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—¿Qué te hace decir eso, vampiro?

—Que nadie puede tenerla, excepto tú —respondió Simon.

Jace palideció.

—Así que no me ayudarás —dijo con incredulidad—. ¿No la ayudarás?

Simon vaciló… y antes de que pudiera responder, un ruido rompió el silencio entre ellos. Un grito agudo y chirriante, terrible en su desesperación, y aún más por la brusquedad con que había sido emitido.

—¿Qué ha sido eso?

Al solitario alarido se le unieron otros gritos, y un discordante repiqueteo metálico que hirió los tímpanos de Simon.

—Algo ha sucedido…, los otros…

Pero Jace ya no estaba allí, corría por el sendero esquivando la maleza. Tras un momento de indecisión, Simon le siguió. Había olvidado lo deprisa que podía correr ahora; iba pegado a los talones de Jace cuando doblaron la esquina de la iglesia e irrumpieron en el jardín.

Ante ellos reinaba el caos. Una neblina blanca cubría el jardín, y había un fuerte olor en el aire: el sabor intenso a ozono y algo más, dulce y desagradable, por debajo de éste. Había figuras corriendo como flechas de un lado a otro; Simon únicamente podía verlas fragmentadas, mientras aparecían y desaparecían entre la niebla. Vio fugazmente a Isabelle, los cabellos chasqueando a su alrededor en negras ristras mientras blandía el látigo. Éste creaba una mortífera horquilla de rayos dorados a través de las sombras. La muchacha rechazaba el avance de algo enorme que se movía pesadamente —un demonio, pensó Simon—, pero era pleno día; eso era imposible. Mientras corría al frente dando traspiés, vio que la criatura era en cierta forma humanoide aunque jorobada y retorcida, de algún modo con la forma equivocada. Sujetaba una gruesa tabla de madera en una mano e intentaba golpear con ella a Isabelle casi a ciegas.

Apenas un poco más allá, a través de una abertura en la pared de piedra, Simon pudo ver el tráfico de York Avenue siguiendo su camino con normalidad. El cielo más allá del Instituto estaba despejado.

—Repudiados —musitó Jace, y su rostro ardía enfurecido mientras sacaba uno de sus cuchillos serafín del cinturón—. Docenas de ellos. —Empujó a Simon a un lado, casi con brusquedad—. Quédate aquí, ¿lo entiendes? Quédate aquí.

Simon se quedó paralizado por un instante mientras Jace se precipitaba al interior de la neblina. La luz del cuchillo que empuñaba iluminaba la niebla a su alrededor con un tono plateado; figuras oscuras corrían de un lado a otro dentro de ella, y a Simon le dio la impresión de que miraba a través de una hoja de cristal esmerilado, intentando desesperadamente distinguir qué sucedía al otro lado. Isabelle había desaparecido; vio a Alec, cuyo brazo sangraba, acuchillando el pecho de un guerrero repudiado y observó cómo éste se desplomaba hecho un guiñapo. Otro se alzó a su espalda, pero Jace estaba allí, ahora con un cuchillo en cada mano, saltó por el aire y los alzó y bajó con un despiadado movimiento de tijera… y la cabeza del repudiado se desprendió del cuello lanzando un chorro de sangre negra. A Simon se le revolvió el estómago, la sangre olía amarga, venenosa.

Podía oír a los cazadores de sombras llamándose unos a otros fuera de la neblina, aunque los repudiados permanecían en un absoluto silencio. De improviso, la neblina se disipó y Simon vio a Magnus, de pie con mirada enloquecida junto a la pared del Instituto. Tenía las manos alzadas y centelleaban rayos azules entre ellas. Sobre la pared donde él estaba parecía estarse abriendo un agujero cuadrado negro en la piedra. No estaba vacío, ni oscuro precisamente, sino que brillaba como un espejo con fuego arremolinado atrapado dentro del cristal.

—¡El Portal! —gritaba—. ¡Cruzad el Portal!

Varias cosas sucedieron a la vez. Maryse Lightwood surgió de la neblina, llevando al niño, Max, en brazos. Se detuvo para gritar algo por encima del hombro y luego se precipitó hacia el interior del Portal, desapareciendo en la pared. Alec la siguió, tirando de Isabelle que arrastraba el látigo manchado de sangre por el suelo. Mientras tiraba de ella hacia el Portal, algo surgió a toda velocidad de la neblina tras ellos: un guerrero repudiado, blandiendo un cuchillo de doble filo.

