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– Seguro, vamos -dice Joaquín.

El policía desaparece detrás del paredón y vuelve casi arrastrando a una chica gordita, también teñida de rubio. La sostiene a duras penas por el brazo que ella le pasa sobre los hombros. La cara de la chica está hinchada y deformada por los golpes pero no sangra. Tiene puesto un jean y una remera corta, sin mangas pero de algodón grueso, tan empapada en sangre que no se distinguen la herida o las heridas que sin duda debe tener en el torso.

– Fue con arma blanca. No le pasó del otro lado. -explica el policía-. De atrás está limpia, no le va a ensuciar.

Joaquín hace un gesto indignado: como alguien va a pensar en el tapizado en un momento así. Pero no puede dejar de observar que, a pesar de las palabras del policía, de la ropa de la chica caen gruesas gotas de color rojo obscuro: no parece que se haya detenido la hemorragia.

En un segundo llegan a la salita, no más grande que el refugio de una parada de colectivos. Baja el policía y vuelve con un enfermero de ojos tristes, todavía con el mate en la mano, que mira a la chica por la ventanilla meneando la cabeza.

– Llévenla al hospital. Aquí no tenemos médico hasta las cuatro… Para tenerla tirada en la camilla…

El hospital no está lejos, dice el policía. Al entrar en zona más poblada el tránsito se hace lento, difícil. Apoyada en el muchacho, que ya tiene la camisa celeste manchada de sangre, la mujer herida tiembla convulsivamente y se queja con gemidos que parecen absorber todo el oxígeno disponible, porque en el auto nadie más puede respirar. Claudia apaga el aire acondicionado. La chica deja de quejarse. Su respiración se hace más ruidosa y curiosamente larga. Cuando suelta el aire se produce un instante de silencio, un punto increíblemente doloroso que se resuelve en el momento en que inspira otra vez, con un ronquido flemoso.

– Apurate -dice Claudia, como si fuera necesario.

Joaquín se apura. El policía saca por la venían un brazo con un pañuelo blanco y así, tocando la bocina, pasan los semáforos en rojo. La chica herida expulsa el aire de sus pulmones lastimados una vez más, con esfuerzo, y el punto doloroso se prolonga intolerable, en el silencio. Los tres escuchan el silencio martillando los oídos.

– ¡Hay que hacerle respiración! -dice Joaquín, con su estilo claro y enérgico-. Y masaje cardíaco. ¡Rápido!

El policía lo mira por el espejito. Sus ojos obscuros y redondos están empequeñecidos por el espanto.

– ¿Yo? -dice, temblando.

– ¡Claudia, maneja vos! -ordena Joaquín, frenando casi de golpe-. Yo voy atrás.

La mujer se corre al asiento del conductor, lo tira para adelante y acomoda el espejito. Joaquín sale del auto y abre la puerta de atrás. Sabe lo que hay que hacer.

– Usted, vaya para adelante -le dice al policía-. Déjeme a mí.

Con enorme alivio, el muchacho se pasa al asiento de adelante y el auto vuelve a arrancar. No han perdido más de veinte, tal vez treinta segundos. Claudia maneja bien, zigzagueando entre la larga y lenta fila de autos. La cabeza de la chica herida cuelga hacia un costado y unos arroyitos de sangre se escapan todavía por la boca y por la nariz. Joaquín se arrodilla en el asiento con intención de golpear rítmicamente el pecho inmóvil como lo ha visto tantas veces en la televisión: parece fácil. Levanta el brazo con el puño cerrado y lo vuelve a bajar, flojo. No tiene el coraje de asestar un puñetazo sobre esa confusión roja. Echa hacia atrás la cabeza de la chica, que zangolotea con los movimientos del auto sobre el asfalto desparejo, le tapa la nariz con una mano, aspira hondo para pasarle el aire por la boca y una náusea incontenible le crece desde el fondo de las tripas. Sabe lo que hay que hacer, pero no puede. Apenas alcanza a sacar la cabeza fuera de la ventanilla antes de vomitar.

– No se preocupe, señor -lo consuela el policía, que parece aturdido, como si no tuviera plena conciencia de lo que está sucediendo-. Seguro que se hubiera muerto igual.

Ahora han llegado al hospital. Las tres personas vivas bajan del auto casi al mismo tiempo. Nadie quiere quedarse con la mujer herida, a la que todavía no se atreven a llamar la muerta. El policía entra saltando los escalones de dos en dos pero tarda varios minutos en salir con un médico de barba entrecana y una pierna enyesada que se acerca al auto lo más rápido que puede, seguido por dos enfermeros que empujan una camilla.

