La mujer no se había movido; pestañeó lentamente, como un lagarto.
—Espero que los términos de mi oferta estuviesen perfectamente claros.
—Mi hijo a cambio de los Instrumentos Mortales. Era eso, ¿correcto? De lo contrario le matarás.
—¿Matarle? —repitió Isabelle—. ¡Mamá!
—Isabelle —exclamó Maryse con voz tensa—. Cállate.
La Inquisidora lanzó a Isabelle y a Alec una mirada cargada de veneno por entre los entrecerrados párpados.
—Son los términos correctos, Morgenstern.
—Entonces mi respuesta es no.
—¿No? —Pareció como si la Inquisidora hubiese dado un paso al frente sobre tierra firme y ésta hubiese cedido bajo sus pies—. No puedes marcarte un farol conmigo, Valentine. Haré exactamente lo que he dicho que haría.
—No dudo de ti en absoluto, Imogen. Siempre has sido una mujer con una voluntad inquebrantable e implacable. Reconozco estas cualidades en ti porque yo también las poseo.
—No me parezco en nada a ti. Sigo la Ley...
—¿Incluso cuando te ordena que mates a un chico todavía adolescente simplemente para castigar a su padre? Esto no tiene nada que ver con la Ley, Imogen, es porque tú me odias y me culpas por la muerte de tu hijo, y éste es tu modo de recompensarme. No servirá de nada. No renunciaré a los Instrumentos Mortales, ni siquiera por Jonathan.
La Inquisidora se limitó a mirarle de hito en hito.
—Pero es tu hijo —repuso—. Tu niño.
—Los niños efectúan sus propias elecciones —replicó Valentine—. Esto es algo que jamás comprendiste. Ofrecí seguridad a Jonathan si permanecía a mi lado; la rechazó y regresó con vosotros, y tú te vengarás en él como le dije que harías. Si algo eres, Imogen, es previsible.
La Inquisidora no pareció reparar en el insulto.
—La Clave insistirá en su muerte, en el caso de que no me entregues los Instrumentos Mortales —replicó como alguien atrapado en una pesadilla—. No podré detenerles.
—Me doy perfecta cuenta de eso —repuso Valentine—. Pero no hay nada que yo pueda hacer. Le ofrecí una oportunidad. No la aceptó.
—¡Cabrón! —gritó Isabelle de improviso, e hizo ademán de lanzarse sobre él; Alec la agarró del brazo y la arrastró hacia atrás, sujetándola allí—. Es un imbécil —siseó. Luego alzó la voz, gritando a Valentine—: ¡Eres un...!
—¡Isabelle!
Alec le tapó la boca a su hermana con la mano mientras Valentine les dedicaba a ambos una única y divertida ojeada.
—Tú... le ofreciste... —La Inquisidora empezaba a recordar a Alec un robot al que se le están fundiendo los circuitos—. ¿Y él te rechazó? —Meneó la cabeza—. Pero él es tu espía..., tu arma...
—¿Eso es lo que pensabas? —inquirió él, con una sorpresa aparentemente genuina—. No estoy precisamente interesado en espiar los secretos de la Clave. Sólo estoy interesado en su destrucción, y para alcanzar ese fin poseo armas muchísimo más poderosas que un muchacho.
—Pero...
—Cree lo que quieras —replicó Valentine con un encogimiento de hombros—. No eres nada, Imogen Herondale. El mascarón de proa de un régimen cuyo poder pronto quedará hecho añicos, su reinado finiquitado. No hay nada que tengas que ofrecerme que yo pudiese desear.
—¡Valentine!
La Inquisidora se lanzó hacia él, como si pudiera detenerle, atraparle, pero sus manos sólo lo atravesaron como si fuera agua. Con una expresión de suprema repugnancia, él retrocedió y desapareció.
El cielo estaba recorrido por los últimos lametones de un fuego que se extinguía, y el agua había adquirido un color hierro. Clary se arrebujó mejor en la chaqueta y tiritó.
—¿Tienes frío?
Jace había estado de pie en el extremo de la furgoneta, contemplando la estela que el vehículo dejaba tras de sí: dos líneas blancas de espuma hendiendo el agua. Ahora se acercó y se dejó resbalar junto a ella, con la espalda contra la ventanilla que daba a la cabina. La ventanilla misma estaba casi totalmente empañada por el humo azulado.
—¿Tú no?
—No.
Negó con la cabeza, se quitó la cazadora y se la pasó. Clary se la puso, agradeciendo la suavidad del cuero. Era demasiado grande pero le resultaba muy reconfortante.
—Te quedarás en la furgoneta tal y como Luke te dijo que hicieras, ¿de acuerdo? —dijo él.
