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– Y la monja. Están aquí ahora.

Yokver temblaba violentamente. Los ojos de Caleb fueron sendas tumbas separadas cuando saltó y se desplazó en un mismo movimiento. Sus músculos se tensaron, el gabán se desplegó como unas alas, el rostro permaneció tan muerto como el de un cadáver. El tiro resonó como el crujido de una rama de árbol.

Caleb cogió uno de los sujetalibros de Shakespeare y se lo hundió a Yokver en la cabeza.

16

La casa negra, el viento que se levanta.

El conocimiento fluía por sus huesos mientras la oscuridad se apartaba y aparecían jirones de azul y amarillo en el cielo. Había llegado hasta el amanecer. Al menos había llegado hasta allí. Por alguna razón, lo consideraba un logro. Puede que su hermana estuviera orgullosa de que las ratas no lo hubieran destruido. Puede que estuviera aplaudiendo discretamente. La sangre siempre había estado con él, en él y sobre él. Fue capaz de desechar casi todos los pensamientos pero no las sensaciones, el martilleo del pulso, el vello erizado como unas cerdas. Una vez más estaba en la calle y observaba. Caleb como asesino.

No había nada que ver salvo la casa del decano, oscura y silenciosa, donde habían quedado sus trozos en el suelo.

Acarició la corbata y se pasó un dedo por el alfiler de la corbata. Se le encogió el estómago, y luego se le tensó, como le pasaba en los exámenes finales. No podía recobrar el aliento allí, en los minutos de color carbón que precedían al amanecer. Se sentía un poco embriagado y una calidez lo recorría. Rápidamente, caminó por la nieve hasta la parte trasera de la casa, rodeando la piazza hasta encontrarse de nuevo frente a las dobles puertas de cristal.

Nunca las cerraban. Por supuesto que no. Eso tendría demasiado de mentalidad de clase media y significaría que temían a los ladrones. Ellos siempre se sentían a salvo.

La puerta de cristal se abrió deslizándose sobre el riel. Caleb entró.

Podía oler sus propios vómitos en aquellos pasillos.

Junto con el zumo de tomate, zumo de naranja, mucho whisky y vermú. Las mesas y manteles del vestíbulo estaban llenas de vasos de vino y copas de champaña, vacíos. La criada tenía la noche libre. Ahora que los invitados se habían marchado y se habían llevado su sucia política, la habitación era más pintoresca que amenazante.

Dentro del aparador había media docena de figurillas de cristal mezcladas con las de Dresde. En su interior se ensortijaban los arco-iris que creaba la luz del sol al incidir sobre las estanterías. Los colores describían piruetas. Tocó una par de bailarinas con la yema de un dedo. Un amanecer rosado iluminaba la ventana. Había algo infantil e inocente en las figurillas, como si fueran los fragmentos que restaban de la infancia de la propia Clarissa. Las palabras resonaron en su mente: todos hemos pasado el proceso. Cal se frotó los ojos. Era imposible imaginarse a la Señora Decano con coletas, jugando con muñecas Barbie o saltando a la comba o haciendo algo que no estuviera perfectamente controlado y fuera impecable.

Al pensar en niños pequeños, una de las cuerdas de su corazón se puso tensa y sintió un instante de lástima. Jo y él nos solían hablar de niños. ¿Significaba que finalmente estaba ascendiendo; que pasaría esta prueba? ¿Al menos una? Los niños hidrocefálicos nunca se enfrentaban a pruebas como aquella, y sonreían mucho más.

Algo se movió sigilosamente tras él.

Cal se revolvió y lanzó un puñetazo salvaje en la dirección del sonido, confiando en hacer blanco en los alargados huesos del decano, machacar al cabrón de una vez y para siempre y hacerle pedazos de un solo golpe.

Falló y se extendió demasiado. Sintió un fuerte dolor en las costillas y el aire se le escapó de los pulmones. Unos dedos como hierros lo obligaron a volverse, lo sujetaron por debajo de los brazos y apretaron, levantándolo en vilo. Unos poderosos antebrazos se cerraron alrededor de su cuello. Continuó resistiéndose y fue empujado contra la vitrina. Las figurillas acabaron en el suelo hechas añicos.

