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Sin embargo, cuando Arnulfo llegó por fin al castillo y se perfilaron sus muros hasta cortar la bruma, un espectáculo asombroso se presentó ante sus ojos legañosos. Vencida el Mago -anulada su fuerza-, el Dragón era un juguete roto que giraba sin control alrededor de su eje, como un robot enloquecido. El soplo de fuego de sus narices quemaba el extremo de su cola escamosa y este estímulo doloroso imprimía a su giro una velocidad uniforme, inusitada.

El viejo caballero comprendió que el combate no tendría la forma de sus sueños. Sin temor se acercó a la bestia y con la mayor precisión posible calculó el diámetro de la circunferencia descripta por el Dragón, la aceleración inicial, la posición y velocidad relativa de las distintas partes del cuerpo en movimiento. Después ató su lanza a la montura del caballo y con un fuerte golpe lo lanzó en línea cuidadosamente tangencial contra la circunferencia rugiente. El choque fue explosivo y lanzó lejos caballo y lanza. Pero el combate ya estaba definido. El movimiento circular del Dragón comenzó a hacerse más lento y su cabeza se fue haciendo visible como se hacen visibles los rotores de un helicóptero que detiene sobre la tierra su vuelo. Un hilo de sangre brotaba de su ojo izquierdo.

Vencedor en justa lid de tantos caballeros como el doble de sus años por los cuatro elementos, aire, fuego, tierra y agua, vencedor del Mago y del Dragón, el caballero Arnulfo había ganado la libertad de la Princesa Ermengarda. El anciano caballero Arnulfo.

Cae el puente levadizo, se abren las puertas del castillo y una blanca figura sale corriendo de su obscura boca. Su belleza es real pero no verosímil. La Princesa Ermengarda, llorando, se abraza al cuello del Dragón, y trata de devolverle con sus besos su hálito de fuego. No le importa mancharse el vestido muy claro, muy tenue, con la sangre verde de su amigo. Tantos siglos, tantos largos y aburridos siglos han pasado juntos Ermengarda y el Dragón. La Prin cesa levanta la vista y mira asustada al caballero, ese desconocido.

Correr

Mauricio Stock se levantó antes de que sonara el despertador. Ya nunca se despertaba tarde, no podía. Caminó hacia el baño sintiendo las articulaciones de las caderas. No llegaba a ser dolor, pero estaban allí, presentes. Los tendones moviéndose en sus correderas, las superficies óseas, esas zonas internas de su cuerpo que antes no habían existido, porque un cuerpo joven es un cuerpo desconocido, una máquina perfecta, misteriosa, que nunca ha sido necesario desarmar para estudiar su mecanismo.

Se frotó la cabeza con Minoxidil estudiando en el espejo los matorrales ralos que se obstinaban en crecer en ese páramo. Pero cuando todos sus folículos pilosos estaban vivos, sanos y productivos ¿hubiera podido levantarse una mañana de domingo cualquiera y hacer un fondito de dieciocho kilómetros? No hubiera podido. Se puso los lentes de contacto antes del desayuno. Prefería no dejarlo para último momento por si aparecía alguna molestia imprevista.

Mientras hervía la pava prendió la tostadora. Esperó a que estuviera bien caliente antes de meter el pan. Se preparó un té con dos cucharadas de miel y masticó despacio tres tostadas chicas con mermelada de ciruela. Antes salía en ayunas. Ahora había aprendido la importancia de cargar carbohidratos, aunque se moderaba en la cantidad para no sentirse pesado. A la vuelta se comería un pote de cereales con leche y una banana para reponer el potasio, aunque su médico le hubiera dicho que no era necesario preocuparse por eso, que el potasio está en todas partes y no se pierde con el sudor.

Muchos hábitos habían cambiado desde que empezó. Al principio había creído que lo ideal era usar ropa de algodón, porque absorbe la transpiración. Treinta años atrás, cuando jugaba al básquet, ésa era la regla de oro en el mundo del deporte. Pero el Máster le hizo notar que el algodón, en efecto, absorbe la transpiración: y por lo tanto se empapa. Después de los cinco kilómetros, ese peso se empieza a notar hasta convertirse en un lastre. Ahora se usaban materiales sintéticos que dejaban evaporar el sudor, el mismo tipo de fibra que mantenía seca la cola de los bebés en los pañales descartables. El señor Stock, sin embargo, seguía usando algodón cuando no le preocupaban demasiado los tiempos a cumplir.

