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—No importa cuántas veces lo digas. Seguirá siendo cierto.

—Tampoco importa lo que no me permites decir, eso seguirá siendo cierto también.

—¡Jace!

Se oyó otra voz, llamándole por su nombre. Era Alec, un tanto jadeante por haber corrido. Llevaba una bolsa de plástico negro en una mano. Detrás de él marchaba Magnus, muy digno, imposiblemente alto, delgado y con la mirada colérica, vestido con un largo abrigo de cuero que aleteaba al viento como el ala de un murciélago. Alec fue a detenerse frente a Jace y le tendió la bolsa.

—He traído sangre —dijo—. Como me has pedido.

Jace abrió la parte superior de la bolsa, miró dentro y arrugó la nariz.

—¿Debería preguntarte dónde la conseguiste?

—De una carnicería en Greenpoint —contestó Magnus, reuniéndose con ellos—. Desangran a los animales para que la carne cumpla con la ley musulmana. Es sangre de animal.

—La sangre es sangre —declaró Jace, y se levantó; entonces miró a Clary y vaciló—. Cuando Raphael dijo que esto no sería agradable, no mentía. Puedes quedarte aquí. Enviaré a Isabelle para que espere contigo.

Ella echó la cabeza hacia atrás para mirarle, y la luz de la luna proyectó la sombra de las ramas sobre su rostro.

—¿Has visto alguna vez alzarse a un vampiro?

—No, pero...

—Entonces tampoco lo sabes, ¿verdad?

Clary se puso en pie, y el abrigo azul de Isabelle descendió a su alrededor en susurrantes pliegues.

—Quiero estar allí. Tengo que estar allí —dijo. Sólo podía verle parte del rostro bajo las sombras, pero se dijo que el muchacho parecía casi... impresionado.

—Sé que no puedo impedírtelo —claudicó él—. Vayamos.

Raphael estaba apisonando un gran rectángulo de tierra cuando ellos regresaron al claro, Jace y Clary un poco por delante de Magnus y Alec, que parecían estar discutiendo sobre algo. El cuerpo de Simon había desaparecido. Isabelle estaba sentada en el suelo, con el látigo enroscado a los tobillos en un círculo dorado. Tiritaba.

—¡Por Dios, qué frío hace! —exclamó Clary, envolviéndose mejor en el grueso abrigo de Isabelle.

El terciopelo era cálido, al menos. Intentó no pensar en que estaba manchado con la sangre de Simón.

—Es como si hubiese llegado el invierno de la noche a la mañana.

—Alégrate de que aún no sea invierno —dijo Raphael, depositando la pala apoyada contra el tronco de un árbol próximo—. El suelo se congela como hierro en invierno. En ocasiones es imposible cavar, y el polluelo debe aguardar meses, muriéndose de hambre bajo tierra, antes de poder nacer.

—¿Es así como les llamáis? ¿Polluelos? —preguntó Clary.

La palabra parecía equivocada, demasiado afable de algún modo. Le hizo pensar en patitos.

—Sí —contestó Raphael—, significa los que aún no son o los recién nacidos.

Entonces vio a Magnus, y por una fracción de segundo pareció sorprendido antes de borrar la expresión cuidadosamente de sus facciones.

—Gran Brujo —saludó—, no esperaba verte aquí.

—Tenía curiosidad —repuso Magnus, y sus ojos felinos centellearon—. Jamás he visto alzarse a uno de los Hijos de la Noche.

Raphael echó una mirada veloz a Jace, que estaba apoyado contra el tronco de un árbol.

—Andas en compañía de gente sorprendentemente ilustre, cazador de sombras.

—¿Vuelves a hablar de ti? —bromeó Jace, y alisó la tierra removida con la punta de una bota—. Eso parece jactancioso.

—A lo mejor se refería a mí —soltó Alec. Todo el mundo le miró con sorpresa. Alec hacía chistes en muy raras ocasiones. Éste sonrió nerviosamente—. Lo siento —dijo—. Nervios.

—No tienes que disculparte —intervino Magnus, alargando el brazo para tocar el hombro de Alec.

Alec se movió rápidamente fuera de su alcance, y la mano extendida de Magnus cayó al costado del brujo.

