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Debo de haber sido uno de esos raros niños que adoran ir al colegio desde el primer día que les abren sus puertas. El aula era una bendita escapatoria de mi prisión y sus carceleros. Cada minuto de más que pasaba en el colegio era un minuto menos en St. Hilda, y pronto descubrí que, cuanto más trabajaba, más horas me permitían quedarme. Aún lo tuve más fácil cuando, a la edad de once años, conseguí una plaza en la escuela en el Instituto Femenino de la Iglesia de Inglaterra, en Melbourne, donde se realizaban tantas actividades extraacadémicas, desde primera hora de la mañana hasta bien entrada la noche, que St. Hilda se convirtió meramente en el lugar donde dormía y desayunaba.

Me dediqué a pintar, lo cual me facilitaba pasar varias horas en el aula de arte, sin supervisión o interferencias excesivas; al tenis, que gracias a mis esfuerzos me condujo a ganar un puesto en el segundo equipo del instituto (proporcionándome la oportunidad de practicar hasta que oscurecía), y al cricket, para el que carecía de talento, pero, como máxima anotadora del equipo, no me permitían abandonar mi puesto hasta que la última bola había entrado, y cada dos sábados me escapaba en un autobús para jugar contra otro colegio. Era una de las escasas niñas que preferían jugar partidos a las tareas domésticas.

A los dieciséis años empecé sexto y trabajé con más ahínco todavía. Le notificaron a la señorita Benson que me iban a conceder una beca para la universidad de Melbourne, un acontecimiento inusitado entre las internas de St. Hilda.

Siempre que recibía distinciones o reprimendas académicas (aunque las últimas fueron disminuyendo de número desde que descubrí el colegio), tenía que presentarme ante la señorita Benson en su estudio, donde me dedicaba unas palabras de aliento o desaprobación, según el caso. Después, guardaba la hoja de papel en que anotaba estas ocasiones en una carpeta, que luego introducía en el armario situado detrás de su escritorio. Yo siempre observaba con gran atención este ritual. Primero, sacaba una llave del cajón superior izquierdo de su escritorio, se acercaba al armario, buscaba mi carpeta en el epígrafe «QRS», anotaba mi falta o mérito en la columna correspondiente, cerraba con llave el armario y guardaba de nuevo la llave en el escritorio. Era una rutina invariable.

Otra costumbre fija de la señorita Benson eran sus vacaciones anuales, cada septiembre, cuando iba a visitar a «su gente» de Adelaida.

Cuando estalló la guerra temí que no se ciñera a su hábito, sobre todo después de comunicarnos que todo el mundo debería sacrificarse.

La señora Benson no hizo ningún sacrificio y se marchó hacia Adelaida el mismo día de cada verano, a pesar de las restricciones a los viajes y el racionamiento. Esperé cinco días hasta estar segura de poder llevar adelante el plan que me había trazado.

El sexto día permanecí despierta en la cama hasta después de la una de la madrugada, sin mover un músculo hasta asegurarme de que las dieciséis chicas del dormitorio se habían dormido. Me levanté, cogí una linterna del cajón de la chica que dormía a mi lado y me dirigí hacia la escalera. Si alguien me descubría en route ya tenía una excusa preparada; diría que no me sentía bien, y como había entrado muy pocas veces en la enfermería durante los trece años de estancia en St. Hilda, confiaba en que me creerían.

Me deslicé con sigilo hacia la escalera sin necesidad de la linterna. Desde que la señorita Benson se había ido a Adelaida había practicado la maniobra cada mañana, y también cada noche, con los ojos cerrados. Cuando llegué al estudio de las rectora, abrí la puerta y me deslicé en el interior, encendiendo la linterna. Me acerqué de puntillas al escritorio de la señorita Benson y abrí el cajón superior izquierdo, pero no estaba preparada para encontrarme con unas veinte llaves distintas, algunas agrupadas en anillas y otras sueltas, sin ninguna indicación. Intenté recordar el tamaño y la forma de la que la señorita Benson utilizaba para abrir el armario, pero no sirvió de nada y, con el único auxilio de la linterna, necesité hacer varios viajes entre el armario y el escritorio para localizar la que giró ciento ochenta grados.

Empujé hacia afuera el cajón superior del archivador con la mayor lentitud posible, pero las guías chirriaron escandalosamente. Paré, contuve el aliento y esperé a oír algún movimiento. Miré incluso por debajo de la puerta, para asegurarme de que no se había encendido alguna luz de repente. Una vez convencida de que no había despertado a nadie, comencé a examinar los nombres del fichero «QRS»: Roberts, Rose, Ross… Saqué mi ficha personal y deposité la abultada carpeta sobre el escritorio de la rectora. Me senté en la silla de la señorita Benson y, con la ayuda de la linterna, leí las páginas con todo cuidado. Como casi tenía quince años, y llevaba trece en St. Hilda, como mínimo, mi expediente era bastante grueso. Recordé travesuras y meadas en la cama, así como premios por mis cuadros, incluyendo un premio doble por una de mis aguamarinas, que todavía colgaba en el comedor. Pero, por más que investigué, no hallé nada sobre mí, anterior a los tres años. Me pregunté si sería una regla general, aplicada a todas las chicas que iban a vivir a St. Hilda. Eché un rápido vistazo al expediente de Jennie Ross. Con gran decepción, encontré los nombres de su padre (Ted, fallecido) y de su madre (Susan). Una nota añadida explicaba que la señora Ross tenía otros tres hijos que cuidar, y desde la muerte de su marido, producida por un infarto, no había podido salir adelante con un cuarto.

Cerré el armario, devolví la llave al escritorio de la señorita Benson, apagué la linterna y subí a toda prisa por la escalera hacia mi dormitorio. Puse la linterna en su sitio y me deslicé en la cama. Me planteé qué debía hacer a continuación.

Era como si mis padres no hubieran existido y mi vida hubiese empezado a los tres años. Como la única alternativa era haber nacido por obra del Espíritu Santo, cosa que yo no aceptaba ni de la Virgen María, mi deseo de averiguar la verdad se hizo más perentorio. Debí quedarme dormida, porque todo lo que recuerdo es que me despertó la campana del instituto al día siguiente.

Cuando me concedieron la plaza en la universidad de Melbourne, me sentí como un presidiario puesto en libertad tras una larga condena. Tuve una habitación para mí sola por primera vez, y ya no tuve que llevar uniforme…, si bien la indumentaria que me podía permitir no habría maravillado a las boutiques de Melbourne. Recuerdo que trabajaba más horas que en el instituto, pues estaba convencida de que si no aprobaba el primer curso, pasaría el resto de mi vida en St. Hilda.

En el segundo años me especialicé en Historia del Arte e Inglés, y continué pintando por pura diversión, pero ignoraba qué carrera me gustaría seguir después de la universidad. Mi profesor sugirió que me dedicara a la enseñanza, pero eso me pareció una prolongación de St. Hilda, y que podía acabar como la señorita Benson.

No tuve muchos novios antes de ir a la universidad. Hasta los quince años pensé que los bebés eran frutos de besar a un hombre, y siempre tenía miedo de quedarme embarazada, sobre todo después de mi experiencia de hacerme mayor sin amigos. Mi primer novio de verdad fue Mel Nicholls, capitán del equipo de fútbol de la universidad. Cuando consiguió, por fin, llevarme a la cama, me dijo que yo era la única chica de su vida y, lo más importante, la primera. Después de hacer el amor, empezó a interesarse en lo único que yo llevaba puesto.