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Haciendo autoestop por las carreteras interestatales descubrió que los camioneros de su época eran remisos a recoger autoestopistas. No podía culparlos. Terminó alquilando un Mazda y pasando sin detenerse por todos los lugares que había creído que serían interesantes. De algún modo terminó varado en la Costa Oeste, cuando su intención había sido visitar Nueva Inglaterra. El Mazda se averió en Arizona y él terminó montado en una camioneta con quince indios navajos. Lo dejaron en un pueblo llamado Blue, que no tenía más de cincuenta metros de largo. No sabía qué demonios iba a hacer.

Sus problemas con el alcohol habían empezado a los quince años, pero había pasado sobrio los últimos dos años, o al menos eso creía. No recordaba haberse tomado ni una mala cerveza pero ahora el aliento le olía siempre a ron.

El sedoso abrazo del fracaso lo había encontrado de nuevo y él había respondido echándose a reír a carcajadas: atravesando parajes de maleza se ocultó para esperar a que pasara el tiempo, entre las grotescas escenas de la vida rural y las atracciones para turistas, montando en potros lisiados y becerros bicéfalos. Tardó otra semana en llegar a las playas de California y para entonces su sudor olía a whisky pasado. Los discos en los que escribía cuando no estaba tan débil y quemado por el sol que era incapaz de encontrar las llaves de su portátil se habían fundido casi todos. Su pelo había perdido color y ahora era de una apagada tonalidad arenosa.

Despertó en mitad de enero, con una torcedura en cada rodilla y las manos llenas de fragmentos de una botella de ron 151, que se le habían clavado al caerse en un terraplén de las afueras de Sparks, Nevada, y que lo dejaron varado tres días. Las monjas lo ignoraban y los médicos lo trataban con descuidado desapego. Casi nadie se molestaba en dirigirle la palabra, preguntara lo que preguntara. No recordaba la mayor parte del viaje, y lo poco que recordaba hubiera preferido olvidarlo.

El largo periplo terminó con Caleb con muletas, vendado y cojeando en dirección al triste porche delantero de la casa de Jodi. Su hermano Rusell estaba mirando unas fotos en blanco y negro, riéndose entre dientes. Johnny tenía cuatro Toyota robados aparcados en el linde de un bosquecillo cercano, donde los estaba pintando de amarillo limón con una brocha y un cubo. Los niños retrasados gateaban y maullaban en el patio; su beligerante padre y su madre alcohólica lo amenazaron con escopetas. Le gustó la atención. Finalmente dejaron que aparcara en el patio de atrás, donde todas las tardes se le sentaba en las rodillas un niño hidrocefálico. Jo no hizo demasiadas preguntas. En cierto modo, aquella fue la mejor y la peor parte de la aventura.

Casi repuesto del todo -al menos por lo que se refiere a sus piernas-, regresó a la universidad y descubrió que acababan de pintar las paredes de un gastado color melocotón que no conseguía ocultar el hecho de que en la esquina de su cuarto, alguien había muerto de forma horrible. El lugar olía como las costras de sus manos hasta cuando las ventanas estaban abiertas de par en par, y entre eso y el frío que entraba por ellas, parecía un almacén de carne.

Mientras contemplaba las manchas, había entrado Willy para preguntarle por su viaje a Nueva Inglaterra. No pudo hacer otra cosa que quedarse mirando la pared.

En cierto modo, seguía mirándola.

Volvió la cara hacia el viento feroz al salir del campo.

9:43.

Tenía las dos manos sudorosas y llenas de jirones de la tela de sus bolsillos. Cuando Jodi se enterara de que iban a clausurar la feria a causa de la nieve, se enfadaría mucho: llevaba toda la semana hablando de ello, presa de un entusiasmo casi vertiginoso que raramente había visto en ella. Casi daba miedo. Puede que lo que le hubiera atraído de ella fuera la seriedad de su carácter, que le proporcionaba algo a lo que aferrarse cuando necesitaba recobrar el equilibrio.

No obstante, era un alivio descubrir que el delicado cariño que se profesaban seguía allí, algunas veces al menos, y que no siempre tenía que amarla contra la marea de su inevitable separación.

