– Nunca había visto nada igual -dijo, cogiendo la cruz entre sus dedos.
– Y van dos primeras veces -me burlé.
– No del todo -rió-, porque he visto una parecida.
– ¿Qué quieres decir?
– Es una medalla. Mi padre ganó tres o cuatro, pero ninguna estaba hecha de plata.
Cuando pienso en ello, considero que por esta información valió la pena perder la virginidad.
En la biblioteca de la universidad de Melbourne hay una extensa selección de libros que tratan de la Primera Guerra Mundial, abarcando además Gallípoli y la campaña del Extremo Oriente, pero sin dar mucha importancia al día D y a El Alamein. Sin embargo, encajado entre las páginas dedicadas a las hazañas realizadas por los soldados de infantería australianos, hay un capítulo sobre las gestas de los británicos, completado con varias láminas en colores.
Descubrí que había VCs, DSOs, DSCs, CBEs, OBEs… Las variaciones parecían interminables, hasta que en la página cuatrocientas nueve encontré lo que estaba buscando: la Cruz Militar, una cinta de seda blanca, con franjas horizontales de color púrpura y una medalla forjada en plata, con la corona imperial en cada uno de los cuatro brazos. Era concedida a los oficiales de graduación inferior a mayor «por valor sobresaliente en el combate». Empecé a preguntarme si mi padre era un héroe de guerra y había muerto en plena juventud a consecuencia de terribles heridas. Al menos, la explicación de sus constantes gritos residiría en los sufrimientos que padecía.
Mi siguiente labor detectivesca consistió en visitar una tienda de antigüedades de Melbourne. El hombre que atendía el mostrador estudió la medalla y me ofreció por ella cinco libras. No me molesté en explicarle por qué no me habría desprendido del objeto ni por quinientas libras; al menos, me informó que el único comerciante de Australia especializado en medallas auténticas era el señor Clive Jennings, al que localizaría en la calle Mafeking, número 47, de Sydney.
En aquel tiempo pensaba que Sydney estaba al otro lado del mundo, y mi escasa subvención me impedía realizar tal viaje. Tuve que armarme de paciencia y esperar al trimestre de verano, cuando solicité ser la anotadora del equipo universitario de cricket. Me rechazaron por razón de mi sexo. Las mujeres no podían aspirar a comprender por completo la mecánica del juego, me explicó un chico que solía sentarse detrás de mí para copiar mis apuntes. No me quedó otra alternativa que pasar horas practicando como una loca, hasta que fui seleccionada para el segundo equipo femenino de tenis. No lo consideré un gran éxito, pero había un encuentro en el calendario que me interesaba: Sydney (A).
La mañana que llegamos a Sydney me encaminé directamente a la calle Mafeking y me quedé sorprendida al ver la cantidad de jóvenes uniformados. El señor Jennings en persona examinó la medalla con mucho más interés que el comerciante de Melbourne.
– Es una MC en miniatura, en efecto -me dijo, mirando el objeto con una lupa-. Se lleva en los uniformes de gala. Estas tres iniciales grabadas bajo el borde de un brazo, apenas discernibles a simple vista, nos darán una pista de la persona que mereció la condecoración.
Miré por la lupa del señor Jennings algo que nunca había visto hasta entonces, pero distinguí claramente las iniciales «G. F. T.».
– ¿Hay alguna forma de averiguar quién es G. G. T.? -pregunté esperanzada.
– Oh, sí -contestó el señor Jennings. Sacó un libro encuadernado en piel de una estantería situada detrás de él y pasó las páginas hasta encontrar un Godfrey St. Thomas y un George Víctor Taylor, pero no localizó a nadie con las iniciales G. F. T. -. Lo siento, pero no puedo ayudarla. Esta medalla en particular no ha sido concedida a ningún australiano; si no, estaría catalogada aquí. -Palmeó el volumen-. Tendrá que escribir a Londres, al ministerio de la Guerra, si desea más información. Tienen los expedientes de todos los miembros de las fuerzas armadas que han recibido alguna condecoración por su valor.