—Entonces, ¿qué es lo que hacemos ahora? —quiso saber Clary, abrazándose para entrar en calor.

El frío parecía habérsele filtrado por cada poro del cuerpo. Sin duda hacía demasiado frío para estar a finales de verano.

Raphael, advirtiendo el gesto, mostró una diminuta sonrisa.

—Siempre hace frío en un renacimiento —indicó—. El polluelo extrae fuerza de las cosas vivas que le rodean, tomando de ellas la energía para alzarse.

Clary le dirigió una mirada llena de resentimiento.

—Tú no pareces notar el frío.

—Yo no estoy vivo.

El vampiro se apartó un poco del borde de la tumba. Clary se obligaba a pensar en ella como una tumba, puesto que eso era exactamente lo que era e hizo un gesto a los demás para que hicieran lo mismo.

—Dejad espacio —indicó—. Simon difícilmente podrá alzarse si todos estáis de pie encima de él.

Retrocedieron apresuradamente. Clary se encontró con Isabelle aferrada a su codo y al volverse vio que la otra muchacha tenía blancos incluso los labios.

—¿Qué sucede?

—Todo —contestó Isabelle—. Clary, quizá deberíamos haber dejado que se fuese...

—Dejarle morir, quieres decir. —Clary se soltó violentamente de la mano de Isabelle—. Claro que eso es lo que tú piensas. Piensas que todos los que no son como tú están mejor muertos.

El rostro de Isabelle era la imagen de la desdicha.

—Eso no es...

Se oyó un sonido en el claro, un sonido que no se parecía a ninguno que Clary hubiese oído antes; una especie de martilleo rítmico que surgía de las profundidades, como si de improviso el latido del mundo resultase audible.

«¿Qué sucede?», pensó Clary, y entonces el suelo se combó y alzó bajo ella, haciéndola caer de rodillas. La tumba se agitaba como la superficie de un océano. Aparecieron ondulaciones en la superficie y, de repente, reventó, con terrones de tierra volando por los aires. Una pequeña montaña de tierra, como un hormiguero, se levantó penosamente. En el centro de la montaña había una mano, los dedos abiertos y separados, arañando la tierra.

—¡Simón! —Clary intentó lanzarse hacia adelante, pero Raphael tiró de ella hacia atrás—. ¡Suéltame! —Intentó desasirse, pero Raphael la sujetaba con manos férreas—. ¿No te das cuenta de que necesita nuestra ayuda?

—Debería hacerlo por sí mismo —contestó él, sin aflojar la presión—. Es mejor de ese modo.

—¡Es tu modo! ¡No el mío!

Clary se soltó violentamente y corrió hacia la tumba justo cuando ésta se alzó, arrojándola de nuevo al suelo. Una figura encorvada iba saliendo con dificultad de la sepultura cavada a toda prisa, unos dedos que parecían garras mugrientas se hundieron profundamente en la tierra. Los brazos desnudos estaban cubiertos de negros surcos de mugre y sangre. La cosa se liberó violentamente de la succión de la tierra, gateó unos pocos metros y se desplomó sobre el suelo.

—Simon —susurró Clary.

Porque desde luego era Simón. Simón, no una cosa. Clary se puso en pie apresuradamente y corrió hacia él, las deportivas de lona hundiéndose profundamente en la tierra removida.

—¡Clary! —gritó Jace—. ¿Qué haces?

Ella dio un traspié, el tobillo se le torció al hundírsele la pierna en la tierra y cayó de rodillas junto a Simón, que yacía tan inmóvil como si estuviera realmente muerto. Tenía los cabellos mugrientos y apelmazados por grumos de tierra, las gafas habían desaparecido, la camiseta estaba desgarrada por el costado y había sangre en la piel que se veía bajo ella.

—Simon —dijo Clary, y alargó la mano para tocarle el hombro—. Simón, ¿estás... —El cuerpo del muchacho se tensó bajo sus dedos, con todos los músculos rígidos, la carne dura como el hierro— bien?

Él volvió la cabeza, y ella le vio los ojos. Carecían de expresión, de vida. Con un grito agudo, Simon rodó sobre sí mismo y saltó sobre ella, veloz como una serpiente al atacar. La golpeó de pleno, volviendo a derribarla sobre la tierra.