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Le enterraron entre los suyos. El capellán del colegio, que habría asumido esta responsabilidad muchas veces en el pasado, tuvo que interrumpirse para recobrar la compostura en tres ocasiones diferentes.

«In life, in death, o Lord, abide with me…»

Becky y yo fuimos juntos a Addenbrooke cada día de aquella se mana, pero el doctor Miller se limitó a confirmar que el estado de Cathy no había variado; ni siquiera había hablado. No obstante, sólo pensar en la joven que yacía en su habitación, necesitada de nuestro amor, conseguía que nos preocupáramos de alguien más que de nosotros mismos.

Cuando volvimos a Londres a última hora de la tarde, Arthur Selwyn estaba paseando de un lado a otro, ante la puerta de mi des pacho.

– Alguien ha irrumpido en el piso de Cathy, han forzado la cerradura -dijo, antes de que pudiera abrir la boca.

– ¿Qué iría a buscar un ladrón allí?

– La policía tampoco lo entiende. Por lo visto, no se han llevado nada.

Sin saber todavía qué había escrito la señora Trentham a Daniel, ahora se añadía el misterio de qué pertenencia de Cathy podía desear. Tras examinar yo mismo el piso, seguí tan a oscuras como antes.

Seguimos desplazándonos a Cambridge cada dos días hasta que a mediados de la segunda semana Cathy habló por fin, vacilante al principio y sin parar después, aferrada a mi mano. Luego, de súbito, se sumió en el silencio de nuevo. A veces, se frotaba el índice con el pulgar, justo debajo de la barbilla.

Esto desconcertó incluso al doctor Miller.

Éste, sin embargo, había conseguido entablar extensas conversaciones con ella en varias ocasiones, y la había sometido a juegos de palabras para comprobar el estado de su memoria. En su opinión, había anulado todos los recuerdos concernientes a Daniel o a su vida anterior en Australia. Nos aseguró que era frecuente en estos casos, y nos dijo el hermoso nombre griego de este estado mental concreto.

– ¿Quiere que intente ponerme en contacto con su preceptor de la universidad de Melbourne, o que hable con el personal del hotel Ayres, por si pueden arrojar alguna luz sobre el problema?

– No -contestó-. No la fuerce demasiado y esté preparado, porque es posible que esa parte de su mente tarde mucho tiempo en recobrarse.

Asentí con la cabeza.

«Domínese, reprima su agresividad innata», parecía ser la expresión favorita del doctor Miller.

Siete semanas después nos dieron permiso para trasladar a Cathy a nuestra casa de Londres, donde Becky le había preparado una habitación. Yo ya había retirado todas las pertenencias de Cathy del piso situado sobre la carnicería, ignorante todavía de si faltaba algo después del escalo.

Becky había guardado toda la ropa de Cathy en el armario ropero y en los cajones, e intentó dotar a la habitación del aspecto más alegre posible. Unos días antes había sacado su acuarela del Cam que colgaba sobre el escritorio de Daniel y la había colocado en la escalera, entre el Courbet y el Sisley. Cuando Cathy subió la escalera, camino de su nueva habitación, pasó frente a su cuadro sin el menor atisbo de reconocimiento.

Pregunté de nuevo al doctor Miller si debíamos escribir a la universidad de Melbourne y averiguar algo sobre el pasado de Cathy, pero volvió a manifestarse en contra de tal decisión, aduciendo que; debía ser ella la que nos proporcionara tal información, y sólo si se sentía con fuerzas para hacerlo, sin presiones externas.

– ¿Cuánto tiempo cree que pasará antes de que recobre por completo la memoria?

– Tanto pueden ser catorce días como catorce años, según mi experiencia.

Recuerdo que aquella noche volví a la habitación de Cathy, mi senté en el borde de su cama y le cogí la mano. Por primera vez, observé que el color había vuelto a sus mejillas. Sonrió y me preguntó cómo marchaba el «gran carretón».