Simon se desbloqueó. Se arrojó a su encuentro, gritando el nombre de Isabelle…, antes de tropezar y caer de bruces contra el suelo con fuerza suficiente como para quedarse sin respiración, si hubiera respirado, claro. Se sentó en seguida y volvió la cabeza para ver con qué había tropezado.

Era un cuerpo. El cuerpo de una mujer degollada, los ojos abiertos y azules de muerte. Tenía el pálido pelo manchado de sangre. Era Madeleine.

—¡Simon, muévete!

Era Jace quien le gritaba; Simon vio al muchacho corriendo hacia él fuera de la niebla. Con ensangrentados cuchillos serafín en las manos. Entonces alzó los ojos. El guerrero repudiado que había estado persiguiendo a Isabelle se alzaba sobre él, el rostro lleno de cicatrices crispado en una mueca burlona. Simon se retorció a un lado cuando el cuchillo de doble filo descendió hacia él, pero incluso con sus mejores reflejos no fue lo bastante rápido. Un dolor abrasador le inundó y todo se fue tornando negro.

2

Las torres de los demonios de alacante

No existía magia suficiente, se dijo Clary mientras ella y Luke daban vueltas a la manzana por tercera vez, que pudiese crear nuevos espacios de aparcamientos en una calle de Nueva York. No había ningún sitio donde detener la furgoneta y la mitad de la calle estaba ocupada por coches en doble fila. Finalmente, Luke se detuvo junto a una toma de agua y puso la camioneta en punto muerto con un suspiro.

—Ve —dijo—. Que sepan que ya estás aquí. Te traeré la maleta.

Clary asintió, pero vaciló antes de acercar la mano a la manecilla de la puerta. La ansiedad le producía un nudo en el estómago, y deseó, no por primera vez, que Luke fuese con ella.

—Siempre pensé que la primera vez que fuese al extranjero llevaría al menos un pasaporte.

Luke sonrió.

—Sé que estás nerviosa —dijo—. Pero todo irá bien. Los Lightwood cuidarán de ti.

«Sólo te lo he dio un millón de veces», pensó Clary. Dio una ligera palmada a Luke en el hombro antes de saltar fuera de la furgoneta.

—Te veo dentro de un momento.

Avanzó por el agrietado sendero de piedra, mientras el sonido del tráfico se desvanecía a medida que se acercaba a las puertas de la iglesia. Necesitó unos instantes para desprender el halo de glamour del Instituto en esta ocasión. Parecía como si se hubiese añadido otra capa de disfraz a la vieja catedral, como si tuviese una nueva capa de pintura. Desprenderla mentalmente resultó difícil, incluso doloroso. Finalmente desapareció y pudo ver la iglesia tal y como era. Las altas puertas de madera resplandecían como si las acabaran de dar lustre.

Había un olor extraño en el aire, como a quemado y ozono. Arrugando la nariz, posó la mano en el pomo. «Soy Clary Morgenstern, una de los nefilim, y solicito acceso al Instituto…»

La puerta se abrió de par en par. Clary entró. Miró a su alrededor pestañeando, intentando identificar qué era lo que daba la impresión de ser diferente en el interior de la catedral.

Comprendió qué era cuando la puerta se cerró tras ella, atrapándola en una oscuridad mitigada únicamente por el tenue resplandor del rosetón situado muy arriba por encima de su cabeza. Jamás había estado al otro lado de la entrada del Instituto sin que hubiese habido docenas de llamas encendidas en los ornamentados candelabros que bordeaban el pasillo entre los bancos.

Sacó su luz mágica del bolsillo y la sostuvo en alto. La luz brilló, enviando relucientes rayos luminosos por entre sus dedos, que alumbraron los polvorientos rincones del interior de la catedral mientras se encaminaba hacia el ascensor situado cerca del desnudo altar y oprimía con impaciencia en botón de llamada.

No sucedió nada. Al cabo de medio minuto volvió a apretar el botón… y tampoco. Apoyó la oreja contra la puerta del ascensor y escuchó. Ni un sonido. El Instituto se había vuelto oscuro y silencioso como una muñeca mecánica a la que se le hubiese acabado la cuerda.