Neurath había dado un paso adelante, inyectando a media docena de mujeres estériles con hormonas obtenidas de los ovarios y pituitarias de cadáveres femeninos. Combinando las inyecciones con un programa de toma de temperaturas y análisis de sangre para conseguir la corroboración exacta del momento de la ovulación. Tras varios meses de repetidos tratamientos, tres de las mujeres habían quedado en estado. Dos habían sufrido abortos, pero una había logrado dar a luz a un niño sano.
Al tiempo que subrayaba el que sus hallazgos eran preliminares, y necesitaban ser duplicados mediante estudios controlados, Neurath sugería que la manipulación hormonal ofrecía una esperanza para las parejas sin hijos y debía ser intentada en gran escala. Había ido por delante de su tiempo.
El artículo de 1951 era una versión más corta de su capítulo del libro. El de 1952 era una carta al director, respondiendo al artículo de 1951, escrita por un grupo de doctores que se quejaban de que el tratamiento a humanos de Neurath era prematuro, estaba basado en datos poco consistentes, y que sus hallazgos estaban contaminados por un pobre planteamiento de su investigación. La carta enfatizaba que la ciencia médica sabía bien poco de los efectos de las hormonas gonadotrópicas sobre la salud en general. Además de no ayudar en nada a sus pacientes, sugerían que muy bien pudiera darse que Neurath las estuviese poniendo en peligro.
Él contraatacaba con una respuesta de cuatro párrafos que, en resumen, venia a decir que el fin bien justifica los medios. Pero el caso es que ya no había vuelto a publicar nada.
Fertilidad y aborto.
Lo que Neurath da, Neurath lo quita.
Poder, a un nivel intoxicante. El ansia de poder se alzaba como la fuerza motivante tras muchas de las vidas que habían tenido contacto con la de Sharon.
Sentía muchos deseos de hablar con el doctor Donald Neurath. Lo busqué en el último Directorio del Condado y no hallé nada. Fui retrocediendo en el tiempo. Su última aparición era en 1953.
Un año muy ajetreado.
Busqué los obituarios en el Diario de la Asociación Médica Americana. El de Neurath se encontraba en el número del 1 de junio de 1954. Había fallecido en agosto del año anterior, a la edad de cuarenta y cinco años, de causas no especificadas, mientras se hallaba de vacaciones en México.
El mismo mes, el mismo año que Linda Lanier y su hermano Cable Johnson.
Los efectos de las hormonas gonadotrópicas…
Por delante de su tiempo.
Comenzaron a ajustar las piezas. Era una nueva versión de un viejo problema…, improbable, pero que explicaba muchas otras cosas. Pensé en otra cosa, en otra pieza del rompecabezas que estaba clamando ser solucionada. Dejé Biomédica y me dirigí al lado norte del campus. Corriendo. Sintiéndome ágil por primera vez en largo tiempo.
La Sala de Colecciones Especiales estaba en el sótano de la Biblioteca de Investigaciones, al fondo de un largo y silencioso pasillo, que desanimaba a los que sólo sintiesen una curiosidad pasajera. Pequeña, fría, con la humedad controlada, amueblada con pequeñas mesas de lectura en roble oscuro que hacían juego con los plafones de las paredes. Le mostré al bibliotecario mi tarjeta de la Facultad y mi impreso de petición. Se puso a buscar y regresó al poco con todo lo que deseaba, me facilitó dos lápices y un bloc de papel rayado, y luego regresó al estudio de su texto de química.
Había otras dos personas con el espinazo doblado en serio estudio: una mujer con un vestido de batik, que estaba examinando un viejo mapa con una lupa, y un hombre gordo con un blasier azul, pantalones grises y pañuelo al cuello, que alternaba su atención trifocal entre un folio de grabados de Audubon y un ordenador portátil.
En comparación, mi propio material de lectura no resultaba nada impresionante: un montoncito de pequeños libros encuadernados en tela azul. Selecciones del Registro Social de L.A. Papel biblia y letra diminuta. Listados, limpiamente ordenados, de clubs de campo, galas de caridad, sociedades genealógicas, pero, sobre todo, un índice de la Gente que Cuenta: dirección, número de teléfono, minucias ancestrales. Autocongratulación para aquellos cuya fascinación con el juego de «yo soy más que tú» no había terminado al acabar la escuela.
