Amigos, parientes, accionistas, compradores, vendedores, periodistas, curiosos, gorrones y hasta clientes celebraban el acontecimiento en todas las plantas. A la una, Becky se sintió tan cansada que decidió ir en busca de su marido, con la esperanza de que consintiera en volver a casa. Encontró a su hijo en la sección de electrodomésticos, examinando un frigorífico que era demasiado grande para su habitación del Trinity. Daniel le dijo a su madre que había visto a Charlie salir del edificio media hora antes.
– ¿Salir del edificio? -preguntó Becky, incrédula-. ¿Es posible que tu padre haya vuelto a casa sin mí? -Cogió el ascensor hasta la planta baja y se dirigió a toda prisa hacia la entrada principal. El portero la saludó, abriendo una de las enormes puertas dobles que daban a Chelsea Terrace.
– ¿Ha visto a sir Charles, por casualidad? -le preguntó Becky.
– Sí, señora. -Señaló con un movimiento de cabeza al otro extremo de la calle.
Becky vio a Charlie sentado en su banco, acompañado de un anciano. Ambos charlaban animadamente, contemplando «Trumper's». El anciano señaló algo que había atraído su atención y Charlie sonrió. Becky atravesó la calle, pero el coronel ya se había puesto firmes mucho antes de que llegara a su lado.
– Cuánto me alegro de verte, querida -dijo el hombre, inclinándose para besar a Becky en la mejilla-. Ojalá Elizabeth hubiera vivido para verlo.
– En mi opinión, se trata de un chantaje -dijo Charlie-. Quizá ha llegado la hora de someter el tema a votación.
Becky paseó la mirada por la mesa, preguntándose cuál sería el resultado. La junta había trabajado al completo durante tres meses, desde que «Trumper's» había abierto las puertas al público, pero éste era el primer tema de importancia que ocasionaba disensiones graves.
Charlie se sentaba a la cabecera de la mesa y parecía particularmente irritado por la idea de que no iba a salirse con la suya. A su derecha se hallaba la secretaria de la empresa, Jessica Allen. Jessica no tenía voto, pero estaba presente para el recuento de votos. Arthur Selwyn, que había trabajado con Charlie en el ministerio de Alimentación, había dejado la administración pública en fecha reciente para sustituir al ya jubilado Tom Arnold como director gerente. Selwyn había demostrado ser una elección inspirada; perspicaz y minucioso, era el contraste ideal del presidente, pues siempre intentaba evitar la confrontación. Tim Newman, el joven banquero mercantil de la empresa, era sociable, cordial y casi siempre apoyaba a Charlie, aunque no desdeñaba ofrecer un punto de vista contrario si creía que peligraban las finanzas de la empresa. Paul Merrick, el nuevo director financiero, no era sociable ni cordial, y no dejaba de afirmar que debía su lealtad al banco Child y a su inversión. En cuanto a Daphne, pocas veces votaba como se esperaba de ella, y no seguía la corriente a Charlie…, ni a nadie. El señor Harrison, un abogado silencioso y de edad avanzada, que representaba el diez por ciento de la empresa en nombre de Hambros, hablaba muy poco, pero cuando lo hacía todo el mundo escuchaba, incluida Daphne.
Ned Denning y Bob Makins, que llevaban casi treinta años al servicio de Charlie, no solían contradecir los deseos de su presidente, mientras Simón Matthews exhibía a menudo rasgos de independencia que confirmaban la alta opinión que Becky tuvo de él desde el principio.
– Lo último que necesitamos ahora es una huelga -dijo Merrick-. Justo cuando parece que hemos superado el punto crítico.
– Pero las exigencias del sindicato son insultantes -intervino Tim Newman-. Un aumento de diez chelines, una semana laboral de cuarenta y cuatro horas antes de que se instauren las horas extras… Repito, es insultante.
