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Cal tragó, buscando saliva, pero solo encontró polvo y moho del fondo de su boca.

– Lo siento -dijo, tratando de parecer sincero. ¿Basta ría con eso? ¿Podría arrancar el anzuelo? Le supuso un gran esfuerzo, pero posiblemente no bastara para cortarlo.

Yokver no lo soltó.

Como una marioneta de madera, el profesor rodeó su silla con los brazos en jarras. La verdad es que tenía auténtico ritmo y una gracia atlética.

– Creo que no he oído eso, señor Prentiss. ¿Ha dicho que lo sentía? -Había abandonado el acento y no resultaba ni la mitad de agradable sin el deje dixie-. ¿Y qué es lo que siente?

Montones de cosas, pensó Cal mientras se concentraba en los topos del centro de la corbata del Yok. Había una mancha. Arrugó la nariz. Ajo. ¿Salsa de cangrejos? Levantó la mirada y vio que Yokver estaba esperando una respuesta. ¿Qué sentido tenía aquella especie de tortura? ¿Para qué seguir empujando aun después de tener a alguien pegado a la pared? ¿Para lucirse? ¿Para impresionar al boy scout o presumir con Candida? Puede que sí, pero lo más probable es que no. Esas razones eran demasiado identificables, demasiado humanas.

Cal ya sabía que la otra clase que tenía aquel día, El arte de la poesía romántica en la Edad Contemporánea, se había cancelado. Solo quería tomar unos huevos escalfados con extra de bacon en la cafetería, volver a su cuarto, dormir unas horas más, y puede que beberse unas latas de cerveza a última hora de la tarde. Podía haraganear el resto del día, hacer la colada, echar un vistazo por eBay y terminarse una novela que Willy le había prestado.

Esperaría a que llegara la noche para colarse en el sótano de la biblioteca y empezar a trabajar de verdad.

Se aclaró la garganta e hizo un esfuerzo por sonreír, pero no logró que sus labios se doblaran como debían.

– Siento haberme distraído en mitad de su explicación. No estaba en ningún sitio especial en este instante concreto, profesor Yokver. Señor. -Eso debería de haber sido más que suficiente, en serio, joder. Pero una pegajosa necesidad que había en su interior empezó a despertar, el deseo de recobrar parte del terreno perdido. No hubiera podido decir si seguía respirando y solo esperaba no haber empezado a jadear-. Puede que estuviera recordando los placeres y la seguridad del vientre materno.

El Yok levantó las pálidas manos, con aquellos dedos que parecían interminables, por encima de su cabeza, y dijo:

– Puf, joven. No lo sienta.

Cal asintió.

– En realidad no lo sentía.

– ¿No?

– No.

Oyó que Jodi jadeaba en el pupitre de atrás, uno de aquellos suspiros enfurecidos que vienen a decir «oh, por favor no nos metas en más líos». Ella sabía mejor que nadie lo mucho que temía aquel curso, pero a pesar de todo esperaba muchas cosas de él, y Cal no terminaba de entender el porqué. Jo era la razón por la que había escogido la clase de Filosofía del Yok. Normalmente una clase a las 8:00 de la mañana habría sido más que suficiente para espantarlo, pero últimamente pasaban tan poco tiempos juntos que se había decidido a apuntarse. Además, como la clase era tan temprano, se suponía que debían de dormir juntos en el cuarto de ella, aunque tampoco esto estaba saliendo como esperaba.

La luz que había brillando en los ojos de Yokver la semana pasada, cuando le había dejado el formulario de baja en la mesa, le había confirmado el gran error que había cometido al dejar que supiera que odiaba estar allí. El aire se había enfriado tanto que Cal hubiera jurado que su aliento se veía. Tras estrujar la nota en silencio, el profesor Yokver la había arrojado a la papelera y había seguido comentando párrafos de la obra de Nietzsche, Crepúsculo de los ídolos.

Diez días antes Yokver había dicho en una de sus clases que no existe eso que se llama movimiento. Utilizando una flecha como ejemplo, les había explicado que en cada intervalo de tiempo concreto la flecha permanecía estacionaria, congelada en el espacio que ocupaba en aquel preciso instante. Era la clase de razonamiento que puede abrir la mente a los jóvenes siempre que no hayan estudiado física. Subrayó su argumento haciendo acrobáticos giros por toda la clase, mientras gritaba, «¡no estoy moviéndome!». Cuando uno lo contaba parecía gracioso, pero estar allí dotaba al episodio de un sesgo diferente, desagradable.

