– ¿Quién es la señora Trentham? -preguntó Cathy de sopetón. Simón se volvió para mirarla-. Oí que Becky te mencionaba el nombre después de la subasta, y cuando aquel hombre de la chaqueta de tweed que había montado el número desapareció.
Simón tardó un poco en contestar, como si sopesara sus palabras. Se decidió después de secar los platos.
– Se remonta a mucho tiempo atrás, incluso antes de mi época. No olvides que trabajé con Becky en «Sotheby's» durante cinco años antes de que me ofreciera un empleo en «Trumper's». Para ser sincero, no estoy seguro de por qué la señora Trentham y ella se odian tanto, pero sé que el hijo de la señora Trentham y sir Charles sirvieron en el mismo regimiento durante la Primera Guerra Mundial, y que Guy Trentham tuvo algo que ver con el cuadro de la Virgen y el Niño que nos vimos obligados a retirar de la subasta. Lo único que he podido averiguar durante estos años es que el hijo se largó a Australia poco después… Esa era una de mis mejores tazas de té.
– Lo siento muchísimo -dijo Cathy-, Qué torpe soy. -Se agachó y recogió los pedazos de porcelana esparcidos sobre el suelo de la cocina-, ¿Dónde puedo encontrar una igual?
– En el departamento de porcelana de «Trumper's» -contestó Simón-, Cuestan unos dos chelines cada una. -Cathy lanzó una carcajada-. Sigue mi consejo. Recuerda que los empleados más antiguos observan una regla estricta sobre la señora Trentham -. Cathy dejó de recoger los fragmentos y le miró-. No la mencionan delante de lady Trumper si ella no saca a relucir el tema, y nunca pronuncian el apellido Trentham delante de sir Charles. Si lo hicieras, creo que te despediría en el acto.
– No correré ese riesgo -dijo Cathy-. Ni siquiera le conozco. De hecho, lo más cerca que he estado de él fue en la subasta italiana, cuando le vi en la octava fila.
– Estupendo. ¿Te gustaría acompañarme a una fiesta para celebrar la inauguración de la casa de los Trumper? Tendrá lugar el próximo jueves en su casa de Eaton Square.
– ¿Hablas en serio?
– Por supuesto. De todos modos, no creo que sir Charles aprobara que me presentara en compañía de Julián.
El joven se sonrojó.
– ¿No considerarían un poco presuntuoso que un miembro tan joven de la plantilla se presentara del brazo del jefe del departamento?
– Sir Charles, no. No sabe lo que quiere decir «presuntuoso».
Cathy se pasó muchas horas, aprovechando los descansos para comer, recorriendo las boutiques de Chelsea, hasta elegir lo que ella consideraba apropiado para la fiesta de los Trumper. Se decidió por un vestido de color girasol, con un cinturón ancho que la dependienta describió como ideal para una fiesta. Cathy temió en el último minuto que su largo, o escaso largo, fuera demasiado atrevido para una ocasión tan señalada. Sin embargo, cuando Simón la recogió, sólo hizo un comentario.
– Vas a causar sensación, te lo prometo.
Esta vehemente afirmación la tranquilizó…, al menos hasta que llegaron al último peldaño de la mansión de Eaton Square.
Cuando Simón llamó a la puerta, Cathy confió en que no se notara demasiado que nunca la habían invitado a una mansión tan bella. No obstante, sus inhibiciones se desvanecieron en cuanto el mayordomo les abrió la puerta. Se regaló la vista al instante con el espectáculo que se ofrecía a sus ojos. Mientras otros invitados vaciaban las, al parecer, interminables botellas de champagne y se atracaban de canapés, ella concentró su atención en los cuadros y empezó a subir la escalera, saboreando aquellas raras exquisiteces una a una.
Primero había un Courbet, un bodegón realizado con magníficos rojos, naranjas y verdes; después, dos palomas de Picasso, rodeadas de flores rosadas, y cuyos picos casi se tocaban; un escalón más y se encontró ante un Picasso, que plasmaba a una anciana llevando un haz de heno y en el que destacaban diferentes tonos de verde. Se quedó boquiabierta al ver el Sisley, un tramo del Sena en el que predominaban los tonos pastel.
– Ése es mi favorito -dijo una voz detrás de ella. Cathy se volvió y vio a un joven alto, de cabello revuelto, sonriéndole de una forma encantadora. Su esmoquin no le caía muy bien, su pajarita necesitaba un ajuste y se apoyaba en la balaustrada como si, sin su sostén, fuera a derrumbarse.
– Muy hermoso -admitió ella-. Cuando era más joven pintaba un poco, pero un Sisley me convenció de que debía dejarlo.
– ¿Por qué?
Cathy suspiró.
– Sisley pintó aquel cuadro cuando tenía diecisiete años y aún iba al colegio.
– Vaya, vaya -dijo el joven-. Una experta entre nosotros. -Cathy sonrió a su nuevo acompañante-, ¿Te apetece echar una ojeada a otras obras de sir Charles que se exhiben en el pasillo de arriba?
– ¿Crees que le molestará?
– Yo no diría eso. Después de todo, ¿de qué sirve ser coleccionista si no dejas que los demás admiren lo que has comprado?
Cathy, más confiada, subió otro peldaño.
– Santo Dios -exclamó -. Un Sickert de la primera época. Muy pocos se han puesto en venta.
– Es obvio que trabajas en una galería de arte.
– Trabajo en «Trumper's» -dijo Cathy con orgullo-. Chelsea Terrace, número 1. ¿Y tú?
– También trabajo para «Trumper's», más o menos -admitió.
Cathy advirtió por el rabillo del ojo que sir Charles aparecía en el descansillo… Su primer encuentro con el presidente. Al igual que Alicia, quiso desaparecer por el ojo de una cerradura, pero su acompañante se mantuvo impertérrito, como si estuviera en su casa.
Su anfitrión sonrió a Cathy y bajó la escalera.
– Hola. Soy Charlie Trumper y he oído hablar mucho de usted, jovencita. La vi en la subasta italiana, por supuesto, y Becky me dijo que había hecho un trabajo soberbio. A propósito, felicidades por el catálogo.
– Gracias, señor -contestó Cathy, sin saber qué decir, mientras el presidente continuaba disparando frases como una ametralladora, ignorando a su acompañante.
– Veo que ya ha conocido a mi hijo -indicó sir Charles, mirándola-. No se deje engañar por su falsa pedantería; es tan bribón como su padre. Enséñale el Bonnard, Daniel-. Sir Charles entró en la sala de estar.
– Ah, sí, el Bonnard. El orgullo y la alegría de papá -dijo Daniel-. No se me ocurre una manera mejor de llevar a una chica al dormitorio.
– ¿Eres Daniel Trumper?
– No, Raffles, el conocido ladrón de obras de arte -dijo Daniel, cogiendo la mano de Cathy y guiándola hasta la habitación de sus padres.
– Bien… ¿Qué te parece? -preguntó él.
– Magnífico -fue el único comentario de Cathy cuando vio el enorme desnudo de Bonnard (Michelle, su amante, secándose) que colgaba sobre la cama de matrimonio.
– Mi padre está inmensamente orgulloso de esta dama -explicó Daniel-, Como nunca deja de recordarnos, pagó sólo trescientas guineas por ella.
– Tiene un gusto excelente.
– El mejor ojo inexperto del mercado, como dice siempre mamá. Y como ha elegido cada cuadro que cuelga en esta casa, ¿quién le va a llevar la contraria?
– ¿Tu madre no ha elegido ninguno?
– Ni hablar. Mi madre es, por naturaleza, una vendedora, mientras que mi padre es un comprador, una combinación inigualable desde que Duveen y Bernstein monopolizaron el mercado artístico.
– Los dos habrían merecido dar con sus huesos en la cárcel -dijo Cathy.
– A este respecto, me parece que mi padre terminará en el mismo sitio que Duveen. -Cathy rió-. Creo que ahora deberíamos bajar y apoderarnos de un poco de comida antes de que todo desaparezca.
Cuando entraron en el comedor, Cathy observó que Daniel cambiaba de sitio dos tarjetas.
– Bien, que me cuelguen, sñorita Ross -dijo Daniel, ofreciéndole una silla, mientras los demás invitados buscaban sus lugares-. Después de tantos esfuerzos, descubro que nos han sentado juntos.
Cathy sonrió cuando se sentó a su lado, observando a otra chica que buscaba desesperadamente su tarjeta. Daniel contestó a todas sus preguntas sobre Cambridge y, a su vez, quiso saberlo todo acerca de Melbourne, una ciudad que nunca había visitado. Por fin, surgió la pregunta inevitable.