El médico ausculta a la mujer herida, le busca el pulso en la carótida, le mira con una linternita las pupilas, intenta encontrarle algún reflejo. Poco a poco sus movimientos pierden urgencia. Después le toma una mano, mira las uñas y la palma con detenimiento. Está muerta hace rato.

– ¡Pero recién respiraba! -lo enfrenta Joaquín.

– Mire, lo que para usted es recién, por ahí ya son diez, quince minutos: demasiado -dice el médico con paciencia. Le pone una mano en el hombro pero Joaquín se la sacude con un movimiento nervioso, como un caballo que espanta un tábano-. Tan joven, pobrecita, qué locura. Vamos para adentro -y les hace una seña a los camilleros.

– ¿Van a traer otra camilla? ¿Una de la morgue? -pregunta Claudia.

El médico se da vuelta y la mira con sorpresa.

– Esto es un hospital. Si se nos muere a nosotros, es una cosa. Pero no internamos cadáveres. Si quiere perder tiempo hable con la administración.

En efecto, la chica está cambiando de color. Ya se ha convertido casi completamente en un cadáver. De su cuerpo no sale más sangre y la que le empapaba la ropa empieza a virar del rojo puro al amarronado. El policía parece muy desalentado, pero alcanza a detener con un gesto a Joaquín, que ya está listo para abalanzarse sobre el médico.

– Es así nomás, señor, el doctor tiene razón. Los hospitales no agarran muertos.

Se miran los tres, indecisos. Como si fuera el centro azul de una llama, el cielo mismo vibra de calor. En la quinta, los amigos estarán terminando de comer. Habrán empezado las discusiones acerca de la digestión y la pileta. Es posible imaginar el olor celeste del agua, las manchas de sol en la sombra de los árboles copudos, el grito ocasional de un benteveo, como quien imagina o recuerda el Paraíso. Imposible, perdido.

– Voy a avisar que no nos esperen -dice Claudia.

Mientras habla por teléfono, Joaquín discute con el policía. Claudia ya lo ha visto discutir muchas veces con muchas personas distintas. Conoce los gestos y, sin necesidad de prestar atención a la escena, puede imaginar las palabras.

– Vamos a la comisaría, no zafamos -le explica después Joaquín-. Hay que hacer un acta.

Se le acerca tratando de rodearla con su brazo transpirado, grueso, protector. Ella lo rechaza con un gesto.

– Demasiado calor. Vamos -dice, resignada.

Ahora tienen todo el tiempo del mundo, el domingo se estira infinito hacia la eternidad. El cadáver ocupa mucho espacio en el asiento trasero. El muchacho se sienta bien pegado a la puerta. De vez en cuando tiene que empujar a la muerta que amaga con caerse y se le va encima. Al fin la acomoda bien en el medio del asiento, el cuerpo caído hacia el otro lado, en una postura que en vida hubiera sido ridícula o imposible y ahora parece perfectamente lógica. Pide el teléfono para avisar a la comisaría, así ya los esperan con todo preparado. Por el camino el muchacho se presenta por fin como el agente Fiorini y les habla de lo que pasó. Cuenta una historia larga, triste, con hijos chiquitos, suegras, cuñados, denuncias de los vecinos, comentarios a favor y en contra de la muerta. Su relato es confuso, tiene errores, la cronología es oscilante, carece de los enlaces lógicos que podrían hacerlo inteligible.

– Dios me perdone -lo interrumpe Claudia- pero me muero de hambre.

– Los dejamos en la comisaría y comemos algo por ahí -dice Joaquín, englobando al vivo y a la muerta en el mismo fastidio, el mismo obstáculo que se interpone entre él y la felicidad.

La comisaría es una construcción vieja, de techo chato, con el escudo de la provincia y una bandera argentina mugrienta, apagada en el aire quieto. En la puerta los espera una mujer terrosa, de ojos enrojecidos, vestida con unos shorts viejos y una camiseta de hombre. Usa chancletas de plástico polvorientas, de distinto color en cada pie. Se acerca lentamente y mira por la ventanilla. Cuando baja el policía, la mujer va directamente hacia él; no puede decirse que grite: de su boca, o quizás de su vientre, se escapa en forma persistente un gemido largo y finito, involuntario, como el que emite el motor de algunas heladeras cuando funcionan mal.