Fue Jonathan el que tuvo la idea que finalmente solucionó una parte del problema: vivíamos a tres cuadras de la Facultad de Medicina. A principio el gusto a formol de los cadáveres que había en la morgue de la facultad me molestaba un poco y hasta me daba alergia. A la mañana siguiente me levantaba con los párpados hinchados y con mareos. Con el tiempo me acostumbré y el formol ya me parecía tan necesario para darle sabor a los cadáveres como la Mostaza para la carne de puchero.
Jonathan, que estudiaba medicina, se había hecho juegos de llaves de todas las puertas de la facultad Los cadáveres de la morgue tenían la ventaja de que a nadie le llamaba la atención si les faltaba una parte, porque los estudiantes de medicina siempre se andan llevando manos, orejas o piecitos para hacer bromas espantosas.
Creo que esa necesidad mía influyó en mi vocación. Cuando llegó el momento yo también decidí ser médico, un poco por seguirlo a Jonathan y otro poco porque me resultaba tan cómodo para resolver el hambre de los viernes a la noche.
No crean que conseguir caca de gallina era mucho más fácil que conseguir cadáveres. Al principio, cuando era muy chico, todavía había algunos gallineros por el barrio y al Mercado Grande traían gallinas vivas, que venían todas apretadas en unos enormes jaulones. Mientras mis otros dos hermanos perdían como tontos toda la noche y todas sus energías persiguiéndome por los suburbios, de gallinero en gallinero, una tarea agotadora y peligrosa, Jonathan, como siempre, encontró la mejor solución.
Por unos pocos centavos, los tipos que limpiaban el Mercado a la noche le juntaban los viernes todo el excremento de gallina en una bolsa. Jonathan se lo llevaba diciendo que lo necesitaba como abono para una quinta de fin de semana. Y yo podía comer tranquilamente en mi casa, debajo de la mesa en mi plato verde.
Uno se acostumbra a cualquier cosa y mi familia inmediata me soportaba muy bien, menos la abuela Sara, que era muy religiosa. A ella la ponía furiosa que yo me transformara precisamente la noche de los viernes, cuando empieza el Sábado que es día sagrado y de fiesta. Tenía la esperanza de que mi mala costumbre cambiara cuando cumpliera los trece años, una edad en la que se supone que uno se hace cargo de sus responsabilidades.
La abuela no quería aceptar por nada que yo no elegía el momento de la transformación, pero por suerte no estaba enojada conmigo. Me llamaba su nietito preferido y me preparaba deliciosas galletitas con semillita de amapola: les echaba toda la culpa a mis padres por no saber controlarme y educarme mal.
Ya era casi adolescente cuando mamá y papá empezaron a asistir a un grupo de autoayuda para padres de chicos especiales. Los domingos se organizaban asados en la quinta de la familia de Gustavo, que se transformaba en chancho o en perro con cabeza de chancho y con el tiempo llegó a ser gran amigo mío. Su apetito por las gallinas podridas y los choclos crudos era más fácil de satisfacer que el mío, pero también le causaba dificultades.
Los chicos odiábamos esos asados, donde nuestros padres intentaban que nos hiciéramos amigos y jugáramos todos juntos. Era absurdo. En primer lugar, no hay tantos lobizones, de manera que nos juntaban con brujas, chicos-tigre, videntes, poseídos y toda clase de personajes cuyos problemas no tenían nada que ver con los míos.
Para los padres estaba muy bien, porque tener un hijo diferente puede ser un problema parecido para los padres de un lobizón o de una bruja. Pero nosotros nos mirábamos con desconfianza y no encontrábamos nada en común. Una bruja es bruja todo el tiempo y cuando yo no estaba convertido en lobizón era un chico como cualquiera, salvo los sábados, que me pasaba todo el día en la cama para descansar de las correrías del viernes, tomando Paratropina para el dolor de panza por haber comido tantas porquerías.
Mi mamá insistía en que tenía que participar en esas reuniones porque me convenía el ambiente. Tenía la ilusión de que encontrara allí alguna chica lo bastante rara como para que su familia me aceptara con alegría. Me insistía mucho que fuera a los bailes del sábado a la noche y siempre me hablaba de los encantos de Juliana.
Juliana, pobrecita, era de esos lobizones que no se convierten en lobo sino en el primer animal que ven cuando se despiertan el viernes a la mañana. Gustavo con ser chancho (a veces perro con cabeza de chancho, que es bastante común) y yo con ser perro estábamos mejor que ella, que había pasado por todas.