– La mayoría de los grandes almacenes han accedido a sus peticiones -recalcó Paul Merrick, revisando un artículo del Financial Times que tenía frente a él.
– Tirar la toalla sería un error -insistió Newman-, Debo advertir a la junta que significaría incrementar nuestros gastos de personal en veinte mil libras, para este año…, y eso antes de tener en cuenta las horas extras. A la larga, los que padecerán las consecuencias serán nuestros accionistas.
– ¿Cuánto gana actualmente un dependiente? -preguntó el señor Harrison en voz baja.
– Doscientas cincuenta libras al año -dijo Arthur Selwyn de memoria-. Teniendo en cuenta los aumentos, si han cumplido quince años de servicios en la empresa, esa cantidad puede ascender a cuatrocientas libras al año.
– Hemos repasado las cifras en incontables ocasiones -dijo Charlie con aspereza -. Ha llegado el momento de tomar una decisión: ¿nos mantenemos firmes, o accedemos a las exigencias del sindicato?
– Es posible que estemos exagerando, señor presidente -intervino por primera vez Daphne-, Es posible que la situación no sea tan grave como usted imagina.
– ¿Ha pensado en una alternativa? -Charlie no intentó ocultar su incredulidad.
– Quizás, señor presidente. En primer lugar, pensemos en las consecuencias de aumentar el sueldo a nuestro personal. Una obvia disminución de nuestros recursos, dejando aparte lo que los japoneses llaman «prestigio». Por otra parte, si no accedemos a sus demandas es posible que perdamos algunos de nuestros mejores empleados, y no descarto que los más débiles se pasen a la competencia.
– ¿Qué sugiere, pues, lady Wiltshire? -preguntó Charlie, que siempre se dirigía a Daphne por su título cuando deseaba demostrarle que no estaba de acuerdo con ella.
– Tal vez un compromiso -contestó Daphne, sin enfadarse-, si el señor Selwyn lo considera todavía posible a estas alturas. Por ejemplo, ¿aceptarían los sindicatos negociar directamente con nuestro director gerente una propuesta alternativa sobre salarios y horario?
– Podría hablar con Don Short, el dirigente de la U.S.D.A.W., si así lo desea la junta -dijo Arthur Selwyn-. Siempre le he considerado un hombre honrado e imparcial, y ha demostrado una constante lealtad a «Trumper's» durante todos estos años.
– ¿Que el director gerente negocie directamente con los representantes de los sindicatos? -ladró Charlie-. La próxima vez querrás que se incorpore a la junta.
– El señor Selwyn podría hacerle una propuesta informal -dijo Daphne-, Estoy segura de que podrá manejar al señor Short con suma habilidad.
– Estoy de acuerdo -intervino el señor Harrison. Daba su opinión tan pocas veces que, cuando lo hacía, todo el mundo le prestaba atención.
– Propongo, pues, que autoricemos al señor Selwyn a negociar en nuestro nombre -continuó Daphne-, Confiemos en que halle una forma de evitar la huelga general, sin acceder a todas las exigencias del sindicato.
– Me gustaría intentarlo -dijo Selwyn-, Informaré a la junta en la siguiente reunión. -Becky admiró una vez más la pericia con que Daphne y Arthur Selwyn habían desmontado una bomba de relojería que el presidente habría dejado estallar alegremente sobre la mesa de conferencias.
– Gracias, Arthur -dijo Charlie, algo a regañadientes-. Adelante con ello. ¿Algún otro tema?
– Sí -contestó Becky-. Deseo informar a la junta de que celebraré una subasta de plata georgiana a final de mes. Los catálogos se enviarán dentro de un par de días, y espero la asistencia de todos los directores que estén libres en esa fecha.
– ¿Cómo se saldó la última venta de antigüedades? -preguntó el señor Harrison.
Becky consultó su carpeta.
– La subasta recaudó cuarenta y cuatro mil setecientas libras, de las que el siete y medio por ciento corresponden a «Trumper's».