Reuniendo todas sus fuerzas, levantó un pie y lanzó una patada hacia atrás que golpeó una rodilla.

– ¡Au!

¿Lo había conseguido? ¿Había golpeado al decano y había conseguido que el muy hijo de puta dijera algo al fin? Cal volvió a lanzar una patada y falló.

– ¿Quieres relajarte?

– Oh, no.

Era Willy, vestido con unos pantalones de chándal y nada más, con la mirada entornada y el pelo revuelto, como si acabara de despertar. Parecía fatigado como solo quedan los hombres después de una prolongada sesión de sexo. El resto de las piezas encajaron por sí solas: quién estaba allí, quién no, quién había caído ya y por qué. Willy no sabía una mierda.

Inclinándose y frotándose la rodilla, lanzó una mirada ceñuda a Cal y sacudió la cabeza.

– Tienes que estar de broma. ¿Qué demonios estás haciendo entrando de esa manera? ¿Sabes qué hora es? ¿Es que estás loco?

Sí, y había que estarlo para poder graduarse. ¿Es que todo el mundo que conozco forma parte de esto?

– Jesús, Dios, ¿qué estás haciendo aquí? -Ya conocía la respuesta pero tuvo que preguntarlo.

– Será mejor que te largues -dijo Willy-. Es una historia larga y absurda y no querrás que te la cuente ahora. Créeme, en serio. No debes estar aquí. Vete. Márchate ahora mismo, Cal, y te lo contaré por la mañana.

Caleb no pudo más que musitar:

– Willy. -No había cómo explicar todas las circunstancias de aquella noche, la diferencia entre el bien y el mal, si es que existía. Cal era ahora un asesino y no podía terminar de admitir que eso fuera algo malo. Willy parecía tan pueril e inocente, tratando de protegerlo, que un aullido animal de dolor se abrió paso por la garganta de Cal. No podía contarle a su amigo lo que sus años de universidad pretendían producir, especialmente ahora que ya lo habían hecho.

– ¿Clarissa?

Willy gruñó y puso los ojos en blanco.

– No, Julia Blanders, tío. Te hablaba de ella. Escucha, iba a suspender Inglés, aunque leyera Catcher in Your Eye. Ella me prometió una buena nota en escritura creativa, sabes, y además es todo subjetivo. Rose encontró la historia, con mi nombre. Sabe que no la escribí yo, sino un capullo novato; entonces fue cuando se puso histérica. Lo arreglaré todo con ella por la tarde, confía en mí.

– Escucha, tienes que escucharme…

Pero Willy no podía oírlo.

– Es curioso que no estuviera esta noche aquí, pero gracias a Dios no ha venido. Te vas a quedar alucinado. Verás, entonces, la mujer del decano, empieza a… es asombroso, escucha, te digo que… no deberías estar aquí… Tiré tu invitación; sabía que iba a ocurrir alguna mierda como esta…

Willy había tratado de aislarlo y la señora había venido a buscarlo al ver que Cal no quería bailar. Era culpa suya.

– Rose -dijo con voz entrecortada.

Podía verlo. Rose corriendo como una loca por el campus, gritando y sacudiendo los brazos salvajemente, entrando en la oficina de Julia y arrojando el falso trabajo de Willy sobre la mesa. No habría podido contener las preguntas, no con aquellas uñas dispuestas a arrancarle los ojos a alguien. Seguía pensando que Willy tenía una novia en clase, e interrogaría a Julia hasta descubrir que era con su profesora con quien estaba acostándose. No le sería difíciclass="underline" Julia estaba ya introduciéndolos entre sus filas. Una bofetada: así era como se había hecho Julia aquel cardenal. Hay que ver cómo encaja todo cuando se te caen las escamas de los ojos. Rose no se habría detenido, no en su estado. Se la imaginó cogiendo una silla, un abrecartas. Julia corriendo por la habitación, las dos gritando… hasta que apareció seguridad.

Hasta que se presentó Rocky.

– Ay, vamos, tío -suplicó Willy-. No me mires con esos ojos de cordero degollado ni me des más lecciones, ¿quieres? Lo superará. Siempre lo ha hecho. Sé que está herida pero hay más cosas en esto. Y si no lo hace, puede que sea hora de separarse. Confía en mí, oye…