Encontré lo que buscaba con bastante rapidez, copié nombres, y fui uniendo los puntos hasta que comenzó a emerger la verdad, o algo jodidamente cercano a ella.
Cada vez más y más cerca. Pero aún era todo pura teoría.
Salí de la sala y busqué un teléfono. Seguía sin tener respuesta de Helen Leidecker. Pero una somnolienta voz masculina me contestó en Port Wallace, Texas.
– Tienda de Brotherton, dígame.
– ¿No es la Oficina de Correos?
– Oficina de Correos, venta de cebos y anzuelos, huevos frescos y cerveza helada. Diga lo que quiere, y nosotros se lo conseguiremos.
– Le habla Baxter, de la Oficina de Estadística del Estado de California, Central de Los Ángeles.
– ¿L.A.? ¿Cómo está la cuestión de los terremotos?
– Un tanto agitada.
Una risa repleta de flemas.
– ¿Qué puedo hacer por usted, California?
– Hemos recibido una solicitud de una cierta persona, para un cierto trabajo estatal… un cargo que requiere una comprobación total de su historial, incluyendo pruebas de ciudadanía y certificado de nacimiento. La persona en cuestión ha perdido su partida de nacimiento, pero afirma que nació en Port Wallace.
– ¿Una comprobación de historial? Suena a algo… secreto.
– Lo siento, señor Brotherton…
– Deeb. Lyle Deeb. Brotherton ha muerto. -Carcajada-. Me pagó una deuda de juego con esta ratonera, tres meses antes de morirse. Fue el último en reírse.
– No estoy autorizado a revelar nada más acerca del cargo, señor Deeb.
– Sin problemas, California, siempre me encanta poder ayudar a un hermano funcionario… sólo que esta vez no puedo, porque en Port Wallace no tenemos Registro de Nacimientos, aquí hay poco más que botes de pescar gambas, moscardones y espaldas mojadas, y los de Inmigración jugando a atrapar mejicanos río arriba, río abajo. Los archivos están en San Antonio; será mejor que busque allí.
– ¿Y qué me dice de los hospitales?
– Sólo hay uno, California. Esto no es Houston. Un sitio pequeñito que lo llevan unos neurópatas baptistas… ni siquiera estoy seguro si son del todo legales. Se ocupan sobre todo de los mexicanos.
– ¿Ya lo hacían en 1953?
– Ajá.
– Entonces, primero probaré ahí. ¿Tiene el número?
– Seguro -me lo dio, y me dijo-: La cierta persona nació aquí, ¿eh? Éste es un club realmente pequeño. ¿Cuál es el nombre de la cierta persona?
– El apellido de la persona es Johnson; el nombre de la madre Eulalee. También podría haberse llamado a sí misma Linda Lanier.
Se echó a reír.
– ¿Eula Johnson? ¿Un nacimiento en 1953? ¿Es broma eso de que ustedes se anden con tantos secretos? Hoy todo eso ya es de conocimiento público. ¡Infiernos, California, para esto no necesitan de archivos oficiales… esto ya es famoso!
– ¿Y por qué?
Se volvió a reír y me lo contó, y luego me dijo:
– La única pregunta es: ¿De qué persona está usted hablando?
– No lo sé -le contesté, y colgué. Pero sabía dónde averiguarlo.
32
Las mismas paredes de piedra incrustadas de trepadoras y aire mentolado, el mismo largo y sombreado camino, más allá del cartel en la tabla de madera. Esta vez iba en coche, tal cual se requiere que uno se traslade en L.A.; pero el silencio, la soledad y el conocimiento de lo que iba a hacer me hacían sentir como alguien que está donde no debe.
Me detuve ante el portalón, y usé el teléfono en el poste para llamar a la casa. No hubo respuesta. Lo probé de nuevo. Una voz masculina, con un acento situable a mitad del Atlántico, me respondió: