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Ciudad de las almas perdidas

Cassandra Clare

Para Nao, Tim, David y Ben

Ningún hombre elige el mal por ser el mal.

Sólo lo confunde con la felicidad, con el bien que busca.

MARY WOLLSTONECRAFT

Prólogo

Simon miraba aturdido la puerta de su casa.

Nunca había conocido otro hogar. Ahí lo habían llevado sus padres después de nacer. Había crecido entre las paredes de esa casa adosada de Brooklyn. Había jugado en la calle bajo la sombra de los árboles en verano, y había improvisado trineos con las tapas de los cubos de basura en invierno. En esa casa se había sentado su familia durante el shivah, la primera semana de luto, después de la muerte de su padre. Ahí había besado a Clary por primera vez.

Nunca se habría imaginado que un día esa puerta estaría cerrada para él. La última vez que había visto a su madre, ésta lo había llamado monstruo y le había rogado que se marchara. Él le había hecho olvidar que era un vampiro por medio de un glamour, pero no había sabido cuánto duraría ese glamour. Bajo el frío aire otoñal, mirando al frente, supo que no había durado lo suficiente.

La puerta estaba cubierta de símbolos: estrellas de David dibujadas con pintura, un grabado con el símbolo de la vida hebreo, el Chai. Había tiras de pergamino con pasajes de la Biblia atados al picaporte y la aldaba. Una hamsa, la Mano de Dios, cubría la mirilla.

Como ausente, puso la mano sobre la mezuzah de metal pegada al lado derecho del marco. Vio alzarse humo del lugar donde su mano había tocado el objeto sagrado, pero no sintió nada, ningún dolor. Sólo un terrible vacío, que lentamente se convirtió en furia.

Dio una patada a la puerta y oyó el eco en la casa.

—¡Mamá! —gritó—. ¡Mamá, soy yo!

No hubo respuesta, sólo el ruido de los cerrojos al cerrarse. Su aguzado oído había reconocido los pasos de su madre, su respiración, pero ella no dijo nada. Simon podía oler el acre miedo y el pánico incluso a través de la madera.

—¡Mamá! —Se le quebró la voz—. ¡Mamá, esto es ridículo! ¡Déjame entrar! ¡Soy yo, Simon!

La puerta se sacudió, como si ella también le hubiera dado una patada.

—¡Márchate! —Su voz sonaba áspera, irreconocible por el terror—. ¡Asesino!

—No mato a gente. —Simon apoyó la cabeza en la puerta. Sabía que seguramente podría echarla abajo, pero ¿de qué serviría?—. Ya te lo dije. Bebo sangre de animales.

—Tú mataste a mi hijo —replicó ella—. Tú lo mataste y pusiste a un monstruo en su lugar.

—Yo soy tu hijo…

—Llevas su rostro y hablas con su voz, pero ¡no eres él! ¡No eres Simon! —Alzó la voz hasta casi gritar—. ¡Aléjate de mi casa antes de que te mate, monstruo!

—Becky —repuso él. Tenía el rostro húmedo; se lo tocó con las manos y al apartarlas estaban manchadas: sus lágrimas eran de sangre—. ¿Qué le has dicho a Becky?

—¡No te acerques a tu hermana!

Simon oyó un repiqueteo dentro de la casa, como si algo se hubiera caído.

—Mamá —repitió, pero ahora no le salía la voz. Sólo logró un susurro ronco. La mano le comenzó a palpitar—. Tengo que saberlo; ¿está Becky ahí? Mamá, abre la puerta. Por favor…

—¡No te acerques a Becky! —Se estaba alejando de la puerta; Simon podía oírlo. Luego le llegó el inconfundible chirrido de la puerta de la cocina al abrirse y el crujido del linóleo con sus pasos. El sonido de un cajón que se abría. De repente, se imaginó a su madre cogiendo uno de los cuchillos.

«Antes de que te mate, monstruo.»

Esa idea lo hizo tambalearse. Si ella le atacaba, la Marca actuaría. La destruiría como había hecho con Lilith.

Dejó caer la mano y se apartó lentamente, bajando a tumbos los escalones. Cruzó la acera hasta ir a parar a uno de los grandes árboles que daban sombra a las casas. Se quedó allí, mirando la fachada de su casa, marcada y desfigurada por los símbolos del odio de su madre hacia él.

