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El silencio describía mordientes círculos en el aire.

Cada una de las otras veces, para su propia vergüenza, había tratado de hacerse amigo de la audiencia, confiando en apelar a su miseria antes de que su furia estallara. Se había equivocado de movimiento. Solo tenía que entrar.

– Está bien -dijo con voz tranquila-. Puedes decirlo. Háblame. Respóndeme.

– Cal…

La voz era única en su falta de resonancia, con una cadencia rítmica que solo se oye en los lechos de muerte de los hospitales.

Era Fruggy Fred, dormido.

Tenía sentido, claro, aunque no terminaba de comprender cuál. Fruggy soñando, llamándolo una y otra vez. Las preguntas de su tesis de licenciatura, infinitas en su sutileza y sus conexiones, regresaron para propinarle un sólido puñetazo en la caja torácica. La muerte de Circe, la encantadora, la soñadora. El libro descansaba en el último cajón de su mesa. El gato lo miraba con odio.

Cal se volvió. La frente se le cubrió de sudor frío.

– Fruggy, has sido tú desde el principio.

– Yo -susurró Fruggy.

– Pero… pero… -Las respuestas agresivas le quemaban la garganta. Trató por todos los medios de imitar el habla monótona de Fruggy Fred, tragándose el pánico-. Has estado viniendo a mi cuarto a dormir, ¿verdad? Mientras yo estaba fuera.

– Yo…

Tómatelo con calma. Despacio, despacio, no lo pierdas. Tienes que entrar.

– ¿Dónde estás?

– Yo…

– ¿Estás en tu cuarto?

– No.

– ¿Dónde entonces?

– Aquí.

– ¿En la emisora?

– Aquí.

– ¿Dónde estás? Vamos, ¿puedes decírmelo?

Podía ver a su amigo tendido allí, sudando en la cama y perdido en el interior de su propia cabeza. Fruggy Fred gimió un poco y su lengua golpeó con fuerza sus dientes mientras decía con un sollozo:

– Estoy en el Infierno.

Caleb contempló la pared. Entendió. Sí, lo estás. Todos lo estamos. Bajo la mancha yacía una chica con las manos sobre el borde del colchón, sacudiendo los rizos de su cabello con sus exhalaciones, brrr, aparentemente tan muerta como cualquier otra de las asesinadas que habían dormido en su cama.

– ¿Qué pasa, Fruggy? ¿Qué está diciendo Sylvia?

Solo el atisbo de un sonido perdido en una perezosa exhalación de aire.

– …

– ¿Qué?

Al cabo de casi un minuto entero se repitió el mismo sonido flotante.

– …

Cal contuvo el aliento y se concentró. Cerró los ojos y trató de extender los brazos hacia la oscuridad de su cráneo. Al cabo de otro minuto sintió que sus pulmones estaban a punto de estallar, pero siguió hundiéndose lo más posible en su interior, como si estuviera buscando su tumba. Le dolían las orejas a fuerza de tratar de captar el mensaje de Fruggy desde el otro lado de su sueño.

– …ock…

Cal aspiró hondo y trató de no soltar un jadeo.

– ¿Yokver?

Solo silencio.

Sin decidir si creía lo que estaba pensando, si podía ser verdad, preguntó:

– ¿La mató el Yok, Fruggy?

Algo se rompió en el interior de Fruggy Fred entonces; una caída de la presión, quizá. Su personalidad sonámbula pareció de repente más acostumbrada a actuar con su cuerpo.

– He hablado con ella, Cal.

– Sí.

– He hecho lo que me dijiste.

Jesús, Dios, ¿quién de los dos está más loco?

El corazón de Caleb se retorció hacia un lado mientras las implicaciones empezaban a provocarle escalofríos en la espalda. Melissa suspiró. Creyó ver una sombra al otro lado de la ventana pero se dio cuenta de que no eran más que sus propios y agitados movimientos. El cable del teléfono estaba cada vez más tenso.

