Luke empezó a andar.
—Deja que yo vaya primero —añadió Jace, colocándose delante de él.
Luke le lanzó una mirada de suma perplejidad, dio la impresión de que iba a decir algo, pero finalmente se puso a andar junto a Jace mientras se aproximaban a la parte delantera del barco, donde el chico había estado con Valentine la noche anterior. El muchacho podía oír el aceitoso chapoteo del agua contra la proa, mucho más abajo.
—Tu padre —comenzó Luke—, ¿qué dijo cuando le viste? ¿Qué te prometió?
—Ya sabes. Lo de costumbre. Una provisión perpetua de entradas para ver a los Knicks. —Jace hablaba quitándole importancia, pero el recuerdo le afectó más que el frío—. Dijo que se aseguraría de que no nos sucediera nada ni a mí ni a nadie que me importase si abandonaba a la Clave y regresaba a Idris con él.
—Crees... —Luke vaciló—, ¿crees que le haría daño a Clary para desquitarse contigo?
Rodearon la proa, y Jace vislumbró brevemente la Estatua de la Libertad a lo lejos, un pilar de luz resplandeciente.
—No, creo que la ha cogido para hacernos venir a la nave, para tener una moneda de cambio. Eso es todo.
—No estoy seguro de que necesite una moneda de cambio.
Luke habló en voz queda mientras desenvainaba el kindjal. Jace volvió la cabeza para seguir la dirección de la mirada de su compañero, y por un momento se quedó pasmado.
Había un agujero negro en la cubierta del lado oeste del barco, un agujero como si hubiesen recortado un cuadrado en el metal, y de sus profundidades manaba una oscura nube de monstruos. Jace rememoró la última vez que había estado allí de pie, con la Espada Mortal en la mano, contemplando horrorizado cómo el cielo sobre su cabeza y el mar a sus pies se convertían en arremolinadas masas de seres de pesadilla. Sólo que en aquellos momentos los tenía ante él, una algarabía de demonios: los raum de color blanco hueso que les habían atacado en casa de Luke; demonios oni con sus cuerpos verdes, bocas amplias y cuernos; los sigilosos y negros demonios kuri, demonios araña con sus ocho brazos finalizados en pinzas y los colmillos rezumantes de veneno que les sobresalían de las cuencas de los ojos...
Jace fue incapaz de contarlos. Palpó en busca de Camael y lo sacó del cinturón, iluminando la cubierta con su blanco resplandor. Los demonios sisearon ante su visión, pero ninguno de ellos retrocedió. La runa contra el miedo del omóplato del muchacho empezó a arder, y éste se preguntó a cuántos demonios podría matar antes de que el símbolo se consumiera.
—¡Para! ¡Para! —La mano de Luke, cerrada sobre la parte posterior de la camisa de Jace, tiró de éste hacia atrás—. Hay demasiados, Jace. Si podemos retroceder hasta la escala...
—No podemos. —Jace se desasió violentamente de la mano de Luke y señaló—. Nos han rodeado por ambos lados.
Era cierto. Una falange de demonios moloch, con llamas saliendo a chorros de sus ojos vacíos, les cortaba la retirada. Luke empezó a soltar tacos, con fluidez y brutalidad.
—Salta por la borda, entonces. Los contendré.
—Salta tú —replicó Jace—. Yo estoy perfectamente aquí.
Luke echó la cabeza hacia atrás. Sus orejas se habían vuelto puntiagudas, y cuando gruñó a Jace, los labios retrocedieron sobre caninos que eran repentinamente afilados.
—Eres...
Se interrumpió cuando un demonio moloch saltó sobre él con las garras extendidas. Jace lo acuchilló con tranquilidad en la columna vertebral cuando pasó por su lado, y el ser cayó sobre Luke tambaleante y aullando. El licántropo lo agarró con manos que eran zarpas y lo arrojó por encima de la barandilla.
—Has usado esa runa que quita el miedo, ¿verdad? —inquirió Luke, volviéndose hacia Jace con ojos que brillaban ambarinos.
Se oyó un lejano chapoteo.
—Respuesta correcta —admitió Jace.
—¡Cielos! —exclamó Luke—. ¿Te la has puesto tú mismo?
—No. Clary.
