—Pero la Clave... —empezó a decir ésta— deberían ser informados.
Maryse empujó el teléfono del escritorio en dirección a la mujer, con energía.
—Cuéntaselo tú. Cuéntales lo que has hecho. Es tu trabajo, al fin y al cabo.
La Inquisidora no dijo nada, se limitó a contemplar fijamente el teléfono, con una mano sobre la boca.
Antes de que Alec pudiera empezar a compadecerse de ella, la puerta volvió a abrirse y entró Isabelle ataviada con su equipo de cazadora de sombras, con el largo látigo de plata y oro en una mano y una naginata de asta de madera en la otra. Miró a su hermano ceñuda.
—Ve a prepararte —dijo—. Partimos hacia el barco de Valentine inmediatamente.
Alec no pudo evitarlo; la comisura de los labios se le crispó hacia arriba. ¡Isabelle era siempre tan resuelta!
—¿Eso es para mí? —le preguntó, indicando la naginata.
Su hermana la apartó violentamente de él.
—¡Ve a buscar la tuya!
«Algunas cosas no cambian nunca.» Alec marchó en dirección a la puerta, pero le detuvo una mano que se posó en su hombro. Alzó los ojos sorprendido.
Era su padre. Contemplaba a Alec, y aunque no sonreía, había una expresión de orgullo en su rostro arrugado y cansado.
—Si necesitas un acero, Alexander, mi guisarme está en la entrada. Si quieres usarla.
Alec tragó saliva y asintió, pero antes de que pudiera dar las gracias a su padre oyó a Isabelle detrás de él.
—Aquí tienes, mamá —dijo.
Alec se volvió y vio a su hermana entregar la naginata a su madre, que la tomó y la hizo girar expertamente en la mano.
—Gracias, Isabelle —dijo Maryse, y con un movimiento tan veloz como cualquiera de los de su hija bajó la hoja para apuntar directamente al corazón de la Inquisidora.
Imogen Herondale alzó la mirada hacia Maryse con los ojos inexpresivos y destrozados de una estatua estropeada.
—¿Vas a matarme, Maryse?
Maryse siseó por entre los cerrados dientes.
—Frío, frío —replicó—. Necesitamos a todo cazador de sombras que esté en la ciudad, y justo ahora, eso te incluye a ti. Levanta, Imogen, y prepárate para la batalla. A partir de ahora, las órdenes las doy yo. —Sonrió sombría—. Y lo primero que vas a hacer es liberar a mi hijo de esa maldita Configuración Malachi.
Su aspecto era magnífico mientras lo decía, pensó Alec con orgullo, una auténtica guerrera cazadora de sombras, cada una de sus arrugas llameando con justa furia.
Odiaba tener que estropear el momento... pero no tardarían en descubrir por sí mismos que Jace se había ido. Era mejor que alguien amortiguara el golpe.
Carraspeó.
—Lo cierto es —comenzó— que hay algo que probablemente deberíais saber...
Oscuridad visible
Clary siempre había odiado las montañas rusas, aquella sensación en la que el estómago parecía caérsele a los pies cuando la vagoneta descendía en picado. Ser arrancada de la furgoneta y arrastrada por los aires como un ratón en las garras de un águila era diez veces peor. Lanzó un sonoro chillido cuando sus pies abandonaron la plataforma del vehículo y su cuerpo se elevó hacia las alturas a una velocidad increíble. Chilló y se retorció..., hasta que miró abajo y vio lo muy por encima que estaba ya del agua y comprendió lo que sucedería si el demonio volador la soltaba.
Se quedó totalmente quieta. La camioneta parecía un juguete allá abajo, flotando de un modo que parecía imposible sobre las olas. La ciudad se balanceaba a su alrededor, como paredes nebulosas de luz resplandeciente. Podría haber resultado hermoso de no haberse sentido tan aterrada. El demonio se ladeó y descendió en picado, y de improviso, en lugar de subir, Clary bajaba. Imaginó a la criatura dejándola caer cientos de metros por el aire hasta chocar contra la helada agua negra y cerró los ojos; pero caer a ciegas era peor. Volvió a abrirlos y vio la cubierta negra del barco alzándose como una mano a punto de sacarlos del cielo de un manotazo. Chilló por segunda vez mientras descendían hacia la cubierta...y a través de un cuadrado oscuro abierto en su superficie. Estaban ya en el interior del barco.