—¿Tengo elección?
—No en el sentido literal, no.
Clary se quitó el guante y le tendió la mano. Él se la tomó, agarrándola con fuerza, y ella bajó la mirada hacia los dedos entrelazados de ambos, los suyos tan pequeños, cuadrados en las puntas, los de él largos y delgados.
—Encontrarás a Simon por mí —dijo ella—. Sé que lo harás.
—Clary... —Ella pudo ver el agua que les rodeaba reflejada en los ojos de Jace—. Puede que esté... quiero decir, puede ser que...
—No. —Su tono no dejaba lugar a la duda—. Estará bien. Tiene que estarlo.
Jace suspiró. Sus iris ondularon con agua azul oscuro... como si fuesen lágrimas, se dijo Clary, pero no eran lágrimas, sólo reflejos.
—Hay algo que quiero preguntarte —dijo él—. Temía preguntarlo antes. Pero ahora no temo a nada.
Cubrió la mejilla de Clary con la mano, la palma cálida sobre la piel fría, y ella descubrió que su propio miedo había desaparecido, como si él pudiera traspasarle el poder de la runa que impedía sentir miedo a través del tacto. Alzó la barbilla, entreabriendo los labios expectante; la boca de Jace rozó la suya levemente, tan levemente que pareció la caricia de una pluma, el recuerdo de un beso, y luego él se echó atrás, abriendo los ojos de par en par; Clary vio la pared negra reflejada en ellos, alzándose hasta ocultar el incrédulo tono dorado: la sombra del barco.
Jace la soltó con una exclamación y se incorporó apresuradamente. Clary se levantó con torpeza, con la pesada cazadora de Jace haciéndole perder el equilibrio. Chispas azules salían volando de las ventanillas de la cabina, y a su luz pudo ver que el costado del barco era de chapa de metal negro, que había una fina escala descendiendo por un lado y que una barandilla de hierro recorría la parte superior. Sobre la barandilla estaban posadas lo que parecían enormes aves de extraño aspecto. Oleadas de frío parecían emanar del barco igual que el aire gélido de un iceberg. Cuando Jace le gritó, su aliento surgió en blancas volutas, y las palabras quedaron ahogadas en el repentino rugir de motores del enorme barco.
Ella le miró arrugando el cejo.
—¿Qué? ¿Qué has dicho?
Él metió una mano bajo la chaqueta de la joven y le rozó la piel desnuda con las yemas de los dedos. Clary lanzó un chillido de sorpresa, pero Jace le sacó rápidamente del cinturón el cuchillo serafín que le había entregado antes, se lo puso en la mano y la soltó.
—He dicho que sacases a Abrariel, porque ya vienen.
—¿Quién viene?
—Los demonios.
Señaló hacia arriba. Al principio, Clary no vio nada. Entonces reparó en las enormes aves extrañas que había visto antes. Éstas se tiraban desde la barandilla una a una, cayendo como piedras por el costado del barco... para a continuación enderezarse y marchar directas hacia donde la furgoneta flotaba sobre las olas. A medida que se acercaban, Clary vio que no eran aves en absoluto, sino horrendas criaturas voladoras parecidas a pterodáctilos, con amplias alas correosas y huesudas cabezas triangulares. Tenían la boca repleta de serrados dientes de tiburón, una hilera tras otra de ellos, y sus zarpas centelleaban igual que rectas cuchillas.
Jace trepó como pudo al techo de la cabina, con Telantes llameando en la mano. Cuando la primera de las criaturas voladoras llegaba a ellos, Jace lanzó el cuchillo. Éste alcanzó al demonio y le rebanó la parte superior del cráneo. Con un agudo y asustado chirrido, la criatura cayó hacia el lado, moviendo las alas espasmódicamente. Cuando chocó con el océano, el agua hirvió.
El segundo demonio golpeó el capó de la furgoneta y las zarpas dejaron largos surcos sobre el metal. Se estrelló contra el parabrisas dejando el cristal convertido en una telaraña de vidrio agrietado. Clary gritó a Luke, pero otro de los seres caía en picado sobre ella descendiendo desde el cielo plomizo como una flecha. La muchacha tiró hacia arriba de la manga de la cazadora de Jace y extendió el brazo para mostrar la runa defensiva. El demonio chirrió como había hecho el otro, moviendo las alas para retroceder... pero ya se había acercado demasiado y estaba al alcance e Clary. Mientras le hundía Abrariel en el pecho vio que no tenía ojos, únicamente unas hendiduras a ambos lados del cráneo. El ser estalló en mil pedazos dejando una voluta de humo negro tras él.