Estaba muy cerca del baúl ya, la empuñadura de la Espada al alcance de la mano. Tenía los dedos húmedos de sudor y se los secó disimuladamente en los vaqueros.
—No es simplemente que alguien te pertenezca, es que tú te entregas a esa persona. Dudo que jamás hayas dado nada a nadie. Excepto tal vez pesadillas.
—¿Darte a alguien? —La fina sonrisa no titubeó—. ¿Como tú te has entregado a Jonathan?
La mano de Clary, que se había ido alzando en dirección a la Espada, se cerró en un puño. Se lo llevó contra el pecho, mirándole con incredulidad.
—¿Qué?
—¿Crees que no he visto cómo os miráis? ¿El modo en que él pronuncia tu nombre? Quizá creas que yo no puedo sentir, pero eso no significa que no pueda ver sentimientos en otros. —El tono de Valentine era frío, cada palabra una astilla de hielo apuñalándole los oídos—. Supongo que sólo podemos culparnos a nosotros mismos, tu madre y yo; habiéndoos mantenido separados tanto tiempo jamás desarrollasteis la relación hacia el otro que habría sido más natural entre hermanos.
—No sé a qué te refieres. —A Clary le castañeteaban los dientes.
—Creo que me explico perfectamente. —Se había apartado de la luz y su rostro era un estudio en sombras—. Vi a Jonathan después de que se enfrentara al demonio del miedo, ¿sabes? Se mostró a él bajo tu aspecto. Eso me dijo todo lo que necesitaba saber. El mayor miedo de Jonathan es el amor que siente por su hermana.
—Yo no hago lo que me ordenan —replicó Jace—. Pero podría hacer lo que usted quiere si lo pide con amabilidad.
La Inquisidora dio la impresión de querer poner los ojos en blanco pero haber olvidado cómo hacerlo.
—Necesito hablar contigo.
Jace miró a la Inquisidora con asombro.
—¿Ahora?
Ella le puso la mano sobre el brazo.
—Ahora.
—Está loca.
Jace miró a lo largo del barco. Parecía una reproducción del Infierno de El Bosco. La oscuridad estaba repleta de demonios que avanzaban pesadamente, que aullaban, que graznaban y que atacaban con zarpas y dientes. Los nefilim iban de un lado a otro con sus armas brillando en la oscuridad, pero Jace podía ver ya que no había suficientes cazadores de sombras. De ningún modo eran suficientes.
—Ni hablar... Estamos en medio de una batalla...
La huesuda mano de la Inquisidora era sorprendentemente fuerte.
—Ahora.
Le empujó, y él dio un paso atrás, demasiado sorprendido para hacer nada más, y luego otro, hasta que estuvieron en el hueco de una pared. La mujer soltó a Jace y se palpó los pliegues de la oscura capa, extrayendo dos cuchillos serafín. Musitó sus nombres, y luego varias palabras que Jace no conocía, y los arrojó a la cubierta, a cada lado de él. Se clavaron de punta, y una única cortina de luz azul blanquecino surgió de ellos, creando un muro que aislaba a Jace y a la Inquisidora del resto del barco.
—¿Me está volviendo a encerrar? —quiso saber Jace, mirando a la mujer con incredulidad.
—Esto no es una Configuración Malachi. Puedes salir de ella si quieres. —Sus finas manos se entrelazaron con fuerza—. Jonathan...
—Quiere decir Jace.
Él ya no veía la batalla más allá del muro de luz blanca, pero seguía oyendo sus sonidos; los gritos y el aullar de los demonios. Si volvía la cabeza podía vislumbrar una pequeña sección del océano centelleando luminoso como diamantes desperdigados sobre la superficie de un espejo. Había alrededor de una docena de embarcaciones allí abajo, los elegantes trimaranes de múltiples cascos que se usaban en los lagos de Idris. Embarcaciones de cazadores de sombras.
—¿Qué hace aquí, Inquisidora? ¿Por qué ha venido?
—Tú tenías razón —repuso ella—. Sobre Valentine. No ha querido hacer el intercambio.
—Le dijo que me dejara morir. —Jace se sintió repentinamente mareado.
—En cuanto rehusó, desde luego, reuní al Cónclave y les traje aquí. Te... te debo a ti y a tu familia una disculpa.
—Tomo nota —dijo él, que odiaba las disculpas—. ¿Alec e Isabelle? ¿Están aquí? ¿No se les castigará por ayudarme?
