– ¿A qué se dedican tus padres?
– No lo sé -respondió Cathy sin vacilar-. Soy huérfana.
– Estamos hechos el uno para el otro -sonrió Daniel.
– ¿Por qué?
– Soy hijo de un verdulero y de la hija de un panadero de Whitechapel. ¿Una huérfana de Melbourne, has dicho? Ocupas un peldaño superior al mío en la escala social, te lo aseguro.
Cathy rió cuando Daniel rememoró las primeras ocupaciones de sus padres. A medida que avanzaba la velada, Cathy pensó que aquel hombre era el único con el que desearía hablar sobre sus orígenes inexplicados e inexplicables.
Mientras tomaban café, Cathy reparó en una chica bastante tímida que se hallaba de pie detrás de su silla. Daniel se levantó y le presentó a Marjorie Carpenter, una estudiante postgraduada de Girton. No cabía duda de que era la invitada de Daniel, y que se había quedado sorprendida, por no decir decepcionada, cuando la vio sentada junto a él durante la cena.
Los tres charlaron sobre la vida en Cambridge, hasta que Daphne Wiltshire golpeó la mesa con una cuchara y, tras conseguir atraer la atención de todos, pronunció un discurso, en apariencia improvisado, pero que, en opinión de Cathy, lo tenía cuidadosamente preparado desde hacía días. Cuando brindó, los invitados se pusieron en pie y alzaron sus copas por «Trumper's». La marquesa, a continuación, hizo obsequio a sir Charles de una réplica en plata del 147. A juzgar por la expresión de su rostro, Charlie se sintió muy complacido. Tras un discurso muy ingenioso, tampoco improvisado, sospechó Cathy, su anfitrión tomó asiento.
– Debo irme -anunció Cathy unos minutos después-. He de levantarme pronto. Encantada de conocerte, Daniel -añadió, adoptando una repentina formalidad. Se estrecharon las manos como extraños.
– Nos veremos pronto -dijo Daniel.
Cathy fue a despedirse de sus anfitriones y les agradeció la maravillosa velada. Se marchó sola, después de comprobar que Simón mantenía una animada conversación con un joven rubio que trabajaba desde hacía poco en «Alfombras y Tapices».
Volvió paseando sin prisas a Chelsea Terrace, disfrutando de la noche, y llegó a su piso de 135 pocos minutos después de la medianoche, sintiéndose un poco como Cenicienta.
Mientras se desnudaba, pensó en lo agradable que había sido la velada, sobre todo por la compañía de Daniel y el placer de ver tantas obras de sus artistas favoritos. Se preguntó si… Sus pensamientos fueron interrumpidos por el timbre del teléfono.
Como ya era muy tarde, pensó que alguien se había equivocado de número.
– Te dije que nos veríamos pronto -dijo una voz.
– Vete a la cama, bobo.
– Ya estoy en la cama. Te llamaré por la mañana.
Cathy oyó un «clic».
Daniel telefoneó de nuevo pocos minutos después de las ocho.
– Acabo de salir del baño -anunció.
– Pues debes tener el mismo aspecto que Michelle. Tal vez sería mejor que me acercara para darte una toalla.
– Ya estoy envuelta en una toalla, gracias -rió Cathy.
– Qué pena. Soy un experto en secar, pero dejando aparte esto -añadió, antes de que ella pudiera contestar-, ¿por qué no te reúnes conmigo al Trinity el sábado? Hay una fiesta en el colegio. Sólo se celebra una por trimestre, de modo que si me das calabazas no nos veremos hasta dentro de tres meses.
– En ese caso, acepto, pero sólo porque no he ido a una fiesta desde que salí del colegio.
Cathy fue en tren a Cambridge y Daniel la esperó en la estación. Aunque la mesa de autoridades del Trinity intimidaba a los invitados más seguros de sí mismos. Cathy se sintió muy cómoda, sentada entre los profesores. No obstante, se preguntó cuántos alcanzarían una edad avanzada, comiendo y bebiendo de aquella manera cada día.
