La segunda vez que llamé, la misma dama informó de que los únicos trabajos disponibles se conocían como «traficantes de esclavos». Eran empleos en hoteles, hospitales u hogares de ancianos. No se recibía, prácticamente, paga alguna, a cambio de pasaje de ida y vuelta. Como aún no me había decantado por ninguna carrera en particular y me daba cuenta de que ésta era mi única oportunidad de trasladarme a Inglaterra y localizar algún pariente, llamé al departamento del agregado de trabajo y firmé el contrato. Casi todos mis amigos de la universidad abrigaron la convicción de que yo padecía una aberración mental temporal, pero ignoraban el auténtico propósito de mi viaje a Inglaterra.
El barco en el que zarpamos hacia Southempton no debía diferenciarse mucho de las cáscaras de nuez en que llegaron los primeros inmigrantes, ciento setenta años antes. Nos alojaron a tres «tratantes de esclavos» en un camarote no mayor que mi habitación del campus universitario, y si el barco escoraba más de diez grados todos terminábamos en el suelo. A los tres nos habían destinado al hotel Ayres de Earl's Court, y nos aseguraron que se hallaba en el centro de Londres. Yo no tenía ni idea de lo que nos esperaba allí. Tras seis semanas de viaje, fuimos recibidos en el muelle por una destartalada camioneta del ejército que nos llevó a Londres y nos depositó ante los peldaños del hotel Ayres.
La dueña nos acomodó a las tres en la misma habitación. Me sorprendió descubrir que era tan pequeña como el camarote que habíamos padecido en el barco. Al menos, esta vez no te caías de la cama cuando menos lo esperabas.
Pasaron dos semanas antes de que me concedieran un auténtico descanso, y me lo pasé en la oficina de correos de Kensington, consultado el listín telefónico de Londres. No había ningún Trentham.
– Puede que no conste en el listín -me explicó la empleada-. Eso quiere decir que no cogerán su llamada.
– O que en Londres no vive ningún Trentham -contesté. Acepté que el museo del regimiento era mi última oportunidad.
Pensaba que había trabajado duro en la universidad de Melbourne, pero las horas que nos obligaban a bregar en el Ayres habrían derrumbado a cualquier soldado. Por mi parte, no pensaba admitirlo ni por un momento, sobre todo cuando mis dos compañeras de cuarto tiraron la toalla al cabo de un mes, telegrafiaron a sus padres en Sydney pidiendo dinero y regresaron a Australia en el primer barco disponible. Al menos, tuve una habitación para mí sola durante unos días. Para ser sincera, me habría gustado hacer las maletas y volverme con ellas, pero no tenía a nadie en Australia a quien poder telegrafiar pidiendo dinero.
El primer día libre completo que no me sentí completamente agotada me marché en tren a Hounslow, en Middlesex. Al salir de la estación, el revisor me indicó la dirección del cuartel y museo de los Fusileros Reales. Después de caminar un par de kilómetros llegué al edificio que estaba buscando. A excepción de un recepcionista, parecía deshabitado.
Llevaba un uniforme kaki, con tres galones en cada brazo. Dormitaba tras el mostrador. Me acerqué y fingí que no quería despertarle.
– ¿Puedo ayudarla, señorita?
– Eso espero.
– ¿Australiana?
– ¿Tanto se nota?
– Luché con sus chicos en África del Norte. Unos soldados magníficos, se lo aseguro. ¿En qué puedo ayudarla, señorita?
– Les escribí desde Melbourne -dije, sacando una copia de la carta-. Sobre el dueño de esta medalla. -Pasé la cadena por encima de la cabeza y le tendí la medalla-. Se llamaba Guy Francis Trentham.
– Una MC en miniatura -dijo el sargento sin vacilar, sosteniendo la medalla en la mano-. ¿Ha dicho Guy Francis Trentham?
– Exacto.
– Bien. Le buscaremos en el libro mayor. 1914-1918, ¿verdad?
Asentí con la cabeza.
Se acercó a una maciza estantería que casi cedía bajo el peso de gruesos volúmenes y sacó un enorme libro encuadernado en piel. Lo dejó sobre el mostrador con un golpe sordo, lanzando polvo en todas direcciones. En la cubierta, impresas en oro, se leían las palabras: «Reales Fusileros, Condecoraciones, 1914-1918».