La criatura voladora aminoró la velocidad. Bajaban a través del centro de la nave, rodeados de cubiertas de metal con barandillas. Clary vislumbró maquinaria oscura; ninguna parecía estar en condiciones de funcionar, y había equipos y herramientas abandonados en varios lugares. Si alguna vez había habido iluminación eléctrica, ya no funcionaba, aunque un leve resplandor lo impregnaba todo. Fuera lo que fuera que había propulsado al barco en el pasado, Valentine lo propulsaba en la actualidad con algo distinto.
Algo que había extraído el calor directamente de la atmósfera. Un aire gélido le azotó el rostro cuando el demonio alcanzó la parte inferior de la nave y se metió por un pasillo largo y mal iluminado. El ser no era especialmente cuidadoso con ella, y la rodilla de la muchacha chocó con una tubería cuando la criatura dobló una esquina, enviándole una oleada de dolor pierna arriba. Clary gritó y oyó la risa sibilante del demonio por encima de su cabeza. Entonces él la soltó, y ella cayó. Contorsionándose en el aire, Clary intentó colocar manos y rodillas bajo el cuerpo antes de golpear el suelo. Casi funcionó. Chocó contra el suelo con un impacto estremecedor y rodó a un lado, aturdida.
Yacía sobre una dura superficie de metal, en semioscuridad. Aquello probablemente había sido un lugar de almacenamiento en algún momento, porque las paredes eran lisas y sin puertas. Había una abertura cuadrada muy por encima de su cabeza, a través de la cual se filtraba la única luz disponible. Sentía todo el cuerpo como si fuese un cardenal enorme.
—¿Clary?
La voz era un susurro. Rodó sobre el costado, haciendo un gesto de dolor. Había una sombra arrodillada junto a ella y, a medida que los ojos se fueron adaptando a la oscuridad, vio una pequeña figura curvilínea, unos cabellos trenzados, unos ojos castaño oscuro. Maia.
—Clary, ¿eres tú?
Ésta se sentó en el suelo, haciendo caso omiso del terrible dolor que sentía en la espalda.
—Maia. Maia, Dios mío.
Clavó la mirada en la otra muchacha, luego la paseó frenéticamente por la habitación. Estaba vacía a excepción de ellas dos.
—Maia, ¿dónde está él? ¿Dónde está Simón?
Maia se mordió el labio. Tenía las muñecas ensangrentadas, advirtió Clary, y el rostro surcado de lágrimas secas.
—Clary, lo siento tanto —contestó la muchacha con su voz queda y ronca—. Simon está muerto.
Calado hasta los huesos y medio congelado, Jace se desplomó sobre la cubierta del barco, con el agua chorreando de cabellos y ropas. Alzó los ojos para contemplar el nublado cielo nocturno, respirando entrecortadamente. No había sido tarea fácil trepar por la desvencijada escala de hierro mal atornillada al costado metálico de la nave, en especial con manos resbaladizas y ropas empapadas que lastraban sus movimientos.
De no haber sido por la runa que quitaba el miedo, reflexionó, probablemente le habría inquietado que uno de los demonios voladores lo arrancara de la escala como un pájaro arrancando un insecto de una enredadera. Por suerte, parecían haber regresado al barco una vez que se habían hecho con Clary. Jace no era capaz de imaginar el motivo, pero hacía tiempo que había desistido de intentar entender por qué su padre hacía nada.
Por encima de él apareció una cabeza recortándose contra el cielo. Era Luke, que había alcanzado lo alto de la escala. Éste trepó laboriosamente por encima de la barandilla y se dejó caer al otro lado. Bajó la mirada hacia Jace.
—¿Estás bien?
—Perfectamente.
Jace se puso en pie. Tiritaba. Hacía frío en la embarcación, más frío del que había hecho en el agua... y ya no tenía la cazadora. Se la había dado a Clary.
El muchacho miró a su alrededor.
—En algún lugar hay una puerta que conduce al interior del barco. La encontré la última vez. Sólo tenemos que recorrer la cubierta hasta que volvamos a encontrarla.