– No sólo de pan vive el hombre -fue la única explicación de Daniel durante la cena de siete platos.
Cathy imaginó que la orgía había terminado cuando les invitaron a casa del director, pero se quedó de piedra cuando le ofrecieron más dulces, acompañados de una botella de Oporto que circuló interminablemente, sin vaciarse jamás. Consiguió escapar, pero no antes de que el reloj del Trinity diera la una. Daniel la acompañó a una habitación para invitados, al otro lado del patio cuadrangular, y sugirió que asistiesen a los maitines del King's por la mañana.
– Me alegro de que no me hayas recomendado asistir al desayuno -dijo Cathy. Daniel la besó en la mejilla antes de despedirse.
El pequeño cuarto de invitados que Daniel había destinado a Cathy no era mucho más grande que su piso del 135, pero se quedó dormida en cuanto apoyó la cabeza sobre la almohada, despertándose cuando repicaron unas campanas. Supuso que provenían de la capilla del Colegio Real.
Daniel y Cathy llegaron a la capilla momentos antes de que el coro desfilara por la nave. El cántico resultaba mucho más emotivo que en el disco de Cathy, pues sólo la foto del coro en la solapa daba una leve idea de cómo sería la experiencia.
Después de la bendición, Daniel sugirió que pasearan por los jardines para desembarazarse de las últimas legañas. Cogió la mano de Cathy y no la soltó hasta que volvieron una hora después al Trinity para tomar un modesto almuerzo.
Por la tarde la llevó al museo Fitzwilliam, donde Cathy se quedó fascinada al ver el Saturno devorando a sus hijos de Goya.
– Es un poco como la mesa de autoridades del Trinity -fue el único comentario de Daniel. Después se acercaron al Queen's College, donde asistieron a un recital de fugas de Bach, interpretado por un cuarteto de cuerda formado por estudiantes. Cuando salieron, ya habían encendido las luces de gas que flanqueaban la calle Queen.
– Más cenas no, por favor -se burló Cathy, mientras paseaban por el puente de las Matemáticas.
Daniel rió y, tras recoger su maleta, la condujo de regreso a Londres en su pequeño MG.
– Gracias por este fin de semana memorable -dijo Cathy, cuando se detuvieron frente al 135 -. De hecho, «memorable» no es la palabra adecuada para describir estos dos últimos días.
Daniel le dio un breve beso en la mejilla.
– Repitámoslo el próximo fin de semana -sugirió él.
– Si hablabas en serio cuando dijiste que te gustaban las mujeres delgadas, ni hablar.
– Muy bien, probémoslo de nuevo sin la comida; tal vez incluiremos una partida de tenis esta vez. Quizá sea la única forma de descubrir el nivel del segundo equipo femenino de la universidad de Melbourne.
Cathy lanzó una carcajada.
– ¿Le darás las gracias a tu madre por la maravillosa fiesta del jueves pasado? Ha sido una semana en verdad memorable.
– Lo haré, pero es muy probable que la veas antes de que yo tenga la oportunidad de transmitirle tu mensaje.
– ¿No vas a quedarte esta noche en casa de tus padres?
– No, debo volver a Cambridge… Tengo que dar una clase a las nueve de la mañana.
– Si me lo hubieras dicho, habría cogido el tren.
– Y yo me habría privado de dos horas de tu compañía -replicó Daniel, despidiéndose con un ademán.
Capítulo 41
La primera vez que durmieron juntos, en su incómoda cama individual, Cathy supo que quería pasar el resto de su vida con Daniel. Deseó únicamente que no fuera el hijo de sir Charles Trumper.
Le rogó que no hablara a sus padres de la relación que les unía. Estaba decidida a demostrar su valía en «Trumper's», explicó, y no quería recibir favores porque salía con el hijo del jefe.
Sin embargo, después de la subasta de plata, su descubrimiento sobre el hombre de la corbata amarilla y su informe bajo mano al periodista del Telegraph, no le importó tanto que los Trumper se enteraran de la situación.