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A pesar de que no podía saber lo que había ocurrido en su ausencia, Cal se quedó allí como hipnotizado, mirando la fea mancha de la pared, oliendo una peste a carne.

En ese instante, escuchó la voz de su hermana con tanta claridad como si hubiera estado de pie detrás de él.

Se revolvió como si le hubieran puesto un cuchillo en los riñones, asustado, asqueado y enfermo, y giró la cabeza para mirar a alguien que ya no se encontraba allí. Se mordió la lengua hasta que su hermana volvió a esfumarse en su infancia, donde estaban almacenados todos los fantasmas -o al menos la mayoría de ellos-. Willy seguía hablando pero empezaba a parecer un poco molesto. A Cal le dolían las palmas de las manos como si hubiera estado clavándose agujas en ellas. Contempló la pared, y reconoció la sangre, supo por qué había regresado su hermana, ató cabos mientras se desgranaban los segundos.

La agitación de Willy fue en aumento mientras repetía el nombre de Cal. Lo cogió del brazo y trató de conseguir que saliera de su trance.

– Oye, ¿te encuentras bien? ¿Qué pasa? ¿Qué he dicho?

Los latidos de Caleb se convirtieron en un repicar en su cabeza mientras pensaba, vale, hay sangre en mi pared, en mi propia habitación… ¿quién?… ¿qué?… han movido la cama, y Willy tiró con más fuerza aún, pero Caleb no se volvió. El hecho de que el rojo fuera todavía visible debajo de tantas capas de pintura de color melocotón demostraba que la sangre se había coagulado y había estado allí algún tiempo. ¿Dos, tres días? No la habían encontrado al principio. Debía de ser una solitaria, sin amigos que la echaran en falta. ¿Cómo es que no lo olían todos…? No se percató de que había asumido inmediatamente que se trataba de una mujer y no había considerado la posibilidad de que se tratara de un suicidio. Con un suicidio no habría tanta sangre en la pared, ni aunque se hubiera disparado en la boca. Puede que fuera verdad. Parecía que sí.

Entonces Willy había empezado a gritar y había levantado su enorme mano como si fuera a darle un bofetón, probablemente en broma pero puede que no.

– ¡Cal! ¿Qué coño estás haciendo?

Rose entró en el cuarto, leyendo una gastada copia de The Lathe Of Heaven, de Ursula K. Leguin, seguida por Fruggy Fred. Una sensación de déjà vu asaltó a Caleb y todo lo que había estado deslavazado hasta entonces encajó perfectamente.

Rose dijo:

– Me han contado lo de tus piernas. ¿Estás bien? ¿Cal? ¿Qué te pasa? -Adoptó una postura que le hacía parecer un tejón asustado, el cuello demasiado inclinado hacia delante, y las manos colgando de las muñecas como zarpas-. ¿Qué estáis haciendo? -Willy terminó de echar atrás su enorme brazo y el puño empezó a bajar, más rápido cada vez, como un martillo lanzado desde arriba, y Cal soltó una de las muletas y bloqueó el golpe. Algunas cosas se hacen por instinto. Sin embargo, no logró pararlo del todo y sus dientes entrechocaron.

No creía ni por un momento que hubieran atrapado al asesino.

Fruggy le dio un abrazo y le murmuró algo al oído, se tendió en la cama y se quedó dormido al instante. El centro del colchón se hundió casi hasta el suelo. Cal lo miró mejor y se dio cuenta de que no era su colchón. Lo habían cambiado por uno nuevo. ¿Qué le había pasado al viejo? ¿Dónde lo habían puesto?

Willy se relajó, le rodeó los hombros con un brazo y dijo:

– Debes de habértelo pasado de puta madre si sigues tan flipado. Fuiste a la Zona de Combate, ¿eh? Como estaba contándote, Herbie Johnson me dijo que…

Rose cerró la ventana y lo ayudó a deshacer el equipaje.

– Hace un frío que pela. Estás todo quemado por el sol. ¿Vas a venir a nuestra fiesta esta noche? -Guardó su ropa interior y, por alguna razón, esto hizo que se le pusiera la carne de gallina-. ¿Qué te ha pasado en las manos? Jodi no me ha dicho que te hubieras hecho nada en las manos. Joder, necesitas una crema antibiótica y una venda. Oh, Cal…

– Me las corté con una botella de ron rota -respondió Caleb. Su voz le sonaba tan lejana a él mismo que casi parecía que estuviera ya allí, con su hermana-. Nada serio, en realidad.

