En 1947, Londres era una ciudad excitante para una chica de veintitrés años y, pese al duro trabajo, había muchas compensaciones. Siempre que tenía tiempo libre visitaba una galería de arte, un museo, o iba al cine con una chica del hotel. En un par de ocasiones fui a bailar al Hammersmith Palais con un grupo de amigas. Una noche, cuando mi contrato con el Ayres estaba a punto de expirar, recuerdo que un tipo de la RAF bastante atractivo me preguntó si quería bailar con él. A los pocos momentos de empezar intentó besarme. Cuando le aparté se enardeció aún más, y tan sólo una fuerte patada en el tobillo, seguida de una breve carrerilla por la pista de baile, hizo posible que me escapara. Minutos después me encontré en la acera, y me dirigí de vuelta al hotel.
Paseé por Chelsea en dirección a Earl's Court y me detuve de vez en cuando a admirar los artículos inasequibles que se exhibían en todos los escaparates. Me fijé especialmente en un chal largo de seda azul que cubría los hombros de un elegante y esbelto maniquí. Dejé de mirar tiendas un momento y reparé en el letrero situado sobre la puerta: «Trumper's». El nombre me sonó familiar, pero no supe por qué. Regresé sin prisas hacia el hotel, pero el único Trumper que recordaba era el legendario jugador australiano de cricket, muerto antes de que yo naciera. Después, en plena noche, me acordé. Trumper, C., era el cabo mencionado en la citación de mi padre. Repasé enseguida las palabras que había copiado durante mi visita al museo de los Fusileros Reales.
Era la primera vez que me topaba con aquel apellido desde mi llegada a Inglaterra, y me pregunté si el propietario de la tienda estaría relacionado de alguna forma con el cabo, y podría ayudarme a encontrarle. Decidí volver al museo de Hounslow al día siguiente y ver si mi amigo cojo podía prestarme de nuevo su concurso.
– Me alegro de volver a verla, señorita -dijo, cuando me acerqué al mostrador. Me conmovió que se acordara de mí-, ¿Busca más información?
– Exacto. El cabo Trumper, ¿no es él…?
– Charlie Trumper, el comerciante honrado. Desde luego, señorita, pero ahora es sir Charles y dueño del mayor grupo de tiendas de Chelsea Terrace.
– Eso pensé.
– Iba a decírselo el día anterior, pero se marchó antes de que pudiera hacerlo, señorita. -Sonrió -, Se podría haber ahorrado un viaje en tren y seis meses de su tiempo.
La noche siguiente, en lugar de ir a ver a Greta Garbo al cine Gate de Notting Hill Gate, me senté en un banco en la acera opuesta a Chelsea Terrace y me dediqué a contemplar una fila de escaparates. Por lo visto, sir Charles era el dueño de casi todas las tiendas de la calle. Me pregunté por qué habría permitido que un solar tan grande continuara ocupando el centro de la manzana.
Mi siguiente problema era encontrar la forma de verle. Lo único que se me ocurrió fue que tal vez podía llevar la medalla al número 1 para que la tasaran… y después, rezar.
La semana siguiente me tocó el turno de día en el hotel, así que no pude volver al número 1 de Chelsea Terrace hasta el otro lunes por la tarde. Enseñé mi medalla a la dependienta y pregunté si podía tasarla. Ella la examinó, y después llamó a otra persona. Un hombre alto, de aspecto diligente, pasó cierto tiempo estudiando la pieza antes de darme su opinión.
– Una MC en miniatura, a veces conocida como MC de gala porque se lleva en determinadas celebraciones del regimiento, como reuniones o cenas. Su valor aproximado es de diez libras. -Vaciló un momento-. De todos modos, Spink's en la calle King número 5, SW1, la asesorará más detalladamente, si usted lo solicita.
– Gracias -dije, sin averiguar nada nuevo e incapaz de pensar en cómo formular una pregunta directa sobre el historial bélico de sir Charles.
