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—No sabía que lo hubieses guardado —dijo ella—. Un pedazo de Portal.

—Es por lo que quería venir aquí —repuso él—. Para coger esto. —Nostalgia y aversión se le mezclaban en la voz—. No dejo de pensar que tal vez vea a mi padre en un reflejo. Que averiguaré qué trama.

—Pero él no está ahí, ¿verdad? Pensaba que estaba en alguna parte aquí. En la ciudad.

Jace negó con la cabeza.

—Magnus le ha estado buscando y no lo cree.

—¿Magnus le ha estado buscando? No lo sabía. Cómo...

—Si Magnus llegó a ser Gran Brujo es por algo. Su poder se extiende por toda la ciudad y más allá. Puede percibir lo que hay allí fuera, hasta cierto punto.

Clary lanzó un resoplido.

—¿Puede percibir alteraciones en la Fuerza?

Jace la miró con cara de pocos amigos.

—No bromeo. Después de que mataran a aquel brujo en TriBeCa empezó a tomar cartas en el asunto. Cuando fui a alojarme con él me pidió algo de mi padre para facilitarle el rastreo. Le di el anillo de los Morgenstern. Dijo que me avisaría si percibía a Valentine en algún lugar de la ciudad, pero hasta el momento no lo ha hecho.

—Quizá lo que quería era tu anillo —aventuró Clary—. Lo cierto es que lleva una barbaridad de joyas.

—Por mí puede quedárselo. —La mano de Jace se cerró con más fuerza alrededor del trozo de espejo que sujetaba; Clary advirtió con alarma cómo le salía la sangre alrededor de los irregulares bordes desde los puntos donde se le clavaban en la carne—. No tiene ningún valor para mí.

—¡Eh! —exclamó ella, y se inclinó para quitarle el cristal de la mano—. Tranquilo.

Clary metió el pedazo de Portal dentro del bolsillo de la chaqueta de Jace, que estaba colgada en la pared. Los bordes del cristal estaban manchados de sangre, y las palmas de Jace surcadas de líneas rojas.

—Quizá deberíamos devolverte a Magnus —indicó ella con tanta suavidad como pudo—. Alec lleva allí mucho tiempo, y...

—En cierto modo, dudo que le importe —repuso Jace, pero se puso en pie obedientemente y cogió su estela, que estaba apoyada en la pared; mientras dibujaba una runa curativa en el dorso de la ensangrentada mano derecha, siguió—: Hay algo que quería preguntarte.

—¿Y qué es?

—Cuando me sacaste de la celda en la Ciudad Silenciosa, ¿cómo lo hiciste? ¿Cómo abriste la puerta?

—Ah. Sólo usé una runa de apertura corriente, y...

La interrumpió el estridente sonido de un timbre, y se llevó la mano al bolsillo antes de darse cuenta de que el ruido que había oído era mucho más fuerte y agudo que cualquier sonido que su teléfono pudiera emitir. Miró a su alrededor desconcertada.

—Ése es el timbre del Instituto —dijo Jace, agarrando su chaqueta—. Vamos.

Estaban a mitad de camino del vestíbulo cuando Isabelle salió precipitadamente por la puerta de su propio dormitorio, vestida con un albornoz de algodón, un antifaz de dormir de seda rosa en la frente y una expresión un tanto aturdida.

—¡Son las tres de la mañana! —les dijo, en un tono que sugería que aquello era todo culpa de Jace, o posiblemente de Clary—. ¿Quién está llamando al timbre a las tres de la mañana?

—Tal vez sea la Inquisidora —respondió Clary, sintiéndose repentinamente helada.

—Ella podría entrar por sí misma —repuso Jace—. Cualquier cazador de sombras podría. El Instituto está cerrado solamente a mundanos y a subterráneos.

Clary sintió que se le contraía el corazón.

—¡Simón! —dijo—. ¡Tiene que ser él!

—Ah, por el amor de Dios —bostezó Isabelle—, ¿realmente nos está despertando a esta hora infame sólo para probar su amor por ti o algo así? ¿No podría haber telefoneado? Los hombres mundanos son bastante imbéciles.

Habían llegado al vestíbulo, que estaba vacío; Max debía de haberse ido a la cama. Isabelle cruzó majestuosa la estancia y movió la clavija de un interruptor situado en la pared opuesta. Desde algún lugar en el interior de la catedral llegó un lejano golpetazo retumbante.