– Estás sangrando -dijo Willy.

Bajó la mirada y vio que tenía las palmas cubiertas de puntitos rojos.

– No es nada. -Trató de esbozar una sonrisa, y fue como si los labios se le estuvieran partiendo-. ¿Y qué tal os ha ido a vosotros? ¿Cómo os han tratado Navidad y Año Nuevo?

Con los suaves ronquidos de Fruggy Fred como sonido de fondo de su amistad, Willy y Rose le contaron lo que habían recibido y regalado en las vacaciones, en qué discotecas habían estado, cómo se encontraban sus familias, a qué otros compañeros habían visto y qué historias les habían contado, y Cal no escuchó una sola palabra.

Todavía olía a Sylvia en el cuarto.

Las ramas, espoleadas por el viento creciente, golpeaban furiosamente los cristales de aquel ataúd.

Caleb se sentó en la silla de Sylvia Campbell y sacó sus notas, las desdobló y trató de leerlas con la escasa luz. No parecía su letra y no entendía lo que había escrito. Había páginas y páginas, pero no sabía dónde empezaban ni dónde acababan. Esta vez las sombras se negaron a hablarle.

Hasta que no descubrió el pequeño autorretrato a lápiz que Sylvia Campbell había hecho, no supo qué aspecto tenía. Entre sus pertenencias no había ningún álbum de fotos. Aunque había encontrado un bolso -uno de esos grandes, de plástico púrpura y arrugado que parecen pasas gigantes- no había visto ningún carné de conducir, de la Universidad o libreta. Ni dinero, por cierto. Los polis, o alguien, debía de habérselo llevado.

Antes de encontrar el esbozo en aquel pedazo de papel, no le había quedado más remedio que utilizar los rasgos de Jodi como punto de partida para conjurar a Sylvia. Cuanto más lo pensaba, más comprendía que necesitaba una imagen visual para trabajar mientras escribía sobre ella. Dotar a Sylvia de vida era necesario para poder sentirla en las tripas y mantener la llama encendida. Había suavizado unas pocas arrugas de la frente de Jo, le había alargado y rizado el pelo rubio, había cambiado el azul de sus ojos por un castaño apagado y había alterado un poco la forma de su nariz. El resultado era otra persona que al mismo tiempo tenía algo familiar para él. No podemos crear, solo embellecer.

Podía amarla, de algún modo, del mismo modo que amaba a Jodi, a fin de acercarse un poco más a quien ella había sido, hacerlo de verdad. Al principio no le había sido fácil impedir que el nuevo rostro se fundiera con el de Jo, pero pasado algún tiempo, su visión de Sylvia había terminado por moverse como una marioneta por el tapiz de una vida que él trataba de urdir.

No siempre funcionaba. Algunas veces las hebras se enredaban. Otras veces se convertía en su hermana y la boca de la marioneta se movía, tratando de decirle algo que sencillamente no brotaba de sus labios.

El esbozo estaba en el reverso de una ficha que la chica utilizaba como marcapáginas, situada en la página 395 de Bellefleur de Joyce Carol Oates, en el capítulo titulado «El hijo perverso». Cal siempre había querido leer el libro pero sus 700 páginas de pequeña letra lo intimidaban.

Había ojeado cada uno de los libros de Sylvia y el retrato había salido revoloteando, una pequeña ficha que había descrito un arco sobre el alféizar de la ventana como una polilla luminosa. A esas alturas había empezado a soñar con ella, pesadillas sobre vivisecciones que lo dejaban sin aliento antes del amanecer y le provocaban terrores nocturnos, y que obligaban a Jo a despertarlo presa de un miedo nervioso. Con una máscara de plástico en la cara, parecía no tener dientes, parecía que su boca no era más que un agujero negro en el centro de su rostro que a él le provocaba ganas de gritar. En una ocasión, mirando a Jodi mientras el sudor se le metía en los ojos, había empezado a pronunciar el nombre de Sylvia antes de comprender dónde se encontraba.