– ¿El trabajo no peligroso?
Soltó un bufido.
– ¡Maldita sea, eso es, Alex! Recuerda el aspecto que tenían los Kruse y esa chica, la Escobar. Y lo deprisa que se largaron los Fontaine hacia las paradisíacas Islas de los Cocoteros. Si tienes razón sólo en la décima parte de lo que has pensado, nos estamos enfrentando a una gente que tiene unos brazos muy largos.
Hizo un círculo con el índice y el pulgar, y soltó el primer dedo como si estuviera echando una mota de polvo.
– ¡Puf! La vida es frágil… eso es algo que me enseñaron en Filosofía, en el Bachillerato. Quédate en casa, no dejes las puertas abiertas. No aceptes caramelos de un desconocido.
Aclaró su bol, lo puso en la escurridora. Me saludó y se dispuso a marcharse.
– ¿Y a dónde vas tú?
– Hay algo de lo que debo ocuparme.
– ¿El algo que te ha impedido llamar a Port Wallace? ¿Acaso es andar al acoso del Trapp silvestre?
Me puso mala cara.
– Rick me aseguró que lo vas a cazar.
– Rick debería ocuparse solamente de lo suyo: abrir en canal a la gente, por diversión y por dinero. ¡ Ajá, se la tengo jurada a ese cabrón, y le he encontrado un punto débiclass="underline" además de sus otras virtudes, tiene una cierta afición por las hembras que todavía no han llegado a la mayoría de edad!
– ¿Como cuánto antes de llegar a la mayoría?
– Quinceañeras, justo lo bastante crías como para que sea ilegal. Cuando estaba allá en la División de Hollywood se había metido, hasta las cejas, en la organización de los Scouts de la Policía… se ganó una felicitación del Departamento por servicios más allá de lo que manda el deber y blablablá. Parte de estos servicios consistían en facilitarles enseñanza privada a algunas de las scouts más desarrolladitas físicamente.
– ¿Y cómo has averiguado eso?
– La fuente clásica: un antiguo empleado, con quejas hacia su ex-jefe. Una agente hispana, que se graduó en la Academia un par de cursos después que yo. Acostumbraba a trabajar en la Sala de Pruebas de la División de Hollywood, se tomó el permiso reglamentario para tener un hijo y, cuando regresó, Trapp le hizo tan perra la existencia, que optó por acogerse al retiro anticipado, alegando estrés. Hace unos años me la encontré en el centro, en el día en que tenía su última entrevista para lo del retiro. Y ahora, mientras me devanaba los sesos para tratar de hallar algo con que agarrar a Trapp, la recordé. Realmente lo odiaba. Busqué su dirección, y le hice una visita: está casada con un contable, tiene un crío gordito, y un piso muy majo, de dos niveles, en Simi Valley. Pero, aun así, tras todos estos años al hablar de Trapp se le salían los ojos de las órbitas. Él solía meterle mano, hacer comentarios racistas… de cómo las chicas mexicanas acostumbraban a perder la virginidad antes que los dientes de leche, de lo que realmente significa ser un espalda mojada… todo ello dicho con un acento de mexicano de película cómica.
– ¿Y por qué no informó de lo que le estaba pasando?
– ¿Y por qué los chicos de la Casa de los Niños no le dijeron a nadie lo que les estaba pasando a ellos? Por miedo. Por estar intimidados. En aquel entonces, en el Ayuntamiento no creían en el hostigamiento sexual. Y el presentar una queja oficial hubiera representado tener que exponer todo su historial sexual ante Asuntos Internos y la Prensa. Y era bien sabido que era una chica muy juerguista, que siempre estaba de fiestas. Hoy en día tiene las ideas más claras. Se da cuenta de que la jodieron de mala manera, y está llena de rabia. Pero nunca había hablado de esto con nadie… y menos aún con su marido. Después de que hubo soltado todo lo que llevaba dentro, me hizo jurarle que no la metería en ningún lío; así que tengo una información que no puedo usar. Pero si obtengo corroboración de lo que me ha dicho, a ese bastardo se le ha caído el pelo.
Caminó hasta la puerta.
