Выбрать главу

Incapaz de contenerse, cuando ella se encontraba a cincuenta metros de distancia, gritó:

– Eh, Melissa, como parece que ninguno de los dos va a tener clase mañana por la mañana, ¿qué tal si desayunamos juntos?

Ella se volvió y caminó marcha atrás varios pasos.

– ¡Vale! Podemos hablar de jihads, censura, pomo grafía, Ruby Ridge y enanos.

– Bueno, sí, supongo que podré hacerlo siempre que no toquemos el tema del movimiento. Nos veremos en la cafetería a las ocho.

Ella respondió con un gesto que parecía casi un signo político.

Una vez que la chica se perdió de vista, introdujo la mano en el bolsillo del abrigo para asegurarse de que sus notas no habían desaparecido. Los papeles respondieron a su contacto con un crujido agresivo. Los plegó para mantenerlos a salvo y regresó lentamente a la valla. Esta vez tuvo especial cuidado con las puntas y saltó al otro lado.

Moviéndose entre el ramaje, apartó el largo árbol de su cara y se arrastró hasta la sucia ventana. Volvía a tener las manos sudorosas y se olió las palmas para asegurarse de que no desprendían olor a ron pasado.

Apoyó todo su peso contra un extremo del marco y empujó la ventana hasta que el picaporte que había roto una semana antes se abrió con una sacudida.

A continuación movió los pies, se acurrucó y asomó la cabeza a la oscuridad de la apartada habitación que tenía debajo. Por primera vez se dio cuenta de lo mucho que se parecía su interior a una tumba.

¿Qué sueñan los ángeles?

4

Al saltar sobre las sombras desde la repisa de la ventana tropezó con la mecedora de mimbre de Sylvia, igual que había topado antes con su muerte.

Tendido de costado sobre el asiento, sintió las hebras y nudos de mimbre bajo su espalda.

– Muy bien, aquí estoy de nuevo -dijo con los dientes apretados. La atmósfera del lugar, esa sensación de encontrarse en un gran lugar vacío, tan pesada que era como estar cargando a hombros un enorme peso viviente, le hacía susurrar de aquella manera. Podía verse atrapado en símbolos sin siquiera tener que esforzarse.

Cobró clara consciencia de que estaba sentado en la silla de una muerta.

Muerta, como si hubiera pasado por las manos de Ted Bundy o Richard Speck, creciendo su presencia en su mente al mismo tiempo que crecía su inquietud. Pero cada vez estaba más cómodo, comprendiendo que aquel era un asiento de amor, hecho para dos. Sylvia y él jun tos allí abajo, tratando de conocerse un poco mejor, una cita a ciegas diferente a cualquier otra cita.

Tanteando a ciegas en la oscuridad, encontró el interruptor que había junto a la puerta, lo encendió y examinó la diminuta habitación.

Puede que no fuera exactamente una tumba. Más bien un ataúd.

La solitaria bombilla iluminó un mohoso almacén que contenía los restos de la vida de Sylvia Campbelclass="underline" sus muebles y su ropa, una decrépita caja de color naranja llena de libros de bolsillo. Tenía buen gusto literario y poseía todos los libros de John Irving, Joyce Carol Oates, José Saramago, William S. Burroughs, Donald Barthelme y John Fowles. Al igual que a él, no le iban los argumentos lineales. Alguien había metido un cepillo de dientes rosa en un caja de sobres, y sobre ella había un paquete de hojas insertables que ahora estaba utilizando él para escribir su tesis a mano.

Eso era todo lo que había dejado. Puede que no más de treinta kilos de posesiones en total. Si él muriera mañana mismo, tendría muy poco menos como testimonio de una vida entera.

Se quitó el abrigo roto y se arrodilló junto a las cosas de la chica. Pasó sus manos sobre ellas, aquí y allá, palpando las diferentes texturas. Imaginó sus gestos, una voz y una risa, un estilo y una forma de comportarse, y dibujó en sus pensamientos escenarios generosos en detalles, preguntándose lo que habría sido vivir con aquellas cosas todos los días. Aquellos objetos que la habían visto morir.

