Cuando llegaba a mis problemas específicos de lobizón, el doctor Garber se quedaba callado y no trataba de interpretar mis palabras. Yo le hablaba mucho de las molestias intestinales. Mi aparato digestivo de persona humana sufría muchísimo por tener digerir las basuras que comía como lobizón. Como hay tanta relación entre los nervios y los dolores de panza, yo pensaba que el psicoanálisis iba a poder ayudarme mejor que un médico de los que dan pastillas. Sin embargo, después de varios meses de tratamiento, me di cuenta de que algo fallaba: el doctor Garber simplemente no me creía. Él entendía lo de "convertirme en perro" como una forma de expresar ciertos sentimientos o sensaciones, como una manera de decir. Y por más que yo le explicaba los detalles, cómo me crecían el pelo y los dientes, cómo me iba encorvando hasta caminar en cuatro patas, cómo me olvidaba de mi humanidad y sólo sentía esa hambre horrible de cadáveres y gallineros, él seguía pensando que todo sucedía en mi imaginación. No me consideraba loco, porque fuera de esa manía persistente en todo lo demás yo razonaba como cualquier persona, pero sí un caso grave, casi al borde de la locura.
Empecé a tenerle un poco de bronca. Yo ya había empezado a estudiar primer año de medicina pero no dejaba de investigar en los libros de leyendas o de ciencias ocultas. Ningún científico serio se había ocupado de nosotros, los pobres lobizones del sur, bastante distintos de los licántropos, los hombres lobos de la antigüedad, y distintos también de los temibles hombres lobo europeos, que atacaban ferozmente a las personas. Algunas de las cosas que decían esos libros eran ciertas y otras eran puros inventos. Por fin descubrí algo que parecía interesante pero necesitaba alguien cuyo destino me importara muy poco para atreverme a experimentar. El doctor Garber me tenía harto. Averigüé algo sobre su vida. Estaba separado y no tenía hijos. No quise contarle nada a Débora para no preocuparla.
En nuestro próximo encuentro desafié al doctor Garber a que me atendiera un viernes a medianoche. Naturalmente, se negó.
– Yo tengo que mantenerme fuera de su manía -me dijo-. Si paso a formar parte de sus delirios, ya no voy a tener la posibilidad de curarlo.
Pero finalmente lo convencí.
Eran las doce menos cuarto cuando llegué al consultorio. Como siempre, me abrió la puerta del departamento con portero eléctrico y me dejó sentado unos minutos en la sala de espera, como si estuviera atendiendo a otros pacientes. Como siempre, me quedé mirando el retrato de una mujer con la boca muy abierta, como en un grito mudo. ¿Qué le pasaría? ¿A quién estaría pidiendo ayuda?
Por fin me hizo pasar al consultorio. Me acosté en el diván como siempre y empecé a hablar de tonterías. A las doce menos un minuto le mostré el dorso de la mano, que empezaba a cubrirse de pelos.
– A mí me pasó lo mismo -me dijo el doctor Garber- cuando estaba tomando Minoxile por boca para que me creciera el pelo en la cabeza: me salieron pelos hasta en las orejas.
– Pero no tan rápido, supongo -le contesté, y mi voz ya estaba empezando a cambiar.
Todo sucedía normalmente. La cara se me cubrió de pelo, me crecieron las orejas, la boca y la nariz se estiraron hacia adelante transformándose en un horrible hocico de perro mientras mi columna vertebral se prolongaba para formar una cola. Lancé un enorme aullido. Esta vez había una diferencia en mi transformación. A través de muchos meses de ejercicios y entrenamiento, yo podía conseguir que una parte de mi mente humana permaneciera conmigo en ese cuerpo perruno. Tenía un cierto control de mis actos, el suficiente como para poner en práctica mi experimento.
El doctor Garber, que al principio había intentado alguna interpretación psicológica de lo que estaba pasando, había abandonado toda razón y era sólo una pobre cosa asustada, un cuerpo sacudido por el terror.
En su desesperación por escapar de mí tiró al suelo su hermoso y cómodo sillón de analista. Lo perseguí por el consultorio, poniéndome delante de la puerta para impedirle escapar. El lugar era chico. Corriendo, volteamos las macetas del potus y el helecho y también la lámpara de pie.
Desesperado, el pobre doctor Garber abandonó todo intento de escapar y se acurrucó en un rincón, tapándose la cabeza con los brazos. Así no me servía. Con un poderoso aullido lo hice poner de pie otra vez y fingí apartarme de la puerta para que otra vez tratara de salir.
