El caballero comprendió que para hallar al Mago debería emplear más fuerza y más astucia de la que había usado para vencer en justa lid a tantos caballeros como el doble de sus años por los cuatro elementos, aire, fuego, tierra y agua. Pero el Gran Torneo le había enseñado también el monótono arte de la espera. De modo que se estableció sin apuro en su habitación de la posada y se dispuso a esperar tranquilamente. Y hubiera podido vivir mucho tiempo sin más preocupaciones que su amor por la Princesa Ermengarda, pues su bolsa estaba bien provista, si uno de los jóvenes aprendices que trabajaban para el posadero no hubiera huido una madrugada llevándose a la más fea de sus hijas, y los dineros (suyos y de sus clientes) que el posadero guardaba en el hueco de una viga.
El aprendiz volvió unos meses después trayendo a la muchacha, embarazada y pálida, pero nada volvió a saberse del dinero, cuyos métodos de reproducción suelen ser muy otros.
Aconsejado por el buen posadero y con su acuerdo, el caballero Arnulfo puso en práctica algunas de las habilidades aprendidas en el Gran Torneo para restablecer su bolsa.
En una de las mesas de la posada estableció su banca y con naipes marcados se dedicó al juego. Como sus maneras eran afables y sus ganancias moderadas, no tardó en atraer una honesta clientela. Los pequeños personajes de la ciudad se sentían engrandecidos y halagados de tener la oportunidad de perder unas pocas piezas de plata con un hombre que había vencido en justa lid a tantos caballeros como el doble de sus años por los cuatro elementos, aire, fuego, tierra y agua.
Una tarde, mientras Arnulfo relataba una de las historias que más agradaban a sus rivales (había resucitado aquellos alegres gigantes de su adolescencia y tomaba prestados a veces a los moros del Príncipe Verde), un hombre muy joven lo desafió a una partida. El extranjero, hijo de un rico mercader, era libertino, impetuoso y grosero y, pese a todos sus esfuerzos (destinados a proteger su honra y su clientela), el caballero Arnulfo se encontró al final de la tarde en posesión de un importante cargamento de tapices del Oriente.
Cuando el caballero Arnulfo discutió, regateó y finalmente vendió los tapices en la feria de la ciudad, obteniendo por ellos más de lo que había ganado nunca en el juego, y una satisfacción tan íntima como jamás hubiera imaginado, descubrió que el comercio también podía ser una pasión. Comerció primero con lana y con trigo, y después con tejidos de Bretaña y encajes de Flandes, y después con espadas de Toledo y después con oro y con plata y con piedras preciosas. Y después comerció con el tiempo: entregó sumas de dinero que otros apurados mercaderes debían devolverle más y más crecidas según hubiesen transcurrido días o meses o años. Y como el comercio del tiempo, que es la usura, estaba prohibido por la Iglesia, el caballero Arnulfo contrató a un hábil judío que por una justa comisión y un justo número de pequeños robos aceptó aparecer como la cabeza visible de sus múltiples negocios.
La más grande, la más bella de las casas de la ciudad fue suya. Y la más nombrada. Arnulfo de Kálix se entregó al lujo con la misma ferocidad con que se había entregado al combate. Los nobles de la ciudad se complacían en visitar su casa. Los pequeños personajes que habían sido esquilmados en su mesa de juego se complacían en denigrar su nombre. Todos sabían por qué medios crecía su fortuna. Nadie se hubiera atrevido a mencionarlo en su presencia. Sin embargo, cuando Arnulfo pidió la mano de la hija de uno de los señores más altos de la ciudad, su futuro suegro se consideró obligado a exigir, en secreto, pruebas de su pureza de sangre. Cuando los enviados del caballero Arnulfo regresaron de Kálix con los pergaminos sellados, se celebró la boda.
Su esposa era muy joven y su carne muy suave. Su casa estaba llena de criados y de almohadones. Y el caballero Arnulfo hubiera olvidado para siempre a la Princesa Ermengarda si una noche su joven mujer no lo hubiera recibido con la mirada roja y el retrato de la Princesa en la mano. Había encontrado en un arcón la miniatura que tantos años llevó Arnulfo bajo su cota de malla. Y cuando el caballero vio una vez más el rostro de Ermengarda, su hermosura inverosímil, comprendió que ninguna ternura cotidiana, que ningún afecto de la tierra podía llenar el vacío que ese amor total y desbocado había dejado en su vida. Y supo también que ningún éxito entre los hombres, que ningún halago para su carne, que ninguna fría pasión para su mente, podría reemplazar en su alma hueca la imagen ardiente de la Princesa Ermengarda. Y cuando esto apareció claro ante los ojos de su mente, supo también que la Ciudad del Mago y el Dragón no existía, que toda la ciudad (cada una de las nervaduras de cada una de las hojas de cada uno de los árboles de cada una de sus calles, y también su mujer y la posada) no era más que una trampa del Mago para atraparlo y distraerlo, para hacerle olvidar a la Princesa que bordaba encerrada en el castillo.
