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Volvió a sentarse triunfadora, empapada en sudor y el Pampa la besó largamente en el cuello.

– Qué saladita -dijo-. Vamos al hotel.

– Mañana -pidió Stella.

– Mañana viene mi mujer -sonrió él. Entonces se fueron, sin llamar la atención; de todos modos la disco cerraba pronto, a la una, y Stella no pudo dejar de recordar con cierto escándalo a medias fingido que a esa hora, en Buenos Aires, sus hijos empezaban a vestirse para salir, pero no consiguió sorprender al Pampa, que viajaba a la Argenti na con cierta frecuencia.

Hubo sólo un mal momento, que pasó rápido: fue cuando él la cubrió con su cuerpo y ella lo sintió encima como una gigantesca bolsa de agua caliente y tuvo que contenerse para no apartarlo bruscamente de una patada como tantas veces hacía de noche con la ropa de cama, molestando a su marido que se quejaba débilmente y trataba de seguir durmiendo. Moviéndose ahora con tanta delicadeza como pudo, lo hizo cambiar de posición y todo volvió a deslizarse con feliz intensidad. De eso estaba orgullosa: de su intensidad. De sus pechos todavía enteros y fuertes.

Y de sus manos, de los dedos alargados, pero sobre todo de la precisión y la fuerza que habían adquirido sus manos en el constante trabajo físico que le exigía su profesión. Gritó un poco al final, para él y también para sí misma.

Después, en la cama enorme, desnudos y sin fumar -pero cómo olvidar el placer que en otros tiempos les daban los cigarrillos negros y fuertes que fumaban juntos, los buches de ginebra barata que se habían pasado de una boca a la otra-, disfrutó la sensación de orgullo que produce el sexo cuando es alto y bueno.

Y entonces siguieron hablando de gente, de cosas, de situaciones y circunstancias que cada uno sabía, aportaron informaciones y recuerdos tratando de armar ese rompecabezas que era para ellos y para todos sus compatriotas la época de la militancia y de la dictadura, en que sólo era posible conocer una parte recortada, arbitraria, de la realidad, en la que de todos modos siempre faltarían piezas. Hablaron de personas y destinos, intentaron reconstruir historias, se confesaron todo lo que era posible confesar, recordaron uno por uno a sus compañeros y consiguieron, entre los dos, en algunos casos, recomponer sus vidas o sus muertes. Era raro que el Pampa no mencionara nunca a su gran amigo-enemigo de aquel entonces, siempre juntos y siempre enfrentados, listos para propagar a otros campos la más teórica de las discusiones políticas.

– El Pampa y el Tano -le recordó Stella-. Ya empezaron las tribus enemigas, decíamos en las reuniones.

Habían pedido un champán de California, que resultó mucho mejor de lo que ella se imaginaba, y compartían una copa bebiéndolo a pequeños sorbos, culpables y contentos de estar vivos. El Pampa dejó la copa sobre la mesita de luz y prendió el televisor con el control remoto.

– Me gusta ver la tele sin sonido -dijo-. Me acostumbré aquí, cuando era residente, en el hospital.

– El Tano tenía siempre los cachetes colorados. No era muy inteligente, no era muy buen mozo, pero tenía algo. Era un tipo decente.

– ¿Te gustaba? -preguntó él, con la vista fija en el televisor.

En la pantalla un perro ladraba en silencio ante un pote de alimento vacío con forma de galletita. Stella recordó una mala película italiana, un laboratorio donde se hacían experimentos con perros a los que les había cortado las cuerdas vocales para que no molestaran a los investigadores con sus aullidos de dolor.

– Era demasiado chico para mí. Medio tartamudo, ¿te acordás? Se trababa en la p de antiim-ppppperialismo. ¡No tenía mucho futuro en la izquierda!

– A él sí le gustabas -dijo el Pampa-. Estaba loco por vos. Se puso mal cuando dejaste.

– No te creo -sonrió Stella-. A veces pienso en el Tano. Qué estará haciendo. Me lo imagino médico también, pero no atendiendo pacientes. Sanitarista en la Patagonia, algo así.

– Está muerto -dijo el Pampa. Y empezó a vestirse. Estaban en la habitación de Stella.

– ¿No te quedas a dormir conmigo? -preguntó ella, fingiendo decepción por razones de cortesía pero en realidad con ganas de quedarse sola para reordenar su archivo de recuerdos, sacudidos por el torbellino de la memoria ajena.