– Y a esto, mi querido amigo, es a lo que voy a dedicar mis actividades no estrictamente laborales.
– Buena suerte.
– Ajá. Yo trabajaré en lo mío, y quizás al final lograremos ligarlo todo y encontrarnos a medio camino. Mientras, cuídate las espaldas.
– Lo mismo digo, Sturgis. Las tuyas tampoco son a prueba de bala.
Logré el número de Helen Leidecker de Información de San Bernardino. No hubo respuesta. Frustrado, pero más tranquilo, pues no me apetecía nada la idea de poner a prueba su integridad, busqué un Atlas de los Estados Unidos y hallé Port Wallace en Texas, en la parte más al sur del estado, justo al oeste de Laredo. Un casi invisible puntito en el lado tejano de Río Grande.
Le pedí a la telefonista el código de zona del sur de Texas, marqué luego Información, y pedí por la Cámara de Comercio de Port Wallace.
– Un momento, señor -me llegó la respuesta con el acento arrastrado del Sur, seguida de varios clics y sonidos de ordenador-. No tenemos ese nombre en el listín, señor.
– ¿Hay en el listín de Port Wallace alguna oficina del Gobierno?
– Lo comprobaré, señor. -Clic-. Una Oficina de Correos de los Estados Unidos, señor.
– Vale, démela.
– Anote el número, señor.
Llamé a la Oficina de Correos. Tampoco allí había respuesta. Miré mi reloj: las ocho de la mañana aquí, dos horas más tarde allí. Aunque tal vez practicasen la vida tranquila.
Volví a llamar. Nada. Al diablo mi misión. Pero aún había muchas cosas que hacer.
La Biblioteca de Investigación sólo tenía una entrada en el archivo para Neurath, Donald: un libro de 1951 sobre la fertilidad publicado por la universidad y que se encontraba, al otro lado del campus, en la Biblioteca Biomédica. La fecha y el tema concordaban, pero resultaba difícil reconciliar la idea de que un abortista fuese al mismo tiempo el autor de una obra tan de estudioso. En cualquier caso, aquello me hizo andar hasta Biomédica, consultar el Index Medicus, y hallar otros dos artículos sobre la fertilidad, escritos en 1951 y 1952 por un Donald Neurath con una dirección de Los Ángeles. El Directorio de la Asociación Médica del Condado de L.A. incorpora fotos de sus miembros. Hallé el correspondiente a 1950 y hojeé sus páginas. Su rostro me saltó a la vista, con su cabello lleno de gomina, bigote fino como trazado a lápiz, y expresión de estar chupando un limón, como si la vida no le hubiese tratado demasiado bien. O quizá fuese que estuviese viviendo demasiado cerca del borde del abismo.
Su oficina estaba en Wilshire, justo donde lo había situado Crotty. Miembro de la Asociación Médica Americana, educado en una Facultad de Medicina de primera categoría, con excelente historial de interno y residente, con un empleo académico en la Escuela que a mí me daba una vaga ocupación.
Las dos caras del Doctor N. Otra identidad dividida.
Corrí a la estantería de textos de Biomédica, hallé su libro y los dos artículos. El primero era una antología-compendio del estado de la investigación del momento sobre la fertilidad: ocho artículos de otros doctores, y uno último de Neurath.
Su investigación estaba relacionada con el tratamiento de la infertilidad con inyecciones de hormonas, para estimular la ovulación… lo que era un material revolucionario en un período en el que la fertilidad humana seguía siendo un misterio para la Medicina. Neurath enfatizaba esto, mencionaba tratamientos previos: las biopsias endometriales, el agrandamiento quirúrgico de las venas pélvicas, la implantación de metal radiactivo en el útero, e incluso el psicoanálisis a largo término combinado con la administración de tranquilizantes para superar «la ansiedad que bloquea la ovulación y que surge de la identificación hostil madre-hija», calificándolos de poco serios y generalmente inútiles.
A pesar de que los investigadores habían empezado a establecer una conexión entre las hormonas sexuales y la ovulación, ya en los años treinta, la experimentación había estado limitada sólo a los animales.