La ciudad se desvaneció a su alrededor y Arnulfo, un hombre adulto en la fuerza de sus años, se encontró solo en una vasta pradera, frente a la choza donde vivía el Mago. El caballero Arnulfo amaba ahora a la Princesa Ermengarda (a su imagen) como el piloto de un gran avión comercial para innumerables pasajeros ama a la frágil avioneta monoplaza que nunca más volverá a pilotear. Más que a nada. Angustiosamente.
Como en un sueno, el caballero Arnulfo sabe que ésa es la choza del Mago. Como en un sueño, lo sabe sin que nada se lo indique. Entra despacio, con la mano en el pomo de su espada, y no espera encontrarse con ese muchachito rubio, de rasgos vagamente familiares, que lo mira sin miedo desde el otro lado de una mesa de roble donde está torpemente tallado el nombre de Ermengarda. Sin detenerse, porque teme mirar a su alrededor, el caballero avanza con la espada dispuesta a matar. Entonces el Mago habla, y su voz no es la de un niño. "Porque osaste comerciar con el tiempo", le dice, "con el tiempo te combatiré". Y tomando un puñado de años los arroja sobre su perseguidor. El caballero Arnulfo siente que su frente se cubre de arrugas y en un espejo lejano ve encanecer levemente sus sienes. Es ahora un hombre de mediana edad y si su mano aprieta todavía con fuerza la empuñadura de su espada, sus piernas no son ya tan rápidas para correr. La fatiga lo acecha con su cara de plomo y se acorta su aliento. Corre al Mago alrededor de la mesa de roble. En su cuerpo la grasa empieza a disputar la supremacía del músculo. En su mente, la ansiedad del pasado comienza a disputar la supremacía del futuro. Siente el terror y la angustia de los años perdidos.
El caballero Arnulfo, un hombre que ha doblado ya la curva de los años, ama a la Princesa Ermengarda con una pasión llena de furia y cuando vuelve a avanzar, amenazador, contra el Mago, lleva en su mente las carnes blancas de la Princesa y se imagina saciando -vengando- en ellas tanto dolor, tanta sed.
El Mago toma entonces de un cuenco toda una brazada de años y vuelve a arrojarlos sobre él. Arnulfo de Kálix ya no corre. Sabe ahora que sus cabellos son blancos, y la espada cae de su mano arrugada, manchada y vieja, sin fuerzas para sostenerla. Un velo membranoso se extiende entre sus ojos y la luz. El caballero Arnulfo es ahora un anciano y sus ropajes cuelgan sobre su cuerpo enflaquecido y débil. Pero con los años llega también la sabiduría.
El anciano comprende que nunca podrá vencer a la Magia con la espada. Con su voz cascada desafía al Mago: una partida de naipes definirá la victoria. Y como el Mago es un niño, acepta el juego, dejando caer el breve montoncito de años que le hubiera asegurado la eternidad de Ermengarda.
Dos días y dos noches juegan el Mago y el caballero. El Mago cuenta con todas las artes de la Magia para dominar al azar. El viejo cuenta sólo con la habilidad de sus manos temblorosas, cada vez menos rápidas.
Pero el azar es caprichoso, no le gusta ser dominado y está celoso de la Magia. Fatigado, se entrega de pronto al caballero Arnulfo. El Mago ha sido derrotado.
El anciano caballero Arnulfo ama ahora a la Prin cesa Ermengarda (a su imagen) como un hombre que nunca vio el mar ama la vieja fotografía de un barco que cuelga de la pared de su escritorio y que ha mirado todos los días de su vida. Por costumbre. Fatigosamente.
Sólo unas pocas leguas separaban al caballero Arnulfo de Kálix del castillo donde estaba prisionera la Princesa Ermengarda. Pero sus viejos huesos no soportaban ya las largas cabalgatas. Bastó una sola noche a la intemperie para convencerlo de las nuevas necesidades de su cuerpo. Así, a pesar de su urgencia -desesperada-, debió contentarse con avanzar un breve trecho cada día. Su edad le exigía descansos repetidos en cada una de las posadas del camino. Entretanto, su pensamiento no descansaba. Pero el caballero Arnulfo no pensaba ya en la Prince sa Ermengarda. Como en aquellos días en que por primera vez escuchara la leyenda, sólo pensaba en el Dragón. Y en lugar de desear el combate, lo temía, con todas sus fuerzas. Con las pocas fuerzas que le quedaban. Aferrándose al andrajoso pedazo de vida que le faltaba vivir. Soñaba con terminar sus años en un pueblo cualquiera, con la imagen de Ermengarda calentándole el recuerdo. Pero cada vez que cruzaba un arroyo, el reflejo de su cara arrugada le recordaba el largo precio que había pagado ya por la Princesa. Y sus hábitos de viejo comerciante le exigían recuperar la inversión. Intentarlo. El aliento de fuego del Dragón quemaba sus pesadillas.