El muchacho se lanzó a por el kindjal, lo agarró y rodó hasta ponerse en pie, descargando la daga con fuerza contra el cogote del demonio oni. Ésta le cortó con fuerza suficiente para decapitarla, y la criatura se dobló hacia adelante a la vez que un chorro de sangre negra brotaba del cuello cercenado. Al cabo de un momento, el demonio había desaparecido. El kindjal golpeó la cubierta junto a Luke.
Jace se precipitó hacia él y se arrodilló.
—Tu pierna...
—Está rota. —Luke se sentó con un tremendo esfuerzo, y el rostro se le crispó de dolor.
—Pero vosotros curáis de prisa.
Luke miró alrededor con rostro sombrío. El oni podría estar muerto, pero lo otros demonios habían aprendido de su ejemplo y trepaban en tropel al tejado. Jace no podía saber, a la débil luz de la luna, cuántos había... ¿docenas? ¿Cientos? Al llegar a cierto número ya dejaba de importar.
Luke cerró la mano alrededor de la empuñadura del kindjal.
—No lo bastante de prisa.
Jace sacó la daga de Isabelle del cinturón. Era la última de sus armas y parecía patéticamente pequeña. Una aguda emoción le taladró; no era miedo, seguía estando más allá de aquello, sino pesar. Vio a Alec y a Isabelle como si estuviesen de pie ante él, sonriéndole, y luego vio a Clary con los brazos extendidos como si le diera la bienvenida a casa.
Se puso en pie justo cuando los demonios caían desde el tejado en una oleada, en una marea oscura que ocultaba la luna. Se movió para intentar tapar a Luke, pero no sirvió de nada; las criaturas estaban por todas partes. Una se alzó imponente ante él. Era un esqueleto de más de metro ochenta, sonriendo burlón con dientes rotos. Pedazos de banderines de oración tibetanos de brillantes colores le colgaban de los huesos putrefactos. Empuñaba una katana en una mano huesuda, lo que era poco corriente: la mayoría de demonios no se armaban. La hoja, grabada con runas demoníacas, era más larga que el brazo de Jace, curva, afilada y letal.
Jace lanzó la daga. Golpeó la huesuda caja torácica del demonio y se quedó allí atorada. El demonio apenas pareció advertirlo; se limitó a seguir avanzando, inexorable como la muerte. El aire a su alrededor apestaba a muerte y a cementerios. Alzó la katana en una mano que era una garra...
Una sombra gris hendió la oscuridad frente a Jace, una sombra que se movió con un movimiento de rotación preciso y mortífero. El arco descendente de la katana se cortó con un fuerte rechinar de metal contra metal; la figura oscura empujó la katana hacia atrás y con la otra mano lanzó una cuchillada ascendente a una velocidad que el ojo de Jace apenas pudo seguir. El demonio cayó hacia atrás, el cráneo haciéndose pedazos mientras el ser se desmenuzaba y desaparecía. Alrededor Jace pudo oír los alaridos de demonios que aullaban de dolor y sorpresa. Se volvió y vio que docenas de siluetas, siluetas humanas, trepaban por las barandillas, saltaban al suelo y corrían a enfrentarse a los demonios, que reptaban, serpenteaban, siseaban y volaban por la cubierta. Empuñaban espadas de luz y vestían las ropas oscuras y resistentes de...
—¿Cazadores de sombras? —soltó Jace tan sorprendido que lo dijo en voz alta.
—¿Quién si no? —Una sonrisa centelló en la oscuridad.
—¿Malik? ¿Eres tú?
Malik inclinó la cabeza.
—Lamento lo sucedido antes —dijo—. Tenía órdenes.
Jace estaba a punto de decir a Malik que acabar de salvarle la vida compensaba más que sobradamente su intento, horas antes, de impedir que Jace saliera del Instituto, cuando un grupo de demonios raum se abalanzó en tropel sobre ellos, azotando el aire con los tentáculos. Malik giró en redondo y arremetió contra ellos con un grito, su cuchillo serafín llameando como una estrella. Jace iba a seguirle cuando una mano lo agarró por el brazo y tiró de él a un lado.
