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Jace.

Clary estaba ya fuera de la furgoneta antes de darse cuenta siquiera de lo que hacía, corriendo calle abajo en dirección a la iglesia, mientras Luke la llamaba a gritos. El enorme edificio parecía oscilar en lo alto, con una altura de centenares de metros, convertido en un precipicio vertical de piedra. Jace ya estaba en el borde del tejado, mirando abajo, y Clary pensó: «No puede ser; él no lo haría, no haría esto, no Jace», y entonces él dio un paso al vacío con la misma tranquilidad que si descendiera de un porche. Clary lanzó un sonoro chillido mientras él caía a plomo...

Y aterrizaba suavemente justo frente a ella, con las rodillas ligeramente dobladas. Clary le miró boquiabierta mientras él se enderezaba y le sonreía burlón.

—Si hiciera un chiste sobre dejarme caer por aquí—dijo—, ¿pensarías que soy muy poco original?

—¿Cómo... cómo has... cómo has hecho eso? —musitó ella, sintiéndose como si estuviese a punto de vomitar.

Podía ver a Luke fuera de la furgoneta, de pie con las manos entrelazadas detrás de la cabeza y mirando fijamente más allá de ella. Giró en redondo y vio que los dos guardianes de la puerta principal corrían hacia ellos. Uno era Malik; el otro era la mujer de pelo canoso.

—Mierda.

Jace la agarró de la mano y tiró de ella. Corrieron en dirección a la furgoneta y se metieron dentro con Luke, que aceleró y salió a toda velocidad mientras la portezuela del pasajero seguía aún abierta. Jace pasó la mano por delante de Clary y la cerró de un tirón. La furgoneta esquivó a los dos cazadores de sombras; Clary vio que Malik tenía lo que parecía un cuchillo arrojadizo en la mano. El hombre apuntaba a uno de los neumáticos. Clary oyó a Jace soltar una palabrota mientras hurgaba en su cazadora en busca de un arma. Malik echó el brazo atrás, el cuchillo centelleando, y entonces la mujer de cabellos canosos se le lanzó a la espalda, agarrándole el brazo. Mientras él luchaba por sacársela de encima, Clary se dio la vuelta en su asiento, jadeando, y a continuación la furgoneta dobló una esquina a toda velocidad y se perdió entre el tráfico de la avenida York, con el Instituto perdiéndose a lo lejos detrás de ellos.

Maia había vuelto a sumirse en un sueño irregular apoyada en la tubería de vapor, con la chaqueta de Simon echada alrededor de los hombros. Simon observó cómo la luz del ojo de buey se movía por la habitación e intentó en vano calcular las horas. Por lo general usaba el móvil para saber la hora, pero no lo tenía; se había registrado los bolsillos en vano. Debía de habérsele caído cuando Valentine irrumpió en el dormitorio.

Sin embargo tenía preocupaciones mayores. Sentía la boca reseca y acartonada, la garganta le dolía. Estaba sediento hasta tal punto que era como si toda la sed y el hambre que había sentido jamás se hubieran juntado para crear una especie de sofisticada tortura. Y no haría más que empeorar.

Sangre era lo que necesitaba. Pensó en la sangre de la nevera que tenía junto a la cama en casa, y las venas le ardieron como abrasadores alambres de plata discurriendo justo bajo la piel.

—¿Simón?

Era Maia, alzando la cabeza aturdida. Tenía marcas blancas en la mejilla, allí donde la había tenido presionada contra la tubería irregular. Mientras él la observaba, el blanco se convirtió en rosa a medida que la sangre le regresaba al rostro.

Sangre. Se pasó la lengua reseca por los labios.

—¿Sí?

—¿Cuánto rato he dormido?

—Tres horas. Puede que cuatro. Probablemente ya es por la tarde.

—Ah. Gracias por montar guardia.

No lo había hecho, y se sintió vagamente avergonzado.

—Por supuesto. ¡No pasa nada! —dijo de todos modos.

