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O mentido por su cuenta. No es que hubiera razón alguna para desconfiar de él, pero lo cierto es que yo me había vuelto ya muy desconfiado.

¿Y quién podía asegurar que la mujer subnormal fuese gemela de Sharon? ¿O incluso pariente de ella? Ella y Sharon habían compartido características físicas generales: color del cabello, de los ojos…, que yo había aceptado como prueba de hermandad. Había creído lo que Sharon me había dicho acerca de Shirlee, porque en aquel momento yo no había tenido motivo alguno para desconfiar de ella.

Shirlee, si es que aquél era su nombre.

Shirlee, con dos es. Sharon había recalcado lo de las dos es. Le había dado el nombre de su madre adoptiva.

Más simbolismo.

Joan.

Otro juego mental.

Durante todos estos años, me había dicho Helen, creí que la comprendía. Ahora me doy cuenta de que me estaba engañando a mí misma. Apenas si la conocía.

Bienvenida al club, maestra.

Sabía que el modo en que Sharon había vivido y muerto había sido programado por algo que había pasado antes de que Helen la hubiera encontrado llenándose de mayonesa.

Los primeros años…

Bebí café, exploré callejones sin salida. Mis pensamientos vagaron hasta Darren Burkhalter, con la cabeza de su padre cayendo en el asiento de atrás, como si fuera una sanguinolenta pelota.

Los primeros años.

Trabajo inacabado.

Mal se había apuntado una nueva victoria: se compraría un Mercedes nuevo, y Darren crecería como niño rico. Pero todo el dinero del mundo no podía borrar aquella imagen de la mente de un niño de dos años.

Pensé en todos los niños mal nacidos, enfermos, que había tratado. Cuerpecillos lanzados a la tormenta de la vida con tanta posibilidad de autodeterminación como la que pudiera tener una semilla voladora. Me vino a la mente algo que me había dicho un paciente, el amargo comentario de despedida de un hombre, en otro tiempo confiado en sí mismo, y que acababa de enterrar a su hijo único:

Si Dios existe, doctor, desde luego el muy jodido tiene un raro sentido del humor.

Los años formativos de Sharon, ¿habrían estado dominados por alguna broma pesada? Si así era, ¿quién era el jodido con raro sentido del humor en este caso?

Una chica de pueblo llamada Linda Lanier era la mitad de la ecuación biológica; ¿quién había suministrado los otros veintitrés cromosomas?

¿Algún amante de una noche o un jefazo de algún estudio de Hollywood? ¿Un tocólogo con un negocio a horas extra de raspados a embarazadas sin ganas de parir? ¿Un multimillonario?

Seguí sentado en aquel café, pensando durante largo rato. Y volvía, una y otra vez, a Leland Belding. Sharon había crecido en tierras de la Magna, vivido en una casa de la Magna. Su madre había hecho el amor con Belding…, hasta los botones de las oficinas lo sabían.

¿Martinis en su solárium?

Pero, si Belding había sido quien la había dado vida, ¿por qué la había abandonado? ¿Se la había pasado a los Ransom, a cambio del derecho a malvivir en sus tierras y dinero en efectivo en un sobre sin remitente?

Y veinte años más tarde la casa, el coche.

¿Reunión?

¿La habría reconocido al fin? ¿La habría nombrado heredera? Pero se suponía que él había muerto seis años antes.

¿Y qué había de su otra heredera, la otra pequeña comedora de helados?

¿Un doble abandono? ¿Dos chabolas en dos trozos de tierra árida?

Consideré lo poco que sabía acerca de Belding: obsesionado con las máquinas, con la precisión. Un ermitaño. Frío.

¿Lo bastante frío como para prepararle una trampa mortal a la madre de sus hijas?

Una hipótesis. Una fea hipótesis. Se me cayó la cucharilla. El estrépito partió el silencio del bar de camioneros.

– ¿Está bien? -me preguntó la camarera, en pie ante mí, con la cafetera en la mano.

Alcé la vista.

– Ajá, claro. Estoy muy bien.

Su expresión me decía que esto era algo que ya había oído muchas veces.

– ¿Más? -alzó la cafetera.