El Tano. Uno más, entre tantas caras y gestos detenidos por el clic de la cámara en la fotografía eterna de la muerte. No quería saber qué le había pasado, si lo habían ido a buscar a su casa, si había caído en un enfrentamiento, si alguien lo había visto por última vez en un campo de desaparecidos, si había resistido o se había quebrado en la tortura. No quería saberlo, no le interesaba.

– Prefiero estar en mi habitación, sabes -se disculpó el Pampa-, no sé a qué hora llega mi mujer.

Pero no era uno más, el Tano. Sin saber por qué, Stella se rebeló, trató de rebelarse. No puede ser, se dijo, con esa frase repetida tantas veces, la primera frase que usan los seres humanos para negar lo único que sí puede ser siempre, el único destino común de todo lo que nace. Stella no quería que también el Tano estuviera muerto. Quizás por los cachetes colorados. No puede ser. Las historias iban y venían, no todas eran ciertas, había confusiones, nombres o apodos parecidos, errores o informaciones dudosas, imposibles de confirmar.

– ¿Quién te contó que murió el Tano? -preguntó-. ¿Cómo podes estar tan seguro?

– Tuvo un accidente de auto. Un par de meses después de que vos te fuiste. Nadie usaba cinturón de seguridad en Buenos Aires, en esa época. Se podía haber salvado.

El Pampa se puso el saco, se miró al espejo, empezaba a convertirse poco a poco, otra vez, en el doctor Alejandro Mallet. Se pasó una mano por la cara como para borrarse o cambiarse las facciones.

– ¿De dónde lo sacaste? -insistió Stella-. ¿Fue en el barrio? ¿Lo viste? ¿Con tus ojos?

– El Tanito era mi hermano menor. Qué raro que no supieras -dijo el Pampa-. Yo manejaba.

Después le acarició el pelo, le dio un beso en la mejilla, una tarjeta con su dirección y su teléfono en Louisville, Kentucky, y se fue, caminando sin ruido sobre las alfombras espesas y acolchadas, casi sin pena, acariciando una cicatriz vieja que todavía duele en los días de lluvia.

Para Stella, en cambio, era una herida más pequeña, no tan profunda, pero recién abierta. Acceder a la columna vertebral desde un abordaje anterior. Los instrumentos introduciéndose en el cuerpo cubierto, despersonalizado. Sangre y grasa. Los alambres de platino atando las vértebras. La leve sensación de náusea.

El Tano ya no era médico sanitarista en ninguna parte del mundo. Ahora era demasiado joven para eso. Era para siempre joven. No le hacía falta teñirse el pelo, obscuro y brillante, la artrosis no había deformado ninguna de sus articulaciones jóvenes y perfectas, nunca había tenido la oportunidad de hacer concesiones, de aflojar y agacharse y sobrevivir, de tener éxito profesional, nunca había mentido ni traicionado ni se había sentido más generoso o mejor de lo que correspondía. Un tipo decente, el Tano. Impecable.

Sin necesidad de mirarse al espejo, Stella se vio a sí misma con esos ojos, los del Tano, ojos demasiado jóvenes, inocentes y crueles. Vio la carne floja de los brazos y el vientre péndulo, colgando en un pliegue fláccido sobre la pelvis, las mejillas mustias, el mentón borrado, el rimmel borroneado alrededor de los ojos, las arrugas abriéndose como grietas polvorientas en la gruesa capa de maquillaje, una mujer vieja, sucia, ridícula, ansiosa todavía por ofrecer su carne demasiado madura, un durazno blando y arrugado que alguien se olvidó de poner en la heladera. Una Wendy amatronada, menopáusica, sudorosa, que ve entrar una vez más, por la ventana, la figura siempre igual a sí misma de Peter Pan y sabe que ya no viene por ella, que no la recuerda ni la busca, una Wendy en la que es inútil gastar polvo de estrellas porque es demasiado pesada para volar hasta la isla de Nunca Jamás.

La licenciada Stella Maris Dossi, exitosa deportóloga, que solía oponerse como regla general a las soluciones quirúrgicas que quitaban y reemplazaban y fijaban, convirtiendo en una estructura rígida la móvil columna vertebral, entendió por primera vez la extrema necesidad de amortiguar con material esponjoso el contacto entre las vértebras dañadas, la urgencia enorme de atarlas con alambre de platino para mantenerlas pegadas, quietas, inmóviles, como muertas, sin movimiento, sin dolor.