– Hemos obtenido beneficios récord, pero lo más importante es que todo el mundo quiere verte otra vez en el número 1.

Reflexionó sobre mis palabras durante unos instantes.

– Ojalá fuera usted mi padre -dijo por fin.

En febrero de 1951 Nigel Trentham se integró en la junta. Se sentó al lado de Paul Merrick, que le dirigió una leve sonrisa. Fui in capaz de mirarle. Aunque algunos años más joven que yo, me satisfizo observar que tuviera un problema de obesidad mayor que el mío.

La junta aprobó un desembolso de casi medio millón de libras para «llenar el hueco», como Becky denominaba al solar plantado en mitad de Chelsea Terrace desde hacía diez años. Por fin, «Trumper's» se alojaría bajo un solo techo. Trentham no hizo ningún comentario. También aceptaron una asignación de cien mil libras para reconstruir el club juvenil masculino de Whitechapel, que pasaría a denominarse «Centro Dan Salmon». Trentham susurró algo al oído de Merrick.

El coste final de «Trumper's», por culpa de la inflación, las huelgas y la escalada de precios de los constructores, pasó del medio millón de libras estimado en un principio a cerca de setecientas treinta mil. Como resultado, la empresa consideró necesario emitir más acciones para cubrir los gastos extraordinarios.

De nuevo las peticiones superaron la oferta, algo muy halagador, pero yo temía que la señora Trentham acaparara la mayoría de cualquier nueva emisión, pero no tenía forma de demostrarlo. Esta dispersión de mis acciones significó que, por primera vez, mi paquete personal descendió por debajo del cuarenta por ciento.

Fue un verano muy largo, pero Cathy iba recobrando fuerzas a cada día que pasaba. Por fin, el médico le permitió que volviera al número 1. Se reintegró al día siguiente, y dio la impresión de que nunca se hubiera ausentado, en opinión de Becky, aunque nadie volvió a mencionar en su presencia el nombre de Daniel.

Un mes después, volví a casa una noche y encontré a Cathy paseando arriba y abajo del vestíbulo.

– Llevas una política de personal equivocada -dijo, en cuanto yo cerré la puerta.

– ¿Perdón, jovencita? -aún no había tenido tiempo de quitarme el gabán.

– Es errónea -repitió-. Los norteamericanos ahorran miles de dólares en sus almacenes gracias a estudios de eficacia, mientras en «Trumper's» nos comportamos como si aún estuviéramos correteando por el arca.

– El personal del arca se hallaba prisionero -le recordé.

– Hasta que dejó de llover. Charlie, has de comprender que podríamos ahorrar ochenta mil libras al año sólo en salarios, como mínimo. No he estado ociosa estas últimas semanas. De hecho, he preparado un informe para demostrar que tengo razón.

Dejó una caja de cartón en mis brazos y salió del vestíbulo como una exhalación.

Después de cenar revolví durante una hora en la caja y leí los hallazgos preliminares de Cathy. Había detectado un exceso de personal que todos habíamos pasado por alto, y explicaba con gran lujo de detalles cómo podíamos capear la situación sin enfurecer a los sindicatos.

Durante el desayuno de la mañana siguiente, Cathy continuó explicándome sus teorías, como si yo no me hubiera ido a la cama.

– ¿Me escuchas, presidente? -preguntó. Siempre me llamaba «presidente» cuando estaba decidida a demostrarme algo. Supuse que le había robado el truco a Daphne.

– Soy todo oídos -respondí, y hasta Becky levantó la vista de su plato de huevos con bacon.

– ¿Quieres que te demuestre que tengo razón?

– Te lo ruego.

Desde aquel día, siempre que llevaba a cabo mis rondas matutinas, encontraba inevitablemente a Cathy en una planta diferente, haciendo preguntas, observando o tomando copiosas notas, a menudo con un cronómetro en la otra mano. Nunca le pregunté qué hacía, y si alguna vez me veía se limitaba a decir «Buenos días, presidente».