– No, gracias. -Le di dinero, y salí del bar. No tuve problemas para mantenerme despierto el resto del camino hasta L. A.

31

Llegué a casa justo después de la medianoche, con una sobrecarga de adrenalina y borracho de preguntas. Era raro el que Milo se fuera a la cama antes de la una. Lo llamé a su casa. Rick tomó el teléfono, haciéndome llegar esa extraña, como embotada, sensación de vigilancia que los doctores de las salas de urgencias adquieren, tras muchos años en primera línea.

– Doctor Silverman.

– Soy Alex, Rick.

– ¿Alex? ¡Oh! ¿Qué hora es?

– Las doce y diez. Siento haberte despertado.

– Está bien. No hay problema -bostezó-. De todos modos, ¿qué hora es?

– Las doce y diez. Lamento haberte despertado.

Suspiró.

– Oh, sí. Ya lo veo. Me lo ha confirmado la esfera luminosa -otro bostezo-. Llegué a casa justo hace una hora, Alex. Tengo turno doble. Y me quedan un par de horas de tiempo antes de que me empiece el segundo. Debo de haberme quedado dormido.

– Parece una respuesta razonable a la fatiga, Rick. Vuelve a dormirte.

– No. Tengo que ducharme, y tragar algo de comida. Milo no está aquí. Le ha tocado guardia nocturna.

– ¿Guardia nocturna? No las ha hecho durante bastante tiempo.

– Durante una temporada no tuvo que hacerlas. Por veteranía. Pero ayer, Trapp cambió las reglas. El muy cerdo.

– Le está haciendo la vida un infierno.

– No te preocupes, Alex, el hombretón se vengará. No para de pasear arriba y abajo, con esa mirada… medio de león enjaulado, medio de toro a punto de embestir.

– Conozco esa mirada. De acuerdo, intentaré hallarlo en la comisaría. Pero, por si acaso, déjale una nota para que me llame.

– Lo haré.

– Buenas noches, Rick.

– Buenos días Alex.

Llamé a la Oficina de Detectives de West L.A. El poli que me contestó sonaba aún más dormido que Rick. Me dijo que el detective Sturgis estaba fuera y no tenía ni idea de cuándo regresaría.

Me metí en la cama y, finalmente, me quedé dormido. Me desperté pasadas las siete, preguntándome qué habría hecho Trapp con su teoría del asesinato sexual de los Kruse. Cuando salí a la terraza a por la prensa, allí estaba Milo, tirado en una tumbona, leyendo la sección deportiva.

– ¿Qué tal van los Dodgers, grandote? -le pregunté. La voz que me salió era de otro, ronca y espesa.

Bajó el periódico, me miró y luego miró al paisaje.

– ¿Te has tragado un camión? -me preguntó.

Me encogí de hombros.

Inhaló profundamente, aún absorto en la vista.

– ¡Ah, la buena vida! He dado de comer a tus peces… y juraría que al grande negro y dorado le están saliendo dientes.

– Lo he estado entrenando para que se convierta en un tiburón. ¿Qué tal es la vida en la ronda nocturna?

– Jodida. -Se puso en pie y estiró-. ¿Quién te lo ha dicho?

– Rick. Te llamé anoche, lo desperté a él. Parece que Trapp ha vuelto al sendero de la guerra, ¿no?

Gruñó. Entramos en la casa. Se preparó un bol de cereales con leche, se quedó en pie en el mostrador de la cocina y se comió el cereal a cucharadas ininterrumpidas, sin detenerse a respirar.

– Dame una servilleta. Sí, es toda una fiesta esto de trabajar en la Dimensión Desconocida. Hacer el papeleo de los casos que los chicos del turno de día creen conveniente olvidar realizar. Montones de atracos a mano armada y muertes por sobredosis. Hacia el final de la ronda la mayor parte de las llamadas son pura mierda, con todo el mundo moviéndose con verdadera lentitud… tanto los malos como los buenos. Como si toda la maldita ciudad estuviese colgada de tranquilizantes. Tuve dos avisos de muertos hallados en la calle, y los dos resultaron ser accidentes. Pero, al menos, ahora puedo ocuparme de algunos cadáveres que son heterosexuales. -Sonrió-. Aunque la verdad es que todos nos pudrimos igual.