—Están aquí, y no, no se les castigará. —Todavía le miraba fijamente, escudriñándole con los ojos—. No puedo comprender a Valentine —dijo—. Que a un padre no le importe la vida de su hijo, su único hijo...
—Sí—repuso Jace; le dolía la cabeza y deseó que la mujer callase, o que un demonio les atacase—. Es una cuestión intrincada, ya lo creo.
—Amenos...
Jace la miró sorprendido.
—A menos que ¿qué?
Ella le dio en el hombro con un dedo.
—¿De cuándo es esto?
Jace bajó la mirada y vio que el veneno del demonio araña le había abierto un agujero en la camiseta, que le dejaba buena parte del hombro izquierdo al descubierto.
—¿La camiseta? De Macy's. Rebajas de invierno.
—La cicatriz. Esta cicatriz, aquí en el hombro.
—Ah, eso. —A Jace le sorprendió la intensidad de su mirada—. No estoy seguro. Algo que sucedió cuando yo era muy pequeño, según dijo mi padre. Un accidente de alguna clase. ¿Por qué?
La Inquisidora siseó a través de los dientes apretados.
—No puede ser —murmuró—. Tú no puedes ser...
—Yo no puedo ser ¿qué?
Había una nota de incertidumbre en la voz de la mujer.
—Todos estos años —continuó—, mientras te hacías mayor... ¿realmente pensabas que eras el hijo de Michael Wayland...?
Una furia intensa recorrió a Jace, convertida en más dolorosa por la diminuta punzada de decepción que la acompañó.
—Por el Ángel —escupió—, ¿me ha arrastrado aparte en medio de la batalla sólo para hacerme las mismas condenadas preguntas otra vez? No me creyó la primera vez y sigue sin creerme. Jamás me creerá, a pesar de todo lo que ha sucedido, incluso aunque todo lo que le dije era la verdad. —Señaló con un dedo en dirección a lo que sucedía al otro lado del muro de luz—. Yo debería estar ahí fuera peleando. ¿Por qué me mantiene aquí? ¿Para que cuando todo esto acabe, si todavía seguimos vivos, pueda ir a la Clave y contarles que no quise pelear en su bando contra mi padre? Buen intento.
Ella había palidecido aún más de lo que él había pensado posible.
—Jonathan, no es eso lo que yo...
—¡Mi nombre es Jace! —gritó él.
La Inquisidora reculó, con la boca entreabierta, como si aún estuviese a punto de decir algo. Jace no quiso oírlo. Pasó por su lado muy digno, casi derribándola, y pateó uno de los cuchillos serafín de la cubierta. Éste cayó y la pared de luz desapareció.
Al otro lado reinaba el caos. Formas oscuras pasaban veloces de un lado a otro por la cubierta, demonios gateaban sobre cuerpos desplomados, y el aire estaba lleno de humo y gritos. Se esforzó por ver a alguien conocido en la refriega. ¿Dónde estaba Alec? ¿Isabelle?
—¡Jace! —La Inquisidora corrió tras él, con el rostro contraído por el miedo—. Jace, no tienes una arma, al menos coge...
Se interrumpió cuando un demonio se alzó surgiendo de la oscuridad frente a Jace como un iceberg ante la proa de un barco. No era ninguno que él hubiese visto antes; éste tenía el rostro arrugado y las manos ágiles de un mono enorme, pero también una larga cola recubierta de púas de un escorpión. Los ojos giraban de un lado a otro y eran amarillos. Le siseó por entre dientes afilados como agujas. Antes de que Jace pudiera agacharse, la cola salió disparada al frente con la velocidad de una cobra al atacar. Vio cómo la afilada punta se acercaba a su cara...
Y por segunda vez esa noche, una sombra se interpuso entre él y la muerte. Desenvainando un cuchillo de hoja larga, la Inquisidora se arrojó frente a él, y recibió el aguijón de escorpión en el pecho.
Gritó, pero se mantuvo en pie. La cola del demonio chasqueó hacia atrás, lista para otro golpe... pero el cuchillo de la Inquisidora ya había abandonado la mano, volando directo al blanco. Las runas grabadas en la hoja relucieron mientras hendía la garganta del demonio. Con un siseo, como de aire escapando de un globo pinchado, éste se dobló sobre sí mismo, contrayendo la cola a la vez que se desvanecía.