Era un cazador de sombras vestido todo de negro con una capucha ocultando el rostro.
—Ven conmigo.
La mano tiraba insistentemente de su manga.
—Tengo que ir con Luke. Le han herido. —Tiró hacia atrás el brazo—. Suéltame.
—Ah, por el Ángel...
La figura le soltó y alzó las manos para echar hacia atrás la capucha de la larga capa, dejando al descubierto un estrecho rostro blanco y unos ojos grises que llameaban como esquirlas de diamante.
—¿Harás lo que se te ordena ahora, Jonathan?
Era la Inquisidora.
A pesar de la velocidad a la que volaban por los aires, Clary habría pateado a Valentine de haber podido. Pero él la sujetaba como si sus brazos fuesen tiras de hierro. Los pies de la muchacha colgaban sueltos, pero por mucho que forcejeaba, no parecía capaz de alcanzar nada.
Cuando el demonio se inclinó y viró bruscamente, la joven dio un grito y Valentine rió. A continuación se encontraron girando a través de un estrecho túnel de metal y penetrando en el interior de una habitación mucho más grande y amplia. En lugar de soltarles sin miramientos, el demonio volador los depositó con suavidad en el suelo.
Ante la sorpresa de Clary, Valentine la soltó. Ella se apartó violentamente de él y fue hasta el centro de la habitación dando traspiés y mirando frenética a su alrededor. Era un espacio grande: probablemente, en otro tiempo habría sido alguna especie de sala de máquinas. Todavía había maquinaria bordeando las paredes, apartada para crear un amplio espacio cuadrado en el centro. El suelo era de grueso metal negro cubierto de manchones más oscuros aquí y allí. En medio del espacio vacío había cuatro tinas lo bastante grandes para lavar un perro en ellas. Los interiores de las dos primeras estaban manchados de un oscuro color marrón óxido. La tercera estaba llena de un líquido rojo oscuro. La cuarta estaba vacía.
Había un pequeño baúl de metal detrás de las tinas, con una tela oscura arrojada sobre él. Cuando se acercó más, vio que encima de la tela descansaba una espada de plata que resplandecía con una luz negruzca, casi una ausencia de iluminación: una radiante oscuridad visible.
Clary se volvió rápidamente y clavó la mirada en Valentine, que la observaba en silencio.
—¿Cómo has podido? —exigió ella—. ¿Cómo has podido matar a Simón? Era sólo un... era sólo un muchacho, sólo un ser humano corr...
—No era humano —cortó Valentine, con su voz sedosa—. Se había convertido en un monstruo. Tú no podías verlo, Clarissa, porque lucía el rostro de un amigo.
—No era ningún monstruo. —Se acercó un poco más a la Espada. Parecía enorme, pesada. Se preguntó si podría alzarla... e incluso si podía, ¿podría blandiría?—. Seguía siendo Simón.
—No creas que no comprendo tu situación —repuso Valentine, que permaneció sin moverse bajo el solitario haz de luz que penetraba por la trampilla del techo—. Me sucedió lo mismo cuando mordieron a Lucian.
—Me lo ha contado —le escupió ella—. Le diste una daga y le dijiste que se matara.
—Eso fue un error —dijo él.
—Al menos lo admites...
—Debí haberle matado yo mismo. Le habría demostrado que él me importaba.
Clary negó firmemente con la cabeza.
—Pero no te importaba. Jamás te ha importado nadie. Ni siquiera mi madre. Ni siquiera Jace. Eran sólo cosas que te pertenecían.
—Pero ¿no es eso el amor, Clarissa? ¿Propiedad? «Yo soy de mi amado y mi amado es mío», como dice el Cantar de los Cantares.
—No. Y no me cites la Biblia. No creo que lo entiendas.