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La sangre anunciaba sangre.

Fruggy Fred estaba muerto.

El entumecimiento prevaleció. Su hermana, con un crucifijo en las manos y el hábito ondulando, estaba habiéndole de nuevo. La observó, sabiendo lo que iba a ocurrir mientras las cabezas de las ratas asomaban por entre los jirones de la túnica. Se balanceaba de un lado a otro bajo el viento, tratando de permanecer erguida, pero encorvada por el peso del crucifijo y las ratas que la devoraban. Cal siguió observándola, fascinado pero un poco receloso del obvio simbolismo, hasta que ella se movió, arrastrando a Cristo por el polvo. Probablemente no fuera tan mala idea visitar a un siquiatra un día de estos.

Ojalá el alma de Sylvia Campbell hiciera aparición. Solo tenía que mostrarse un segundo, pronunciar una palabra. Cualquier cosa, un contorno plateado pasando fugazmente delante del porche, un aullido de banshee urgiéndolo a seguir adelante. El lamento de un canto de sirena, la diosa de la luna arrojando piedras. Cualquier cosa.

Pero las Circes de boca roja habían desaparecido y estaba solo, parado junto al bordillo, observando la casa de Yokver. Las vendas estaban funcionando mejor de lo que había esperado. Teniendo en cuenta lo que habían tardado en curar los estigmas en otras ocasiones, estaba seguro de que los agujeros de sus manos estaban terminando de cerrarse. Escuchó cinco campanadas. Al amanecer se habría marchado.

Cerró los ojos y sus pensamientos empezaron a vagar. Qué día más largo había sido, se dijo. Si es que, de hecho, aquellas horas conformaban un día solo y no toda su existencia. Un círculo se había completado en ese tiempo, un principio y un final en el penoso avance del nacimiento a la muerte. Puede que fuera él; puede que fuera solo una pesadilla que fuera él.

¿Y qué se suponía que debía hacer ahora? ¿Cómo encajaba todo? ¿Podía ser un asesino el escandaloso títere o había entendido mal a Fruggy? Cal aguardó. Confiaba en ver aparecer en cualquier momento al Yok, volviendo subrepticiamente de donde quiera que hubiese dejado el corpachón de Fruggy Fred, con las manos manchadas de barro. Sylvia Campbell había querido una educación y había muerto por ella. Fruggy se lo había dicho y había muerto por ello. Alguien más había muerto, lo sabía, pero Jodi estaba a salvo y siempre lo estaría. Caleb deseó estar de nuevo en su ataúd.

La luz del dormitorio del decano se encendió en la distancia, mofándose de él con impunidad.

Aun después de haberlo vomitado todo seguía notando el sabor del Four Roses que había bebido en el Búho y podía oír a Candida Celeste preguntándole con extrema irritación, ¿qué problema tienes, capullo? Husmeó la brisa, y captó el olor de los pinos y la menta. Algunas hojas crujían en la calle.

Caleb se soltó las vendas y dejó que volaran calle abajo. El viento las arrastró sobre las heladas cunetas hasta que, sacudiéndose como serpentinas, toparon con los troncos de árboles nudosos. Sus palmas volvían a estar perfectamente y las líneas de la mano en su lugar. Caminó lentamente hasta el bordillo entre el eco de sus pisadas, suave como el golpeteo de fichas de póquer.

Tras subir a la acera cubierta de nieve del profesor Yokver, se encaminó a la casa. No había huellas sobre la nieve del patio delantero. Los matorrales se inclinaban y arañaban su abrigo, dejándole cristales de hielo en la nuca. Buscó señales de asesinatos y no encontró ninguna. Con la mirada clavada en la aldaba de cobre con el nombre YOKVER grabado, puso una mano en el picaporte y lo giró. Al principio ofreció una pequeña resistencia pero apretó con más fuerza y oyó cómo se abría el cerrojo. Entró.

Se deslizó por la oscuridad sin importarle mucho qué dirección tomar. Había una luz al otro lado del pasillo. Mientras se abría camino cuidadosamente entre los muebles, tanteando como un animal, se le alborotó la respiración. Podía sentir cómo acechaba la rabia en su pecho, esperando a que le soltara las riendas.

