabellos, todavía empapados, de los ojos. La ropa le escocía allí donde se le pegaba a la piel, y sospechaba que olía igual que el fondo de un estanque. Pero no podía dejar de ver el rostro de Simon cuando la había mirado en la corte seelie... como si la odiase.
—Es culpa tuya —exclamó de improviso, mientras la ira se le acumulaba en el corazón—. No deberías haberme besado de ese modo.
Él había estado apoyado contra el marco de la puerta, pero rápidamente se irguió muy tieso.
—¿Cómo debería haberte besado? ¿Te gusta de otra manera?
—No. —Las manos le temblaban sobre el regazo. Las tenía frías y blancas, arrugadas por el agua. Entrelazó los dedos para detener el temblor—. Simplemente no quiero que me beses.
—A mí no me pareció que tuviésemos mucho donde elegir.
—¡Eso es lo que no comprendo! —estalló Clary—. ¿Por qué te hizo besarme? La reina, quiero decir. ¿Por qué obligarnos a hacer... eso? ¿Qué placer puede haber sacado?
—Ya oíste lo que dijo la reina. Pensó que me estaba haciendo un favor.
—Eso no es cierto.
—Sí lo es. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Los seres mágicos no mienten.
Clary pensó en lo que Jace había dicho en casa de Magnus. «Descubrirán qué es lo que más deseas en el mundo y te lo darán... con una sorpresa inesperada oculta que hará que lamentes haberlo deseado.»
—Pues entonces se equivocaba.
—No se equivocaba. —El tono de Jace era amargo—. Vio cómo yo te miraba, y tú a mí, y Simon a ti, y nos pulsó como los instrumentos que somos para ella.
—Yo no te miro —susurró Clary.
—¿Qué?
—He dicho que yo no te miro. —Separó las manos, que había tenido entrelazadas sobre el regazo; había marcas rojas donde los dedos se habían sujetado unos a otros—. Al menos intento no hacerlo.
Los ojos del muchacho estaban entrecerrados, con apenas un destello dorado dejándose ver a través de las pestañas, y Clary recordó la primera vez que lo había visto y cómo le había recordado a un león, dorado y mortífero.
—¿Por qué?
—¿Por qué crees? —Las palabras fueron apenas un susurro.
—Entonces, ¿por qué? —La voz del muchacho temblaba—. ¿Por qué todo esto con Simón, por qué sigues apartándome, no me dejas estar cerca de ti...?
—Porque es imposible —contestó ella, y la última palabra surgió como una especie de gemido, a pesar de sus esfuerzos por mantener el control—. ¡Lo sabes tan bien como yo!
—Porque eres mi hermana —repuso Jace.
Ella asintió sin hablar.
—Posiblemente —siguió Jace—. ¿Y por eso has decidido que tu viejo amigo Simon resulta una buena distracción?
—No es eso —respondió ella—. Quiero a Simón.
—Como quieres a Luke —replicó Jace—. Y de la misma forma que quieres a tu madre.
—No. —La voz de la muchacha era tan fría y afilada como un carámbano—. No me digas lo que siento.
Un pequeño músculo dio un tirón en la comisura de la boca de Jace.
—No te creo.
Clary se puso en pie. No podía mirarle a los ojos, así que fijó la mirada en la delgada cicatriz en forma de estrella del hombro derecho del muchacho, un recuerdo de alguna vieja herida. «Esta vida de cicatrices y matanzas —había dicho Hodge en una ocasión—. No formas parte de ella.»