El cuchillo serafín de Jace hendió el aire con fuego blanco; dos demonios drevak cayeron. Pero había docenas avanzando vacilantes hacia ellos, con las manos finalizadas en agujas extendidas.
—Es buena en runas, ya sabes.
—Adolescentes —exclamó Luke, como si fuese la palabra más asquerosa que conocía, y se arrojó sobre la horda que iba hacia ellos.
—¿Muerto? —Clary se quedó mirando a Maia como si ésta hubiese hablado en búlgaro—. No puede estar muerto.
Maia no dijo nada, se limitó a contemplarla con ojos tristes y oscuros.
—Yo lo sabría. —Clary se incorporó y se presionó un puño contra el pecho—. Lo sabría aquí.
—También yo pensaba eso —repuso Maia—. En una ocasión. Pero no lo sabes. Uno nunca lo sabe.
Clary se incorporó penosamente. La cazadora de Jace le colgaba de un hombro con la parte posterior casi hecha tiras. Se la sacó con un gesto impaciente y la dejó caer al suelo. Estaba destrozada, la espalda cubierta de una docena de marcas de garras afiladas. «A Jace no le gustará nada que le haya estropeado la cazadora —pensó—. Tendré que comprarle una nueva. Tendré que...»
Aspiró una larga y entrecortada bocanada de aire. Podía oír el martilleo de su propio corazón, pero también eso sonaba distante.
—¿Qué... le sucedió?
Maia seguía arrodillada en el suelo.
—Valentine nos atrapó a los dos —explicó ésta—. Nos encadenó juntos en una bodega. Luego vino con un arma... una espada muy larga y brillante, como si refulgiera. Me arrojó polvo de plata para que no pudiese enfrentarme a él, y... y le cortó el cuello a Simón. —Su voz se debilitó hasta convertirse en un susurro—. Luego le cortó las muñecas y vertió la sangre en unos cuencos. Algunas de esas criaturas demoníacas suyas entraron y le ayudaron a cogerla. Luego simplemente dejó a Simon allí tirado, sin tripas, como un juguete que ya no sirve para nada. Chillé... pero sabía que estaba muerto. Entonces uno de los demonios me cogió y me trajo aquí abajo.
Clary se apretó el dorso de la mano contra la boca; apretó y apretó hasta que notó la sangre salada. El sabor ácido de la sangre pareció abrirse paso a través de la niebla de su cerebro.
—Tenemos que salir de aquí.
—No quisiera ofender, pero eso es evidente. —Maia se puso en pie con una mueca de dolor—. No hay salida. Ni siquiera para un cazador de sombras. A lo mejor si tú fueses...
—¿Si yo fuese qué? —exigió Clary, deambulando por el espacio cuadrado de la celda que las contenía—. ¿Jace? Bueno, pues no lo soy. —Pateó la pared, que resonó hueca, luego metió la mano en el bolsillo y sacó su estela—. Pero poseo mis propias habilidades.
Apretó la punta de la estela contra la pared y empezó a dibujar. Las líneas parecían fluir de ella, negras y ardientes, igual que la ira furiosa que sentía. Estrelló la estela contra la pared una y otra vez y las líneas negras fluyeron de la punta igual que llamas. Cuando se apartó, respirando laboriosamente, vio que Maia la contemplaba atónita con los ojos muy abiertos.
—Chica —exclamó ésta—, ¿qué has hecho?
Clary no estaba segura. Parecía como si hubiese arrojado un cubo de ácido contra la pared. El metal que rodeaba la runa se combaba y goteaba igual que un helado en un día caluroso. Dio un paso atrás, observándolo con cautela mientras un agujero del tamaño de un perro grande se abría en la pared. Pudo ver vigas de acero detrás de él, más parte de las tripas de la nave. Los bordes del agujero chisporroteaban aún, aunque éste había dejado de extenderse hacia el exterior. Maia dio un paso al frente, apartando el brazo de Clary.
—Espera. —Clary se sintió repentinamente nerviosa—. El metal fundido... podría ser como... lodo tóxico o algo así.
Maia lanzó un resoplido.
—Soy de Nueva Jersey. Nací en medio de lodo tóxico. —Fue resueltamente hacia el agujero y miró por él—. Hay una pasarela de metal al otro lado —anunció—. Bien..., voy a pasar.