Durante mucho tiempo tuvieron en la casa un canario, para que lo viera en cuanto abriese los ojos.
Pero los pájaros son demasiado frágiles, y los padres tenían terror de que se lastimara o la atacara un gato.
Enjaulada sufría mucho. En verano tenían terror con los bichitos, en invierno se volvían locos con las cucarachas: desde que nació y se empezó a notar el problema, la madre dormía con un ojo solo, para asegurarse de que iba a estar despierta antes que ella controlando lo primero que viera.
Después del canario tuvieron un perro grandote, un viejo pastor inglés, así Juliana se convertía en un animal robusto y seguro. Pero vivían en un departamento demasiado chico y con los dos perros se les hacía terriblemente incómodo. Cuando estuvo en edad de elegir, Juliana se decidió por un gato. Una vez las hermanas, por hacerle una broma, la despertaron con una lombriz delante de los ojos y fue horrible.
Era una chica malhumorada, con una cara completamente inexpresiva, como si sus músculos estuvieran tan agotados de modificarse en las transformaciones que ya no le quedaran fuerzas para sonreír o llorar. Lo único que le interesaba era estudiar. Una vez, por hacer un experimento, había dejado un microscopio al lado de la cama y se había convertido en bacteria. Le gustaban mucho las matemáticas y pensaba estudiar física nuclear. Ella suponía que su problema tenía alguna relación con los átomos y las moléculas.
Cuando pensábamos en nuestro futuro, de algún modo todos nos inclinábamos por profesiones que pudieran ayudarnos a resolver nuestro problema, como biología, química, medicina, pero también sociología, filosofía y hasta ciencias ocultas.
A mí, las chicas del Grupo de Padres Especiales me interesaban nada. Me irritaban las poseídas, tan imprevisibles, y más todavía las brujas (séptimas hijas mujeres), que serían un problema para sus padres pero estaban encantadas de jugar con sus poderes y se divertían ensayándolos.
Tenía diecisiete años cuando conocí a Débora. ¿Por qué las mujeres siempre creen que nos van a cambiar, a curar, a convertir en algo diferente a lo que somos? ¿Por qué en lugar de enamorarse de nosotros mismos, se enamoran de ciertas posibilidades que nos atribuyen? Débora decidió emplear todo su amor en convertirme en una persona normal.
Para entonces yo había leído todo el material literario y científico que existía sobre los lobizones. Incluso había aprendido inglés para poder leer textos que no estaban traducidos. Sabía que había muchos casos de hombres-lobo que llegan a casarse y convivir normalmente con sus mujeres sin que ellas se enteren de su condición. Todo está en encontrar una excusa adecuada para los viernes a la noche… y estar preparado para cuando la transformación sucede en un martes. Pero yo había sido criado en una casa donde la gente hablaba libremente de sus problemas. ¿Cuánto tiempo podría haber guardado el secreto con la mujer de la que estaba enamorado? Necesitaba, sobre todo, besarla. Y no hay nada tan desagradable como el beso de un lobizón: cuando lame la boca de una persona, el otro queda con un gusto muy feo, con náuseas y arcadas y sin poder comer durante varios días.
Débora estaba convencida de que el mío era un problema psicológico. Insistía en que estaba "somatizando", es decir, expresando con el cuerpo problemas que en realidad habían empezado en mi cabeza. Como quien se engripa para no tener que dar examen.
Yo mismo empecé a pensar que tal vez fuera cierto y traté de darme cuenta de qué había en la conducta de mis padres que me llevara a esta situación. ¿Quizás era porque me habían dejado dormir demasiado tiempo en su pieza cuando era bebé? ¿Trataba de espantar a mi padre con mis dientes de lobo para quedarme con mi madre, como un Edipo cualquiera? ¿Me convertía en lobizón como efecto del embarazo no deseado de mi madre? ¿Era una reacción a la excesiva exigencia que tenían con respecto a mis estudios? ¿O sólo era la manera de acaparar el cuidado de mis padres y ser alguien especial, distinto de mis hermanos, en una familia tan numerosa?
Débora me convenció de que tenía que tratarme. Así conocí al doctor Garber, que sabía mucho de pacientes neuróticos pero les aseguro que de lobizones no sabía ni jota. Cuatro veces por semana me acostaba en su diván y le hablaba de mis problemas, que eran bastante parecidos a los de todo el mundo. Mis relaciones con mis padres, con mis hermanos, con mi novia y, sobre todo, las dificultades que tenía para ganar suficiente dinero como para pagar el tratamiento. Este último tema nos llevaba buena parte de las sesiones.