No, se recordó. Su madre no le odiaba. Le creía muerto. Su odio era hacia algo que no existía.

«No soy lo que ella dice que soy.»

No supo cuánto rato se habría quedado allí mirando si no le hubiera comenzado a sonar el teléfono, haciendo vibrar el bolsillo de su chaqueta.

Instintivamente, lo cogió, mientras se fijaba en que tenía quemado en la mano el dibujo de la mezuzah de la puerta: estrellas de David entrelazadas. Cambió de mano y se llevó el móvil a la oreja.

—¿Sí?

—¿Simon? —Era Clary. Parecía estar sin aliento—. ¿Dónde estás?

—En casa —contestó, y calló un instante—. En la casa de mi madre —corrigió. Su voz le sonó vacía y distante—. ¿Por qué no has regresado al Instituto? ¿Están todos bien?

—De eso se trata —respondió ella—. Justo después de que te marcharas, Maryse bajó del tejado donde se suponía que Jace estaría esperando. No había nadie.

Simon se movió. Sin ser totalmente consciente de que lo estaba haciendo, comenzó a caminar por la calle como un autómata hacia la estación del metro.

—¿Qué quieres decir con que no había nadie?

—Jace se había ido —explicó Clary, y él notó la tensión en su voz—. Y también Sebastian.

Simon se detuvo bajo la sombra de un árbol desnudo.

—Pero Sebastian estaba muerto. Está muerto, Clary…

—Entonces dime por qué su cuerpo no está allí, porque no lo está —dijo ella, y la voz se le acabó de romper—. Lo único que había allí arriba era un montón de sangre y de vidrios rotos. Ambos se han ido, Simon. Jace se ha ido…

PRIMERA PARTE

Más ángel malo

El amor es un espíritu familiar, el amor es un demonio;

no hay más ángel malo que el amor.

WILLIAM SHAKESPEARE, Trabajos de amor perdidos.

1

El último consejo

Dos semanas después

—¿Cuánto crees que tardará el veredicto? —preguntó Clary.

No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaban esperando, pero le parecían horas. No había relojes en el dormitorio negro y rosa inte nso de Isabelle, sólo montones de ropa; columnas de libros; pilas de armas, y una cómoda rebosante de maquillaje brillante, pinceles usados y cajones abiertos donde se derramaban braguitas de encaje, medias finas y boas de plumas. Tenía cierto aire a la estética de los bastidores de La jaula de las locas, pero durante las dos últimas semanas, Clary había pasado el tiempo suficiente entre aquella reluciente confusión para comenzar a encontrarla reconfortante.

Isabelle, junto a la ventana con Iglesia en brazos, acariciaba distraída la cabeza del gato. Iglesia la miraba con torvos ojos amarillos. Al otro lado de la ventana, una tormenta de noviembre estaba en pleno apogeo, y la lluvia resbalaba por el vidrio como si fuera barniz.

—No mucho más —contestó Isabelle lentamente. No llevaba maquillaje, lo que la hacía parecer más joven, y sus oscuros ojos más grandes.

Clary, sentada en la cama de Izzy entre un montón de revistas y una repiqueteante pila de cuchillos serafines, tragó saliva con fuerza para sacarse el sabor amargo que le subía por la garganta.

«Vuelvo en seguida. Cinco minutos.»

Eso había sido lo último que le había dicho al chico que amaba más que nada en el mundo. En ese momento pensaba que tal vez fuera lo último que hablaran.

Clary recordaba perfectamente ese momento. El jardín del tejado. La cristalina noche de octubre, con las estrellas ardiendo de un blanco helado en un despejado cielo negro. Las piedras del pavimento marcadas con runas negras, salpicadas de icor y sangre. La boca de Jace sobre la suya, lo único cálido en un mundo tembloroso de frío. Colgarse el anillo Morgenstern del cuello. «El amor que mueve el sol y todas las otras estrellas.» Volverse para buscarlo con la mirada mientras el ascensor se la llevaba, arrastrándola de nuevo hacia las sombras del edificio. Se había reunido con los otros en el vestíbulo; había abrazado a su madre, a Luke y a Simon, pero parte de ella, como siempre, se había quedado con Jace, flotando sobre la ciudad en aquel tejado, los dos solos en la fría y brillante ciudad eléctrica.