—Ya está —anunció la muchacha—. El ascensor viene de camino.

—Esperaba que tuviera la dignidad y presencia de ánimo para limitarse a emborracharse y perder el conocimiento en alguna alcantarilla —comentó Jace—. Debo decir que me siento decepcionado por el jovencito.

Clary apenas le oyó. Una creciente sensación de temor hacía que la sangre le corriera lenta y espesa. Recordó su sueño: los ángeles, el hielo, Simon con alas que sangraban. Se estremeció.

Isabelle la miró comprensiva.

—Hace frío aquí dentro —comentó, y cogió lo que parecía un abrigo de terciopelo azul de uno de los percheros—. Toma —dijo—; ponte esto.

Clary se puso el abrigo y se arrebujó bien en él. Era demasiado largo, pero le daba calor. También tenía una capucha, forrada de raso. Clary la echó atrás para poder ver cómo se abrían las puertas del ascensor.

Se abrieron a una caja vacía cuyos lados de espejo reflejaron su propio rostro, pálido y sobresaltado. Sin detenerse a pensar, penetró en el interior.

Isabelle la miró confusa.

—¿Qué haces?

—Simon está ahí abajo —dijo Clary—. Lo sé.

—Pero...

De repente, Jace estaba junto a Clary, manteniendo las puertas abiertas para Isabelle.

—Vamos, Izzy —dijo.

Con un gesto teatral, ella les siguió.

Clary intentó atraer la mirada del muchacho mientras los tres descendían en silencio —Isabelle se recogía en alto el último largo bucle de cabello—, pero Jace se negó a mirarla. Se miraba a sí mismo de refilón en el espejo del ascensor, silbando suavemente por lo bajo como hacía siempre que estaba nervioso. La muchacha recordó el leve temblor de sus manos cuando la había sujetado en la corte seelie. Pensó en la expresión del rostro de Simón... y luego en éste casi corriendo para escapar de ella, desvaneciéndose entre las sombras del borde del parque. Sentía un nudo de temor en el pecho y no sabía el motivo.

Las puertas del ascensor se abrieron a la nave de la catedral, poblada con la luz danzarina de velas. Clary paso por delante de Jace en su prisa por salir del ascensor y prácticamente corrió por el estrecho pasillo que había entre los bancos. Dio un traspié con el borde del abrigo, que arrastraba por el suelo, y lo arremangó impacientemente en la mano antes de lanzarse hacia las amplias puertas dobles que, por dentro, estaban atrancadas con pestillos de bronce del tamaño de los brazos de Clary. Mientras alargaba las manos hacia el pestillo más alto, el timbre volvió a resonar en el templo. Oyó que Isabelle susurraba algo a Jace, y entonces Clary se encontró tirando del pestillo, arrastrándolo hacia atrás, y notó la mano de Jace sobre la suya, ayudándola a abrir las pesadas puertas.

El aire nocturno entró a raudales, haciendo que las velas ardieran con luz mortecina en sus soportes. El aire olía a ciudad: a sal y a gases, a cemento que se enfriaba y a basura, y por debajo de aquellos olores familiares, el olor a cobre, como el olor penetrante de un centavo nuevo.

En un principio, Clary pensó que la escalinata estaba vacía. Luego pestañeó y vio a Raphael allí de pie, con la cabeza de negros rizos alborotada por la brisa nocturna, la camisa blanca abierta a la altura del cuello para mostrar la cicatriz en el hueco del cuello. En los brazos sostenía un cuerpo. Eso fue todo lo que Clary vio mientras le miraba fijamente con perplejidad: un cuerpo. Alguien muerto, brazos y piernas oscilando como cuerdas flácidas, la cabeza echada hacia atrás para mostrar el cuello destrozado. Notó que la mano de Jace se cerraba alrededor de su brazo como unas tenazas, y sólo entonces miró con más atención y vio la familiar americana de pana con la manga rasgada, la camiseta azul manchada y salpicada de sangre, y chilló.

El grito no emitió ningún sonido. Clary sintió que las rodillas se le doblaban y habría caído al suelo si Jace no la hubiese estado sosteniendo.

—No mires —le dijo él al oído—. Por el amor de Dios, no mires.

Pero ella no podía evitar mirar la sangre que apelmazaba los cabellos castaños de Simón, la garganta desgarrada, los cortes profundos a lo largo de las muñecas. Puntos negros salpicaron su visión mientras luchaba por respirar.