—Simón...

—¿Sí?

—Espero que me entiendas si te digo que lamento que estés aquí, pero que me alegra tenerte conmigo.

Simon sintió cómo una sonrisa hendía su rostro. El labio reseco inferior se le abrió, y notó el sabor de la sangre en la boca. El estómago profirió un quejido.

—Gracias.

Ella se inclinó hacia él, y la chaqueta resbaló de sus hombros. Los ojos de la joven eran de un gris ambarino claro que cambiaba cuando se movía.

—¿Puedes llegar hasta mí? —preguntó ella, extendiendo las manos.

Simon alargó el brazo hacia ella. La cadena que le sujetaba el tobillo tintineó mientras estiraba la mano tanto como podía. Maia sonrió cuando las yemas de los dedos de ambos se rozaron...

—¡Qué conmovedor!

Simon echó la mano hacia atrás violentamente, sobresaltado. La voz que había surgido de las sombras era fría, culta y vagamente extranjera en un modo que no podía identificar exactamente. Maia dejó caer las manos y se volvió; el color le desapareció del rostro mientras alzaba los ojos hacia el hombre de la puerta, que había entrado tan silenciosamente que ninguno de ellos le había oído.

—Los hijos de la Luna y de la Noche, congeniando por fin.

—Valentine —musitó Maia.

Simon no dijo nada. No podía dejar de mirarlo de hito en hito.

Así que ése era el padre de Clary y Jace. Con su mata de pelo blanco canoso y los ardientes ojos negros, no se parecía demasiado a ninguno de ellos, aunque había algo de Clary en la angulosa estructura ósea y la forma de los ojos, y algo de Jace en la perezosa insolencia con la que se movía. Era un hombretón, de hombros anchos y con un cuerpo fornido que no se parecía tampoco al de ninguno de sus hijos. Entró en la habitación de metal verde sin hacer ruido, como un gato, a pesar de ir cargado con lo que parecía armamento suficiente para equipar a un regimiento. Unas gruesas correas de cuero negro con hebillas plateadas le cruzaban el pecho y sostenían una espada de plata de ancha empuñadura atravesada sobre la espalda. Otra correa gruesa le rodeaba la cintura; metida en ella había una colección de cuchillos, dagas y estrechas cuchillas refulgentes como agujas enormes.

—Levanta —ordenó a Simón—. Mantén la espalda contra la pared.

Simon alzó la barbilla. Podía ver a Maia observándole, lívida y asustada, y sintió un torrente de feroz impulso protector. Impediría que Valentine la lastimara aunque fuese lo último que hiciese.

—Así que tú eres el padre de Clary —dijo—. No es mi intención ofender, pero diría que puedo ver por qué te odia.

El rostro de Valentine estaba impasible, casi inmóvil.

—¿Y por qué? —preguntó sin apenas mover los labios.

—Porque está claro que eres un psicótico —respondió Simón.

Entonces, Valentine sonrió. Fue una sonrisa que no le movió ninguna parte del rostro a excepción de los labios, que se torcieron muy levemente. Alzó el puño apretado y Simon pensó que Valentine iba a asestarle un puñetazo. Se encogió instintivamente, pero el hombre no le golpeó. En su lugar, abrió los dedos, dejando ver un reluciente montón de lo que parecía purpurina en el centro de la amplia palma. Se volvió hacia Maia, inclinó la cabeza y sopló el polvo sobre ella en una grotesca parodia de un beso. El polvillo cayó sobre la muchacha como un enjambre de abejas refulgentes.

Maia chilló. Jadeando y dando violentas sacudidas, se revolvió de un lado a otro intentando evitar el polvo, y su voz se elevó en un grito sollozante.

—¿Qué le has hecho? —gritó Simón, incorporándose de un salto. Se abalanzó sobre Valentine, pero la cadena de la pierna tiró violentamente de él hacia atrás—. ¿Qué le has hecho?

La fina sonrisa de Valentine se ensanchó.