– ¿Puedo ayudarla en algo más? -preguntó el hombre, al verla inmóvil en su sitio.
– ¿Cómo puedo entrar a trabajar aquí? -pregunté de sopetón, sintiéndome bastante estúpida.
– Presente una solicitud por escrito, adjuntando su curriculum y experiencia. Nos pondremos en contacto con usted dentro de unos días.
– Gracias -respondí, y me fui sin decir nada más.
Aquella noche redacté una larga carta, especificando mi curriculum. Me pareció un poco endeble cuando repasé lo escrito.
A la mañana siguiente reescribí la carta en el mejor papel del hotel; puse en el sobre «Solicitudes de trabajo» (pues ignoraba a qué nombre enviarlo, a excepción de «Trumper's»), Chelsea Terrace, número 1, Londres, SW7.
La tarde siguiente entregué la misiva en mano a una empleada de la sala de subastas, sin la menor esperanza de recibir contestación. En cualquier caso, no estaba muy segura de qué iba a hacer si me ofrecían un empleo, pues pensaba regresar a Melbourne dentro de escasas semanas, y no se me ocurría cómo me ayudaría a entrevistarme con sir Charles trabajar en «Trumper's».
Diez días después recibí una carta del jefe de personal, indicando que deseaban entrevistarme. Gasté cuatro libras y quince chelines de mi salario, ganado a costa de penosos esfuerzos, en un vestido nuevo que apenas podía permitirme, y llegué a la cita con una hora de antelación. Tuve que dar varias vueltas a la manzana. Durante aquella hora descubrí que sir Charles vendía todo lo que un ser humano podía desear, siempre que tuviera el dinero necesario para pagarlo.
La hora terminó por fin, entré y me presenté ante el mostrador principal. Me acompañaron hasta un despacho de la última planta. La señora que me entrevistó dijo no entender qué hacía yo trabajando de criada en un hotel, teniendo en cuenta mi curriculum, y yo le expliqué que trabajar en un hotel era lo único que podían hacer las personas que no tenían dinero para pagarse el billete de vuelta.
Ella sonrió y me advirtió que, si quería trabajar en el número 1, debería empezar en el mostrador principal. Si demostraba aptitudes no tardarían en ascenderme.
– Yo empecé en el mostrador principal de «Sotheby's» -explicó.
Estuve a punto de preguntarle cuánto había durado.
– Me encantaría trabajar en «Trumper's» -respondí-, pero me temo que aún he de cumplir dos meses de contrato para marcharme del hotel Ayres.
– En ese caso, nos veremos obligados a esperarla -replicó sin vacilar la mujer-. Empezará el 1 de setiembre en el mostrador principal, señorita Ross. Le comunicaré el acuerdo por escrito la semana que viene.
Su oferta me entusiasmó hasta tal punto que olvidé el motivo de haber solicitado el trabajo por completo, hasta que mi entrevistadora me envió la carta prometida y conseguí descifrar la firma de la señora que había garrapateado su nombre al final de la página.
Capítulo 40
Cathy trabajó en el mostrador principal de la sala de subastas «Trumper's» durante once días justos, hasta que Simón Matthews le pidió que le ayudara a preparar el catálogo de la subasta italiana. Fue el primero en observar, como primera línea defensiva de la sala de subastas, cómo se manejaba la joven con la miríada de problemas que le caían constantemente encima, sin solicitar jamás una segunda opinión. Trabajó en «Trumper's» con tanto ardor como en el hotel Ayres, pero con una diferencia: ahora, acudía al trabajo con ilusión y entrega.
Cathy, por primera vez en su vida, se sintió parte de una familia, porque Rebecca Trumper siempre trataba a los empleados con cordialidad y dulzura, de igual a igual. Su sueldo era muchísimo más generoso que el salario mínimo recibido de su anterior patrón, y la habitación que le asignaron sobre las carnicería del número 135 era palaciega en comparación con el cubículo situado en la parte trasera del hotel.