– ¿Qué te ha dicho?

– Solo quería una educación. -Fruggy Fred pareció encontrar esto divertido, y un atisbo de carcajada se asomó a su voz-. La mintieron. La mataron.

– ¿Por qué?

En los rincones de aquella voz carente de inflexiones reptaban un pesar y un dolor espantoso.

– Les enseñó.

– ¿Qué le hizo Yokver?

– Sigue siendo muy fuerte -sollozó con todas sus fuerzas-. No quiere dejarme solo.

Cal se rascó la cara, frustrado.

– Lo has sabido todo el semestre, ¿verdad? También tú podías olerlo.

– Yo…

– Desde que viniste aquí el primer día y te quedaste dormido en el lugar de su muerte. Lo sabías. Ha tratado de llegar hasta mí a través de tus sueños, ¿no es así, Fruggy? ¿No es así?… Y has estado llamando para contármelo.

– …

– Sabes que estamos locos.

– Lo sé, Cal. -Fruggy resopló en medio de sus lágrimas-. Los ángeles sueñan.

– Oh, Jesús. -Las piernas de Caleb temblaron y tuvo que apoyarse en la mesa. Volvió la mirada y observó a Melissa Lea soñando, y vio que su propia mano se movía en su campo de visión como si ya no fuera parte de él y acariciaba con suavidad aquellos labios húmedos-. ¿Con qué sueña?

– Dice que sueña contigo, Cal. -La emoción de su voz cobró mayor fuerza y pareció que iba a despertar-. No vuelvas allí. -Y de nuevo, como si implorara, aterrorizado, chillando, despierto-. ¡… ock…!

Fruggy Fred gimió de dolor.

Se escuchó un chapoteo denso.

El teléfono enmudeció.

Las manos de Caleb empezaron a sangrar.

15

La casa del profesor Yokver, al igual que su propietario, se erguía con tanto desdén que provocaba amargura.

La luna proyectaba algo más que luz sobre ella. Se podía sentir la infección. Árboles enfermos campaban a sus anchas por el patio delantero, trazando irregulares patrones cancerosos. Sus ramas se extendían como retorcidos venablos, dirigidas al cielo, arañando los canalones rotos y llenos de nieve derretida, apoyadas en un tejado lleno de guijarros sueltos. El césped era una colección de agujeros y zanjas, el lugar perfecto para ocultar cadáveres. Hasta la nieve, demasiado alejada del blanco, parecía falsa. La casa era una desgracia, pero eso no importaba. El decano mantenía a Yokver cerca, aunque no demasiado.

Cal estaba en la calle, con el nudo de la corbata hecho todavía y la London Fog azotada por el viento. Desde allí podía ver todas las ventanas del profesor Yokver: el grueso tirador de bronce y la veleta dando vueltas. Se volvió medio paso a la derecha, dirigió la mirada calle abajo y vio que las lejanas luces del dormitorio del decano seguían encendidas. Todos los coches de lujo habían abandonado la zona: el alcalde, la junta universitaria y las demás personas influyentes habían sido enviadas a casa, saciadas y satisfechas.

Jodi seguía allí.

El alfiler de la corbata de su padre le pesaba mucho. El hombre había dejado la escuela a los dieciséis años y Cal hubiera debido imitar su ejemplo. Entrar a trabajar en una acería, afiliarse a un sindicato, fichar durante cuarenta años. En aquel momento, pasar el resto de su vida metiendo carne en un almacén le parecía una buena idea.

Había cogido los algodones, y las tiritas y se había vendado las manos antes de que las heridas mancharan demasiado el cuarto. No había despertado a Melissa Lea ni siquiera cuando se había anudado las vendas con los dientes. La había dejado durmiendo en su cama y le había echado las mantas sobre el hombro antes de darle un beso de la frente, como el hermano que nunca había llegado a ser.