Entonces, me abalancé sobre él.
O, mejor dicho, debajo de él.
Pasé por entre sus piernas.
Había leído que cuando un lobizón pasa por entre las piernas de una persona, le traspasa su maldición y se libra de su maclass="underline" el otro queda transformado en lobizón para siempre. ¡Y estaba dando resultado!
Un par de semanas después, cuando recibí un llamado desesperado del doctor Garber, le recomendé consultar a un psicoanalista.
Viajando se conoce gente
Pero antes o después llega el momento en el que uno descubre que Atenas es muy parecida a Constitución y todo pierde su magia menos Venecia, pero aun la de Venecia sigue siendo una magia previsible, tan neblinosamente igual a la que uno imaginaba y para qué, entonces, seguir viajando, soportar las esperas en aeropuertos incómodos, idénticos, el olor a plástico de los aviones, extrañar los bifes de chorizo como sólo en Buenos Aires. Porque todo París es como cierta zona de Plaza Francia y los bidonvilles se parecen a los cantegriles y los slums y las favelas a las villas miseria, y en Papeete y en Bora Bora los indígenas repiten para uno esa versión de las danzas nativas establecida por Hollywood, el Obelisco de Washington es igualito al de la Nueve de Julio pero en ladrillo, también en Nueva York el verano es húmedo y pesado, se hinchan los tobillos, hay olor a podrido, una podredumbre apenas menos frutal que la de Río, el centro de Tokio está atestado, hombres de negocios con sus attachés como en Florida y Sarmiento, las empleadas públicas en Moscú se pintan las uñas en vez de atender a la gente, las putas de Polonia son apenas más rubias que las del Tigre, en toas partes las supercarreteras son idénticas a sí mis-s y tan difícil retomarlas si se equivoca la salida, en las playas de Melbourne los australianos se bañan en un océano de olas marplatenses y entonces uno vuelve a intentarlo en los países nórdicos, viaja a Pekín o al corazón del África, compara una vez más el Himalaya o los Alpes con Bariloche y sabe que ha fracasado, que no hay nada tan perfecto, tan definitivo como el turismo para decretar la imposibilidad del deseo y sabe o debería saber que la culpa no es solamente del mundo, de ese mundo que se maquilla para adaptar su cara a aquella que la mayoría de los viajeros desea ver, el mundo que le muestra al turista sus zonas deliberadamente pintorescas, falsas, las personas vestidas como lo indican por escrito las guías de turismo, los monumentos que se mantienen cuidadosamente similares a las fotos de los libros de arte. La culpa es también del viajero, de sus duros límites, de los compartimentos que en su mente organizan, deforman, digieren la experiencia, esa fila de ordenados casilleros a los que deben adaptarse sus sensaciones, las hermanastras de Cenicienta cortándose los dedos de los pies o los talones para calzarse el zapatito y sin dolor, gustosamente cepillando los bordes ásperos, las puntas que sobresalen, doblando, ajustando, recortando para que Atenas siga siendo igualita al barrio de Constitución y el Partenón no tenga nada que no se haya visto ya en diapositivas. Pero entonces, si uno tiene la dudosa fortuna de haber nacido en otro tiempo (un tiempo en el que las diferencias se han reducido todavía más), si uno tiene la suerte definitiva de pertenecer a la escasa élite que puede permitirse los viajes por el hiperespacio, esos viajes que para la mayor parte de los hombres y mujeres del mundo no son más que un sueno fantástico, ocupados como están en el difícil arte de sobrevivir, de obtener ese puñado de soja o de krill que habrán de compartir con sus hijos, introduciendo la pasta semimasticada entre los labios agrietados de un bebé al que el hambre ha vuelto inapetente, si uno pertenece a esa élite y está desencantado del mundo, siempre le queda el universo, las lejanas galaxias, los innumerables planetas en los que el hombre se ha mezclado y adaptado, creando nuevas culturas sincréticas o arrasando las culturas nativas para construir sus puertos y sus torres y su ideal de la felicidad, esas casitas de tejas coloradas en un jardín donde también el césped es rojo y canta por las noches con voces animales y cada dos días es necesario renovar la pintura verde que lo cubre aunque las familias snobs del vecindario insistan en mantenerlo en su color natural. El infinito, infinitamente variado universo, se dice entonces uno, mientras el camarero lo ayuda a introducirse en el compartimento especialmente construido para adaptarse a la forma de su cuerpo en el que deberá soportar las largas molestias del viaje, de su primer viaje a través del hiperespacio.