– ¿Ganarás un peluche para mí? -le había preguntado ella el día antes.

¿Qué otra cosa podía responder salvo, sí, por supuesto? Nunca antes había ganado un peluche para una chica y no era capaz de superarlo y pensaba, ¿cómo he podido olvidar algo tan importante? Todo el mundo debería ganar un peluche de feria para su chica al menos una vez en la vida. Tendría que hacerlo. Derribar las latas, lanzar las anillas, arrojar la pelota de ping pong, y ganar el elefante rosa. Solo esperaba que no fuera así como su padre y su madre se habían conocido.

Bajó a buen paso una empinada ladera que desembocaba en una rambla y terminaba en un viejo camino empedrado al norte de la biblioteca. Se agarró a la valla metálica que rodeaba el edificio por la parte trasera y se encaramó a ella. El frío metal le raspó las manos.

Si entraba por la puerta delantera, situada al otro lado del edificio, tendría que pasar por el detector de seguridad antes de llegar a los mostradores de control de libros, las máquinas de microfilme y las mesas de referencia del primer piso. Las puertas del sótano, las tres, estaban cerradas.

Como la biblioteca y la zona de estudiantes estaban interconectadas por un puente transversal construido en una ladera de la empinada colina, Cal se encontraba ya por debajo del primer piso. El campus estaba lleno de promontorios y lomas, bosquecillos y prados, bastante agrestes algunos de ellos, y varios dormitorios se habían construido siguiendo el mismo modelo. El paisaje era uno de los argumentos principales en los folletos de la universidad.

Mientras trepaba, veía pasar a los estudiantes frente a las ventanas que tenía encima. Al llegar a lo alto de la valla, volteó las piernas sobre ella y se preparó para saltar, pero a mitad de movimiento se le enganchó el abrigo en una púa del alambre y cayó sin control. Por un instante se preguntó si habría estado bebiendo otra vez sin darse cuenta. Rodó, oyó un desgarro, y la más lastimada de sus dos rodillas recibió un doloroso golpe lateral. Lanzó un grito y cayó sobre un montón de barro helado.

– ¡Eh! -gritó alguien.

Con el corazón desbocado, Cal se sintió como un idiota por la completa falta de fuerza y destreza que acababa de demostrar. Jesús, Fruggy Fred trepó los tres pisos de un dormitorio entero cubierto de aceite vegetal y no se escurrió una sola vez. Puede que debiera darle lecciones cubierto de margarina para mostrarle cómo cambiar el peso de pierna y plantar los pies de la forma adecuada.

– ¡Eh!

Maldición, ¿qué estaba pasando? Sentía el suave contacto de los muertos acercándosele de nuevo. Bufó como un caballo, furiosamente, tratando de no morderse la lengua. La imaginación de Caleb no había dejado de volar durante la última media hora y se había convencido de que la CIA, el Mossad o los siete ángeles de las Revelaciones habían caído sobre él en el mismo momento en que había escuchado la voz que lo llamaba.

Se volvió y vio a la chica que le había guiñado el ojo en la clase de ética aquella mañana, apoyada tranquilamente en la valla.

– Eh -dijo, arrugando el gesto-. ¿Estás bien? Eso ha debido de doler.

– Sí -le dijo-. Claro. Estoy perfectamente.

La chica introdujo los dedos por los agujeros de la valla y los agitó hacia él.

Su cabello negro se columpiaba alrededor de sus mejillas, enmarcando perfectamente su rostro. Era lo que la gente llamaba un rostro con forma de corazón desde los cincuenta y Cal no tenía razones para ponerse a discutirlo. Era una atractiva morena, menuda, con labios gruesos y unos grandes ojos castaños que dominaban sus facciones. Tenía una peca en la punta de la ceja izquierda que hizo que se fijara todavía más en su mirada. Por mucho que tratara de volverse en otra dirección, sus ojos siempre se veían atraídos a ella. Cuando parpadeaba, sus largas pestañas golpeteaban el aire con un latigazo mentalmente audible. Tenía una voz un poco áspera, con algo pétreo, que hacía que supieras sin ningún género de duda que estaba dirigiéndose a ti.