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– Así me la traes -le dice-. Sos poca basurita vos. Poca basurita.

Es una mujer vieja y las arrugas de la cara son como tajos o cicatrices y amontonan polvo igual que todo el resto del universo. Después se da vuelta y se va, caminando despacio. Sigue emitiendo ese sonido largo y extraño, casi un silbido.

– La madre -dice Claudia. -Lo mismo que si fuera -explica el agente- Es la tía que la crió. La gente de aquí nos conocemos todos.

El muchacho pasa primero pero no los hacen esperar. Los atiende el oficial de guardia, porque el comisario está durmiendo la siesta. Los hace pasar a una oficina casi agradable, donde se siente menos el calor. Como muestra de gentileza, gira hacia ellos el turbo. Joaquín abre los brazos para sentir el aire fresco en el cuerpo transpirado. El oficial les pide documentos.

– ¿Cómo documentos? -Joaquín estalla de hambre y mal humor-. ¿No le contaron lo que pasó? Venimos a dejar eso y nos vamos.

El aire del turbo agita el cabello rubio y lacio de Claudia, que ya le está alcanzando su documento al oficial.

– Disculpe la molestia, pero necesito los números para levantar el acta, señor… -mira la cédula de la mujer- ¿Lavandeira?

– No, yo soy Aulés -dice Joaquín, sacando su documento-. Lavandeira es el marido verdadero. Quiero decir, al revés, ¿no? El ex marido. Pero todavía en los papeles. Usted sabe. -Le entrega su documento.

– Señor Joaquín Carlos Aulés -deletrea el oficial tipeando en el teclado de la computadora. Claudia mira el revés del monitor con una atención fija, concentrada, como si pudiera atravesarlo con la vista.

El oficial les dice que siente muchísimo tener que molestarlos. Habla con sinceridad. Qué más quisiera que ahorrarles esta situación, les dice. Ellos, los del barrio, ya sabían que esos dos iban a terminar mal, y así fue. Con todo, tienen suerte: antes, les dice, en un caso así, tendrían que haber ido con la muerta mucho más lejos, hasta Dolores, y ahora todo se puede arreglar en La Plata. En el juzgado de turno de La Plata.

– Disculpe. Estoy mareada -dice Claudia.

El oficial pide que le traigan un vaso de agua fría y le ofrece recostarse en un sillón, pero ella no quiere. Apoya los codos sobre el escritorio y se sostiene la cabeza entre las manos.

– Es una occisa, señor Aulés, imaginesé: solamente el juez puede darle entrada en la morgue judicial.

Joaquín Carlos Aulés sonríe, se esfuerza por sonreír, se lleva la mano al bolsillo y la deja allí, obvia.

– Seguro que esto se puede arreglar -dice.

El oficial devuelve la sonrisa, asiente moviendo la cabeza con un gesto exagerado de aprobación.

– Es que no se arregla con plata, ojalá, se lo digo para ganar tiempo porque usted dejó el auto al sol. Y no es que no me haga falta. Mi hija toca el violín ¿sabe? Toca bien, estudia con buenos maestros. Buenos y caros. ¿Le gusta la música?

Sin esperar respuesta el oficial acciona un discman conectado a dos parlantes chicos que tiene sobre el escritorio, un objeto que parece pertenecer a un dueño más joven que él, algo que podría haber decomisado en una razzia. " La Campanella " de Paganini llena de acordes rápidos y virtuosos la habitación blanca. La música gira chocando contra las paredes, juega a rozar el silencio y renace vertiginosa en vueltas más y más veloces.

– Todo pensado para el lucimiento del violinista. Casi más que para nosotros, los que estamos escuchando-comenta el oficial, mientras dirige el concierto con una batuta imaginaria.

– A La plata con la muerta no hará falta que vayamos los dos ¿no es cierto? -dice de pronto Claudia-yo podría no haber estado en el auto. Me siento mal. Estoy embarazada.

Joaquín levanta la cabeza sorprendido y le busca la mirada, pero ella sigue concentrada en el revés del monitor. El oficial la estudia un instante sin dejar de mover la cabeza al ritmo de la música, como evaluando los riesgos de su decisión.

– Ya mismo le llamo al médico, señora. El forense vive aquí a la vuelta, si hace falta la internamos enseguida -su calma desmiente la urgencia de las palabras.

La mujer duda un segundo.

– Mejor consígame otro vaso de agua. A lo mejor es hambre nomás. Me baja la presión.

El oficial mira al señor Aulés con una mezcla de lástima y solidaridad. Saca un paquete de caramelos de goma y convida a Claudia, que se pone cuatro juntos en la boca y los mastica nerviosamente.

