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Fue Isabelle quien agarró uno de los candelabros vacíos situados junto a la puerta y apuntó con él a Raphael como si se tratara de una enorme lanza de tres puntas.

—¿Qué le has hecho a Simón?

En ese instante, su voz clara y autoritaria sonó exactamente igual a su madre.

—Aún no ha muerto —dijo Raphael, en una voz monótona e impasible, y depositó a Simon en el suelo casi a los pies de Clary, con sorprendente delicadeza.

La muchacha había olvidado lo fuerte que debía de ser, pues poseía la fuerza inhumana de un vampiro, a pesar de su delgadez.

A la luz de las velas, que se derramaba a través de la entrada, Clary pudo ver que la camiseta de Simon tenía la parte delantera empapada de sangre.

—Has dicho que... —empezó.

—No está muerto —repitió Jace, sujetándola con más fuerza—. No está muerto.

Ella se desasió de él con un violento tirón y se arrodilló sobre el cemento. No sintió ninguna repugnancia al tocar la piel ensangrentada de Simon mientras deslizaba las manos bajo su cabeza, alzándolo sobre su regazo. Sintió únicamente el aterrado horror infantil que recordaba de cuando tenía cinco años y había roto la inapreciable lámpara Liberty de su madre. «Nada —dijo una voz en lo más recóndito de su mente— volverá a colocar esos pedazos en su sitio.»

—Simon —musitó, tocándole el rostro; las gafas habían desaparecido—. Simón, soy yo.

—No puede oírte —dijo Raphael—. Se está muriendo.

La cabeza de Clary se alzó de golpe.

—Pero has dicho...

—He dicho que no está muerto aún —respondió él—. Pero en unos pocos minutos, diez quizá, su corazón empezará a ir más despacio y se detendrá. Ya ha alcanzado un punto en el que ni ve ni oye nada.

Involuntariamente, los brazos de la muchacha se cerraron con más fuerza alrededor de Simón.

—Tenemos que llevarle a un hospital... o llamar a Magnus.

—No pueden hacer nada por él —dijo Raphael—. No lo entendéis.

—No —intervino Jace, la voz suave como seda guarnecida de puntas afiladas como agujas—. No te entendemos. Y tal vez deberías explicarte. Porque de lo contrario voy a pensar que eres un delincuente chupasangre, y te arrancaré el corazón. Como debería haber hecho la última vez que nos encontramos.

Raphael le sonrió sin humor.

—Juraste no hacerme daño, cazador de sombras. ¿Lo has olvidado?

—Yo no lo hice —replicó Isabelle, blandiendo el candelabro.

Raphael hizo caso omiso de ella. Seguía mirando a Jace.

—Recordé esa noche en que entrasteis en el Dumort buscando a vuestro amigo. Es por eso que lo traje aquí... —indicó a Simon con un ademán— cuando le encontré en el hotel, en lugar de dejar que los otros se le bebieran toda la sangre hasta matarlo. Verás, se metió dentro, sin permiso, y por lo tanto era una presa legítima para nosotros. Pero le mantuve con vida porque sabía que era de los vuestros. No deseo una guerra con los nefilim.

—¿Entró por la fuerza? —inquirió Clary con incredulidad—. Simon jamás habría hecho algo tan estúpido e insensato.

—Pero lo hizo —afirmó Raphael, con un levísimo asomo de sonrisa—, porque temía estar convirtiéndose en uno de nosotros, y quería saber si el proceso se podía invertir. Recordaréis que cuando tuvo la forma de una rata, y vosotros vinisteis a buscarle, me mordió.

—Fue una gran muestra de iniciativa por su parte —repuso Jace—. Lo aprobé.

—Es posible —continuó Raphael—. En cualquier caso, entró un poco de mi sangre en su boca cuando lo hizo. Ya sabes que es el modo en que nos pasamos nuestros poderes unos a otros. A través de la sangre.

A través de la sangre. Clary recordó a Simon apartándose violentamente de la película de vampiros que daban por televisión, haciendo una mueca ante la luz del sol en McCarren Park.

—Pensaba que se estaba convirtiendo en uno de vosotros —repitió Jace—. Fue al hotel para averiguar si era verdad.

—Sí —confirmó Raphael—. La lástima es que los efectos de mi sangre probablemente se habrían desvanecido con el tiempo si él no hubiese hecho nada. Pero ahora... —Indicó el cuerpo inerte de Simon con un ademán lleno de expresividad.