Los olores eran muy intensos: huevos y salchichas, repollo y jamón hervido, así como un ambientador de lilas y algunos e inútiles rastros de popurrí. No olía el cadáver de Fruggy Fred. O el Yok carecía de todo sentido del olfato o le gustaba la salvaje fusión de pestes. Debía de excitarlo, recordándole a los burdeles y los apestosos y largos pasillos de los clubes de especialidades, o los cuartos traseros de los locales de striptease, donde las bailarinas estaban a quinientos pavos la pieza. Cal podía imaginárselo aquí, evaluando exámenes y preparando el curso, husmeando y canturreando.

Un ruido en otra habitación.

Un libro cerrado con fuerza.

Las fosas nasales de Cal se agitaron. Trató de captar toda la casa, disecar los aromas para poder descubrir pistas en el aire. Los reflejos de sus movimientos en los espejos atrajeron su mirada hacia una antigua vitrina. Yokver, la señora, el decano: a todos ellos les gustaba mirarse. Cal entendió que la clase de Filosofía 138 tenía otro propósito que enseñar ética. Desarraigar a los débiles y aprovecharse de cualquier defecto que quedara a la vista. Reunir la siguiente y cremosa generación de chicos útiles. Habían descubierto la incesante necesidad de perfección de Jodi y la habían utilizado, reclamando su inquietud. Educándola. Si se lo hubiera mencionado, ¿podría haber impedido que ocurriera? ¿Lo habría intentado?

La luz de la habitación proyectaba una claridad amarillenta en el pasillo.

Cal se acercó al umbral.

Tras doblar lentamente el recodo, asomó al interior: un estudio, lleno de estanterías con libros y esculturas. Sus sienes palpitaban dolorosamente y sus ojos se vieron atraídos por la lámpara de aceite con pantalla verde. Recorrió el lugar con la mirada hasta ver el destello de unos dientes perlados. Estaban montados en una risa enfermiza que se le dirigía, lupina, desde detrás de una mesa. Yokver levantó un arma que tenía en el regazo.

Cal estuvo a punto de echarse a reír.

¿Un arma? No daba crédito a sus ojos.

– ¿Qué es el bien? -preguntó. La ventana que había detrás de Yokver ofrecía una magnífica vista de la casa del decano, cuyo dormitorio estaba tan iluminado como si estuviera ardiendo-. ¿Qué es el mal?

Arrugando el gesto, el profesor Yokver dijo:

– Casi habías llegado tú también.

Algunas veces no querrías hacer otra cosa que dejarte caer al suelo aferrándote con tus propios brazos y reírte hasta perder el conocimiento, despertar, y volver a hacerlo.

Los labios de Cal se fundieron en una tosca sonrisa.

– ¿Llegado, eh? -Supuso que era cierto, de una forma o de otra-. Lo admito. Hoy he aprendido mucho de ti.

– Sí, pero como la mayoría de los huérfanos reprimidos e inadaptados, caminas por la vida descartando todas las cosas profundas que descubres.

– Un golpe bajo, Yok.

El arma se movió con un gesto de desagrado. Puede que Yokver hablara en serio o puede que solo estuviera intentando algo, haciendo una jugada desesperada. Desde luego, el tío tenía una obscena necesidad de fantasear. Igual que Cal. No era de extrañar que se hubieran visto arrastrados a aquel duelo. Estaba escrito.

El Yok no llevaba sus gafas. No las necesitaba.

– Eras un candidato perfecto.

– Ya veo.

– Después te hubieran ofrecido un puesto en la universidad.

– ¿En calidad de qué?

– Profesor de humanidades. Como instructor.

– ¿Y lo fastidié?

– Sí, desgraciadamente.

Que Yokver siguiera así. Desplegando su plan maestro, sin darse cuenta de lo ridículo que parecía y sonaba. Podía quedarse allí todo el día, sacudiendo la cabeza y sonriendo, pero si quería llegar a alguna parte, al final tendría que participar en el diálogo.

– Supongo que ahora es cuando te sonrío y tú gritas: «estás loco».

– No necesariamente. -Yokver sacudió el arma y su coleta se balanceó-. Verás, pobre muchacho, llevas algún tiempo volviéndote loco. -Una carcajada escapó de uno de ellos-. Todos hemos pasado por el proceso.