– Echemos un vistazo, pues -dijo, pasando las páginas. Espero impaciente-. Aquí está nuestro hombre -anunció en tono triunfal-. Guy Francis Trentham, capitán. -Dio la vuelta al libro para que yo viera el epígrafe.
La citación del capitán Trentham ocupaba veintidós líneas. Le pregunté si podía copiarlo todo.
– Por supuesto, señorita. Considérese como en su casa. Me dio una hoja grande de papel rayado y un lápiz despuntado del ejército. Empecé a escribir:
La mañana del 18 de julio de 1918, el capitán Guy Trentham, del Tercer Batallón de los Fusileros Reales, condujo a una compañía de hombres desde las trincheras aliadas a las líneas enemigas, matando a varios soldados alemanes antes de alcanzar sus trincheras, donde eliminó a una unidad enemiga por sí solo. El capitán Trentham siguió en persecución de otros tres soldados alemanes y, pese a quedarse sin municiones, logró matar a dos de ellos antes de atrapar a un capitán en el bosque cercano.
La misma noche, a pesar de estar rodeado de enemigos, rescató a dos hombres de su compañía, el soldado T. Prescott y el cabo C. Trumper, que se habían extraviado del campo de batalla y buscado refugio en una iglesia próxima. Cuando cayó la noche, les condujo de vuelta por terreno descubierto, mientras el enemigo disparaba intermitentemente en su dirección.
Una bala perdida disparada desde el bando alemán mató al soldado Prescott antes de que lograra llegar a nuestras trincheras. El cabo Trumper sobrevivió, a pesar del intenso fuego procedente de las líneas enemigas.
Por este acto de heroísmo frente al enemigo, el capitán Trentham fue recompensado con la MC.
Escribí palabra por palabra la citación, cerré el pesado libro y lo devolví al sargento.
– Trentham -dijo él-. Si no recuerdo mal, señorita, hay una foto de él colgada de la pared.
El sargento cogió sus muletas, salió de detrás del mostrador y cojeó lentamente hacia el extremo más alejado del museo. No me di cuenta hasta aquel momento de que el pobre hombre sólo tenía una pierna.
– Por aquí, señorita -dijo-. Sígame.
Las palmas de mis manos se cubrieron de sudor y me sentí un poco mareada al pensar que iba a ver por fin el rostro de mi padre. ¿Nos pareceríamos en algo?
El sargento dejó atrás las VCs y llegamos a la fila de MCs. Eran fotografías antiguas, en color sepia, mal enmarcadas. Las recorrió con el dedo: Stevens, Thomas, Tubbs.
– Qué raro. Juraría que la foto estaba aquí. Bien, que me cuelguen. Debió perderse cuando nos trasladamos desde la Torre.
– ¿Podría estar su foto en otra parte?
– No sin que yo lo supiera, señorita. Tendría que habérmelo imaginado, pero juraría que había visto su foto en el museo cuando estaba en la Torre. Bien, que me cuelguen -repitió.
Le pregunté si podía proporcionarme más detalles sobre el capitán Trentham y si sabía lo que había sido de él después de 1918. Volvió al mostrador y buscó su nombre en la guía del regimiento.
– Entró en el servicio activo en 1915, ascendido a teniente primero en 1916, capitán en 1917, India 1920-1922, abandonó el ejército en 1922. No se sabe nada de él desde entonces, señorita.
– ¿Podría seguir vivo, pues?
– Desde luego, señorita. Tendría unos cincuenta años, cincuenta y cinco, como máximo.
Le di las gracias y me marché a toda prisa, consciente de que había pasado mucho tiempo en el museo y temerosa de perder el tren de vuelta a Londres. Mi turno empezaba a las cinco.
Me senté en el tren y contemplé por la ventanilla la campiña inglesa. Me complació pensar que mi padre había sido un héroe de la Primera Guerra Mundial, pero no conseguía adivinar por qué la señorita Benson se negaba a contarme nada sobre él. ¿Por qué había ido a Australia? ¿Se había cambiado el apellido por el de Ross? Presentí que debería volver a Melbourne para averiguar qué le había ocurrido exactamente a Guy Francis Trentham. De haber tenido dinero para pagarme el pasaje, habría partido aquella misma noche, pero acepté la realidad de que debería trabajar otros nueve meses en el hotel antes de que me adelantaran el dinero necesario para pagarme el billete de vuelta a casa. Resolví cumplir mi sentencia.