Desde hacía unos meses recibía por correo electrónico los mensajes de la Sociedad de Corredores Muertos, un foro de discusión en el que participaba sobre todo gente de su edad. No había calculado que además de la actividad en sí iban a llegar a fascinarlo las palabras que la nombran. ¡Como cualquier adicción! Todos los días leía con interés los comentarios y experiencias de otros corredores en todas partes del mundo. Muchos se referían a las ventajas de la nueva fibra cool-fresh para la ropa deportiva. Uno de los participantes, un hombre de más de sesenta años, se quejaba de las angustias y retrasos a los que puede inducir una próstata rebelde. Gracias a este nuevo tejido sintético, escribió, había podido hacerse pis encima en la última maratón, sin necesidad de detenerse para orinar, sin mojarse las medias y llegando a la meta perfectamente seco. Por suerte Mauricio todavía no estaba en condiciones de apreciar esos beneficios.

Antes de salir se puso las llaves en el bolsillo, no era tan maniático como para tratar de librarse también de ese peso, sobre todo cuando iba a hacer un trabajo individual. Siempre llevaba también algo de dinero y un documento. Puso a enfriar una botella de Gatorade con gusto a mango y sacó del freezer un envase gotero de solución salina (que usaba habitualmente para los ojos), lleno de agua congelada. En el bolsillo el hielo se derretía rápidamente: así podía llevar encima unos traguitos de agua bien fría para tomar en cualquier momento, con efecto probablemente más psicológico que físico sobre la sed, pero no por eso desdeñable.

Ponerse las zapatillas era lo último que hacía antes de salir y una parte del ritual que le producía especial satisfacción. Mientras se ataba los cordones, la expectactiva le produjo una sensación de hormigueo en las piernas: el perro de Pavlov salivando delante de la figura geométrica que anticipaba la comida. Dio vuelta las medias y se las calzó al revés; estaba orgulloso de ese pequeño truco, tan simple, para evitar las ampollas y lastimaduras que provocaban las costuras en los dedos de los pies. Las zapatillas eran casi nuevas. Hasta ahora había corrido siempre con Saucony y se preguntó si no había sido una forma de snobismo insistir en esa marca menos conocida en el país. Estaba cómodo con las Adidas, que eran un poco más anchas adelante y le daban una sensación de mayor equilibrio. Una mala caída podía llegar a mantenerlo fuera de carrera por semanas y hasta meses enteros. (Su mente se resistía a considerar la posibilidad demasiado dolorosa de no volver a correr.) Las nuevas zapatillas eran las más duras que hubiera usado nunca. Una gruesa nervadura de acrílico atravesaba la suela evitando torsiones hacia los costados.

En la muñeca izquierda llevaba el cronómetro. En la derecha se puso el reloj monitor, el Polar, y se calzó sobre el pecho la banda para controlar los latidos. No quería pasar de las 180 pulsaciones. Había empezado a correr cerca de los cincuenta años y, por mucho que progresara, su ritmo cardíaco sería siempre más alto que el de los corredores que practicaban desde muy jóvenes. En cambio tenía sobre ellos una ventaja extraordinaria: su rendimiento todavía mejoraba en lugar de retroceder. En ese momento sonó el teléfono. Debía ser equivocado porque se cortó antes de que alcanzara a responder. Pero en el reloj monitor pudo constatar cómo el brusco timbrazo había llevado sus pulsaciones de setenta a ochenta y cuatro por minuto. Ahora bajaban de a poco otra vez.

La calle estaba hermosa, vacía, ni siquiera se veía todavía a los porteros de los edificios manguereando las veredas. Unos dieciocho grados de temperatura y el sol de otoño. Caminó a paso rápido desde Córdoba hasta Santa Fe, eligió Austria para bajar derecho hasta Figueroa Alcorta y empezó a correr con un trotecito suave, liviano, de precalentamiento, a unos seis minutos por kilómetro, sin mirar el reloj monitor, que no era necesario hasta después de los cinco minutos. Ya no necesitaba ningún instrumento para calcular exactamente su velocidad. Vio venir hacia él a un hombre de su edad paseando al perro. Caminaban lentamente. El animal, increíblemente viejo, avanzaba moviendo las patas de adelante, con las patas de atrás sostenidas por un carrito. Pavlov y su perro, pensó, riéndose con la alegría de quien se siente poderosamente dueño de su cuerpo.