Le di las gracias por su ayuda, pero no antes de que me ofreciera diez libras por la medalla. Sonreí y fui a reunirme con el equipo de tenis, para preparar el partido contra la universidad. Perdí por 6-0 y 6-1, incapaz de concentrarme en nada. Aquella temporada no fui seleccionada para el equipo de tenis.
Al día siguiente, atendiendo al consejo del señor Jennings, escribí al ministerio de Guerra. La respuesta tardó en llegar varios meses, cosa que no me sorprendió, porque en 1944 todo el mundo tenía otras cosas en qué pensar. Sin embargo, recibí por fin un sobre de color amarillo, informándome de que el propietario de la medalla podía ser, o bien Graham Frank Turnbull, del regimiento del duque de Wellington, o Guy Francis Trentham, de los Fusileros Reales. ¿Cuál era, pues, mi apellido auténtico, Turnbull o Trentham?
Aquel mismo día escribí a la oficina del alto comisario británico en Canberra, solicitando las direcciones a las que podía dirigirme para recabar información sobre los dos regimientos mencionados en la carta. Recibí la respuesta un par de semanas más tarde. A tenor de los nuevos datos envié dos cartas más a Inglaterra, una a Halifax y la otra a Hounslow, en Middlesex. Después, me resigné a otra larga espera. Cuando ya has empleado quince años de tu vida en tratar de descubrir tu verdadera identidad, unos cuantos meses más no parecen tan importantes. En cualquier caso, ahora que había empezado mi último curso, tenía muchísimo trabajo por hacer.
El regimiento del duque de Wellington fue el primero en responder, informándome de que el teniente Graham Frank Turbull había muerto en Passchendaele el 6 de noviembre de 1917. Como yo sabía que había nacido en 1924, descarté al teniente Turnbull. Recé por Guy Francis Trentham.
Varias semanas después recibí la respuesta de los Fusileros Reales, informándome de que el capitán Guy Francis Trentham había sido condecorado el 18 de julio de 1918, tras la segunda batalla del Marne. Obtendría más detalles en la biblioteca del museo del Regimiento, en Hounslow, pero tenía que hacerlo en persona, pues carecían de autorización para revelar información por correo de los miembros del regimiento.
Inicié otra línea de investigación, con resultados nulos. Pasé toda una mañana buscando el apellido Trentham en los registros de nacimiento de Melbourne, cuya oficina se encontraba en la calle Queen. No había ningún Trentham, aunque sí varios Ross, pero ninguno concordaba con mi fecha de nacimiento. Empecé a darme cuenta de que alguien se había tomado mucho trabajo para borrar las huellas de mi origen. Pero ¿por qué?
De pronto, mi único propósito en la vida consistió en ir a Inglaterra, a pesar de que no tenía dinero y la guerra acababa de terminar. Examiné todos los cursos de graduado y pregraduado que se ofrecían; mi tutor consideró que sólo valía la pena solicitar una beca para la escuela de arte Slade, que concedía tres plazas cada año a los estudiantes que residieran en cualquier país de la Commonwealth. Empecé a ser consciente de horas que ni siquiera sabía que existían. Por fin, me adjudicaron una plaza en una lista de seis, a falta de una entrevista final en Canberra.
Pensé que la entrevista había ido bien, Los examinadores me dijeron que mi trabajo teórico sobre Historia del Arte era muy meritorio, si bien mi trabajo práctico no alcanzaba el mismo nivel.
El sobre de Slade llegó un mes después. Lo abrí con nerviosismo y extraje una carta que empezaba:
«Querida señorita Ross:
Lamentamos comunicarle…»
La única recompensa a tantos esfuerzos fue superar los exámenes finales con matrícula de honor, pero no me había acercado ni un centímetro más a Inglaterra.
Desesperada, telefoneé al alto comisariado británico y me pusieron con el agregado de trabajo. Una dama me informó que, dadas mis calificaciones, podía aspirar a varios puestos de enseñante. Añadió que debería firmar un contrato por tres años y responsabilizarme de los preparativos para el viaje… Una frase exquisita, pues si no podía pagarme el viaje a Sydney, mucho menos al Reino Unido. En cualquier caso, pensé que sólo necesitaría pasar un mes en Inglaterra para encontrar la pista de Guy Francis Trentham.