– Yo les diría que almuercen en alguna parrillita camino a La Plata. Van a necesitar un testigo. Tenemos la confesión del marido, pero ustedes con eso no hacen nada. No se preocupen, yo consigo.

Cuando el oficial sale, Joaquín pone su mano sobre la de Claudia y deja salir una breve carcajada curiosa.

– Te querías escapar, petisa. Casi te sale bien. Hasta yo estuve a punto de entrar.

Ella retira la mano y se echa el pelo hacia atrás dejando que algunos mechones organizadamente rebeldes vuelvan a caer con arte alrededor del óvalo de la cara.

– Pero es cierto. No mentí -dice, todavía sin mirarlo.

A Joaquín le cuesta localizar a un amigo abogado, que le confirma todo lo que les han dicho. No hay cómo ni por dónde escapar. Hay que ir a La Plata.

– Conseguí un testigo buenísimo -el oficial vuelve a entrar alegremente a la oficina-. Eso sí les pido, que si se paran a comer no me lo dejen chupar.

El auto es una trampa de metal recalentado deshaciéndose al sol. Adentro se siente o tal vez se imagina un olor dulzón que Claudia intenta tapar con desodorante. El hedor de la sangre seca se mezcla con perfume a coco y frutilla. Tapan a la muerta, la envuelven casi con un acolchado rosa muy gastado. El agente Fiorini, que se cambió la camisa, y el testigo, un hombre bastante sucio, con olor a vino, se apretujan en el asiento de atrás, tratando (pero es un intento imposible) de dejar espacio entre ellos y la muerta, que crece a cada instante. Hay que echar a una mosca que se ha metido en el auto al abrir las puertas. Se ponen en marcha con las ventanillas abiertas y el aire acondicionado funcionando.

Por el camino el agente Fiorini le toma lección al testigo, que repite su discurso como un buen alumno, memorizando cuidadosamente todos los detalles.

Las preguntas y respuestas van delineando la figura de un hombre flaco, que le pega a su mujer en silencio para no despertar a los chicos. Un hombre que finalmente saca un cuchillo, el mismo que usa para trabajar en el frigorífico como destazador de reses, y la amenaza. Recién entonces la mujer empieza a gritar y van llegando los vecinos.

– Usted va a decir que entró a la casa y lo vio.

Entonces le van a preguntar cómo era la casa -el agente Fiorini adiestra al testigo-. Las paredes son celestes. Las sillas son de plástico, anaranjadas. ¿De qué color es el tapizado de las sillas?

– No tienen tapizado porque son de plástico, anaranjadas -dice el testigo, sin caer en la trampa.

– Va a tener que explicar por qué los siguió hasta el baldío.

– La piba, la señora, salió corriendo, el Moncho la perseguía con el cuchillo grande de destazar, yo me les fui detrás, también con los otros vecinos.

– ¿Usted por qué entró a la casa? Hable de los gritos.

– Yo entré porque escuché los gritos, como las otras veces. Ella siempre gritaba al final, para pedirnos ayuda a los vecinos.

– ¿Ella siempre gritaba? -quiere saber de pronto el agente Fiorini y algo ha cambiado en el tono de su pregunta, ya no parece estar personificando al juez, o al secretario del juzgado, le tiembla un poco la voz, quiere saber.

– Ella gritaba, sí. Siempre gritaba cuando se las veía muy negras, cuando él sacaba el cuchillo, ahí era que gritaba la pendeja pidiendo ayuda. Y la que se metía antes que ninguno, por lo más general era la señora Sandra, que eran muy amigas, la que le cuidaba a los chicos cuando ella se iba a trabajar, la mujer del Rosamel.

El agente Fiorini no pregunta más y se hunde en el asiento. La vida y la muerte del bulto que se endurece de a poco en el asiento de atrás van tomando forma para Joaquín y Claudia. Desean librarse de ella cuanto antes. Sin embargo, el hambre puede más.

– Total, el día está perdido -dice Joaquín-. Qué apuro hay.

Ya son casi las cuatro de la tarde cuando eligen una parrilla al borde de la ruta.

– Igual hasta después de las cinco va a ser difícil que lo encuentren al juez -les asegura el agente Fiorini.

Joaquín sale del baño. Se ha mojado la cara, el pelo y la nuca, sin secarse. El policía y el testigo ya están sentados. Sobre la mesa de fórmica gris una botella de vino le recuerda las recomendaciones del oficial. Claudia está eligiendo una revista. Él se le acerca despacito y la toma de atrás, de la cintura.

– ¿Entonces es verdad? ¿Estás embarazada? ¿Es mío? -le dice en voz muy baja, casi en el oído.