Al comienzo de aquel… estudio… había buscado abolladuras en el colchón, las marcas profundas dejadas por ella y sus amantes, tratando de diferenciarlas de las que Jodi y él dejaban en su propia cama. No había demasiadas manchas de sangre en el colchón, no tantas como cabía esperar. Un sinfín de escenas se le echaron encima mientras trataba de encontrarla allí: a los dieciocho años todavía se podía ser virgen, ¿no? Puede que no.

Puede que hubiera dejado a su novio en algún campo de maíz del Medio Oeste o que tuviera un chico en el campus y le gustara más dormir en su cuarto. Cal dio unos golpecitos en el somier y escuchó el vibrante zumbido que le ofrecían los tensos muelles como respuesta.

¿Había decidido un amante enojado quitarle la vida? El chico sigue sentado a su mesa pasada la medianoche, forcejeando con logaritmos y diferenciales y funciones hiperbólicas. Los deberes de cálculo están jodiéndolo vivo. Por mucho que mire los libros con resentimiento, va a fracasar y lo sabe. Su padre le dirigirá duras miradas de decepción y su madre apretará el delantal con las manos y le gruñirá con los labios pálidos. Su hermano, el quiropráctico, tratará de convencerlo para que entre en el negocio familiar, le enseñará a dar masajes, a hacer crujir suavemente la vértebra atlas.

Así que aparta la mirada y contempla a Sylvia, acurrucada bajo las mantas, durmiendo con tanta facilidad, sin un solo problema en el mundo. Empieza a pensar que está librando esta batalla por ella, para darle la casa que quiere, para poder permitirse los tres niños de los que siempre está hablando, el cocker spaniel y los dos gatos y la pecera con motor, y una camioneta nueva para ir de acampada con los críos. Lo está haciendo todo por ella, y ella no sufre ni un poco, solo está allí tumbada, respirando suavemente en su sueño. ¿Cómo puede soportarlo todos los días? ¿Es que no oye su sufrimiento? ¿Por qué no se da cuenta de que está chillando?

¿Quién eras?

La pregunta, la más importante, cobró vida en el silencio. Arañó a Caleb. Aquel viaje tenía algo amargo desde el principio, porque sabía que nunca sería capaz de completarlo del todo. Por muy lejos que llegara o mucho que entregara. Siempre sería un grial imposible de alcanzar, a menos que también él estuviera muerto.

– Cierra la boca -dijo en voz alta.

Su voz resonó en el cuarto.

El primer día de clase se había quedado mirando la pintura de color melocotón que tapaba la sangre de la pared mientras Willy le preguntaba repetidamente sobre sus vacaciones. Jesús, allí había muerto alguien.

Sabía que su hermana estaba de camino.

Willy era un culturista que alcanzaba el metro noventa de puro músculo, de figura imponente mientras se inclinaba sobre Caleb tratando de conseguir que su amigo le prestara atención. Cal era incapaz de apartar la mirada de la pared. Reconocía una mancha de sangre cuando la veía. Willy siguió preguntándole por Navidad y Año Nuevo, por las chicas de Nueva Inglaterra y la salvaje Ivy League.

– ¿Te has metido en muchos líos? Lo digo porque se te ve en los ojos. Llegaste a Boston, ¿verdad? Tienes que haber pasado por la Zona de Combate en algún momento, ¿no? Ya no es como era antes, según me han dicho, pero sigue siendo algo que hay que ver. ¿Te acuerdas de mi antiguo compañero de cuarto, Herbie Johnson? No, ya veo que no. Bueno, pues era de Massachussets y me contaba toda clase de historias tremendas sobre la Zona antes de que la limpiaran. Al menos Disney no se ha apoderado todavía de todo, como en Times Square. Oye, me han dicho que es ahí donde…

Willy no había reparado en el color nuevo del cuarto de Caleb, no parecía percibir el terrible y persistente hedor de la descomposición que a Cal se le pegaba en las fosas nasales. La ventana estaba cubierta de escarcha helada.