Más tarde, Cal le había contado al decano, que estaba doctorado en física y química además de en teología, la situación entera. Le había suplicado que se olvidara de los formularios y le permitiera dejar la clase, pero el decano se había limitado a fulminarlo con una prolongada mirada que le había hecho comprender que le convenía no involucrarlo en un asunto como aquel.

Su mirada se posó en el lado bueno del Yokver, que en aquel momento estaba sonriendo y levantando las cejas, interpretando toda una pieza de vodevil.

– No lo sientes, ¿eh? No, claro que no. Entonces, ¿por qué…

Eh, todo el mundo tiene su límite. Así que deja de tocarme las…

– … lo has…

pelotas,

– … dicho…

joder.

– … Calvin?

Bien, ahí estaba. La gota que colmó el vaso fue el tono rastrero y despectivo que Yokver puso en el Calvin. El mismo tono que utilizan todos los matones para corear tu nombre mientras te sujetan e impiden que alcances tu tartera. Dándote con un dedo en el pecho, justo por debajo del corazón, hasta que te duele el pecho. Se llamaba Caleb, no Calvin, así que el tiro falló de todos modos. Pero la cuestión no era esa. ¿De verdad habían llegado las cosas a ese punto? ¿De verdad quería el Yok pelear con él o era solo que su colesterol había vuelto a jugarle una mala pasada?

Cal respondió con la respiración entrecortada.

– Pensé que sería una manera educada de quitármelo de encima. -Cerró su cuaderno vacío. Casi deseaba recibir un suspenso fulminante. Cualquier cosa con tal de salir de allí.

Tras quitarse las gafas con un gesto teatral, como Clark Kent en un momento desesperado -el río desbordado, el autobús escolar sin frenos resbalando por una carretera de montaña-, como si fuera a arrancarse la camisa y apareciera debajo la licra de color azul, Yokver se masajeó el puente de la nariz y se rascó de forma frenética el surco que tenía entre los ojos. La coleta se meneó por encima de su hombro izquierdo y después por encima del derecho mientras él sacudía la cabeza y chasqueaba ruidosamente la lengua.

– Según parece, piensas que ya conoces todas las respuestas y por tanto no necesitas enfrentarte a la sustancia de este curso. De modo que, Calvin, ¿por qué no me dices lo que está pasando realmente por tu mente?

Caleb sonrió y las cejas del Yok descendieron levemente. Era mucho mejor estar sonriendo. Algo líquido e hirviente que había en su interior se volvió sólido de repente. Ya no sentía el martilleo del pulso en las muñecas, pero la cabeza seguía doliéndole un poco. Se apartó el cabello de la frente y dijo:

– Si quisiera ver a un payaso, iría al circo.

– ¿De veras?

– Sí. Por apenas diez dólares me sacan cincuenta enanos de un Volkswagen, y hasta puedo comprar una de esas pequeñas linternas de neón para señalar en la oscuridad. Hasta los caniches bailarines son más divertidos que sus piruetas.

Jodi reprimió una risilla y susurró un «Ay, Cal». Algunos de los otros chicos respondieron con «aaahs» y «hmmms», como un coro calentándose. ¿Pensaban que estaban en la escuela primaria o sentados en una iglesia? ¿Querían ver cómo lo machacaban, de verdad estaban tan aburridos? Claro que sí, siempre era así.

– Yo creía que el término socialmente aceptable era «personas pequeñas».

– Llevo en esta clase tres semanas y hasta el momento no he visto que abandonara un solo segundo su monólogo de teatrillo de Atlantic City para hablar de cualquier dilema ético, moral o social, o de asuntos serios como la otra vida, el racismo, la censura, la pornografía, el aborto o… -Buscó algo relevante y todo brotó en una sola cadena de imágenes, a pesar de que él mismo rara vez dedicaba un momento a pensar en estas cosas-… la prostitución, la Jihad, el incesto, Ruby Ridge, el hedonismo, la guerra, o esos cabezas de chorlito que quieren encerrar a los enfermos de SIDA en un campo de concentración en el desierto, las nuevas leyes sociales, la Seguridad Social, Oklahoma City. -Tragó una saliva más espesa que el sirope-. O el suicidio.