—¿Ahora qué? —preguntó Isabelle, con un duro deje en la voz—. ¿Ahora morirá?

—Y volverá a alzarse. Ahora será un vampiro.

El candelabro se inclinó al frente mientras los ojos de Isabelle se abrían de par en par por la impresión.

—¿Qué?

Jace atrapó la improvisada arma antes de que golpeara el suelo. Cuando se volvió hacia Raphael, sus ojos eran sombríos.

—Mientes.

—Aguarda y lo verás —respondió éste—. Morirá y volverá a alzarse como uno de los Hijos de la Noche. Eso es también por lo que he venido. Simon es uno de los míos ahora.

No había nada en la voz del vampiro, ni pesar ni satisfacción, pero Clary no pudo evitar preguntarse qué oculto regocijo podría sentir Raphael al haber tenido la suerte, de un modo tan oportuno, de tropezar con una baza de negociación tan efectiva.

—¿No puede hacer nada? ¿Ningún modo de invertir el proceso? —exigió saber Isabelle, con el pánico tiñéndole la voz.

Clary pensó vagamente que era extraño que aquellos dos, Jace e Isabelle, que no querían a Simon como ella lo hacía, fuesen quienes llevaran la voz cantante. Pero tal vez hablaban por ella precisamente porque ella era incapaz de decir una palabra.

—Le podríais cortar la cabeza y quemar su corazón en una hoguera, pero dudo que hagáis eso.

—¡No! —Los brazos de Clary se apretaron más alrededor de Simón—. No te atrevas a hacerle daño.

—Yo no tengo ninguna necesidad —repuso Raphael.

—No hablaba contigo. —Clary no alzó la mirada—. Ni siquiera lo pienses, Jace. Ni pensarlo.

Se hizo el silencio. Clary pudo oír la preocupada inhalación de Isabelle, y Raphael, por supuesto, no respiraba en absoluto. Jace vaciló un momento antes de decir:

—Clary, ¿qué querría Simón? ¿Es esto lo que querría para sí mismo?

La muchacha alzó violentamente la cabeza. Jace tenía los ojos bajados hacia ella, con el candelabro de metal de tres brazos todavía en la mano, y de repente una imagen le pasó rauda por la cabeza: Jace sujetando a Simon contra el suelo y hundiéndole el extremo afilado del candelabro en el pecho, haciendo que la sangre brotara hacia lo alto como un surtidor.

—¡Apártate de nosotros! —chilló de improviso, tan alto que vio a las distantes figuras que caminaban por la avenida frente a la catedral volverse y mirar a su espalda, como si las hubiese sobresaltado el ruido.

Jace palideció hasta la raíz de los cabellos, palideció hasta tal punto que sus ojos desorbitados parecieron discos de oro, inhumanos y sobrenaturalmente fuera de lugar.

—Clary, no pensarás... —comenzó.

Simon jadeó de improviso, arqueándose hacia arriba en los brazos de Clary. Ésta volvió a chillar y le sujetó, tirando de él hacia ella. El muchacho tenía los ojos muy abiertos, ciegos y aterrados. Alzó las manos. Ella no estuvo segura de si él intentaba tocarle el rostro o arañarla, no sabiendo quién era.

—Soy yo —dijo ella, bajándole la mano con suavidad hacia el pecho y enlazando los dedos de ambos—. Simón, soy yo. Soy Clary. —Sus manos resbalaron sobre las de él; bajó la vista y vio que estaban empapadas con la sangre de la camiseta del muchacho y con las lágrimas que habían resbalado de su rostro sin que ella lo advirtiera—. Simón, te quiero —dijo.

Las manos de Simon se apretaron sobre las suyas. El muchacho soltó aire —un sonido áspero y taladrante— y luego ya no volvió a respirar.

«Te quiero. Te quiero. Te quiero.» Sus últimas palabras a Simon parecieron resonar en los oídos de Clary mientras él yacía inerte en sus brazos. De improviso, Isabelle estaba junto a ella, diciéndole algo al oído, pero Clary no podía oírla. El sonido de agua que corría, como un maremoto acercándose, le llenaba los oídos. Observó mientras Isabelle intentaba con suavidad desengancharle las manos de las de Simón, y no podía. Clary se sorprendió. No tenía la sensación de estar aferrándose a él con tanta fuerza.