Выбрать главу

Saltó en pie, me amenazó con un puño que temblaba tan violentamente que tuvo que aguantárselo con la otra mano.

– ¿Quién infiernos es usted? ¿Y qué es lo que quiere?

– Soy un viejo amigo de Sharon Ransom. También conocida como Jewel Rae Johnson, o Sharon Jean Blalock. Elija el nombre que desee.

Se volvió a sentar.

– ¡Oh, Dios!

– Un amigo íntimo -proseguí-. Lo bastante como para sentir interés, para querer saber el cómo y el porqué.

Ella dejó colgar la cabeza.

– Esto no puede estar sucediendo. No otra vez.

– No lo está. Yo no soy Kruse. No estoy interesado en aprovecharme de sus problemas, señora Blalock. Lo único que quiero es la verdad… desde el principio.

Una sacudida de la brillante cabeza.

– No. Yo… es imposible. No tiene derecho a hacer esto.

Me levanté, tomé el mezclador y serví su vaso.

– Yo empezaré -dije-. Y usted me llena los vacíos.

– Por favor -me dijo, convertida de repente en nada más que una pálida anciana-. Se acabó. Está terminado. Es obvio que sabe lo bastante como para comprender lo que he sufrido.

– No tiene usted la exclusiva del sufrimiento. Incluso Kruse sufrió.

– ¡No me venga con ésas! ¡Alguna gente cosecha lo que siembra!

Un espasmo de odio pasó por su cara, luego se quedó fijado en la misma, cambiándola, deformándola, como si fuera una parálisis del espíritu.

– ¿Y qué hay de Lourdes Escobar, señora Blalock? ¿Qué fue lo que ella cosechó?

– No conozco a nadie de ese nombre.

– No esperaba que la conociese. Era la criada de los Kruse. De veintidós años de edad. Lo único que ella hizo fue estar en el lugar equivocado en el momento equivocado…, y acabó con aspecto de carne para perro.

– ¡Eso es repugnante! ¡Yo no tengo nada que ver con la muerte de nadie!

– Usted echó a rodar la bola, tratando de solucionar su pequeño problema. Ahora, ya está definitivamente solucionado. Treinta años demasiado tarde.

– ¡Basta! -Jadeaba, apretándose el pecho con las manos.

Miré en otra dirección, palpando una hoja de palmera en seda. Ella respiró teatralmente un rato, vio que no le servía de nada, y pasó a una silenciosa hostilidad.

– No tiene usted derecho -me dijo-. No soy fuerte.

– La verdad -le repliqué.

– ¡La verdad! La verdad… y luego, ¿qué?

– Y luego nada. Me habré ido.

– Oh, sí -ironizó-. Oh, sí. Naturalmente, igual que el otro, el que lo… amaestró. Se irá con los bolsillos vacíos. Ahora cuénteme otro cuento de hadas.

Me acerqué más, la miré hasta que apartó la vista.

– Nadie me amaestró. Ni Kruse ni ningún otro. Y, ya que me lo pide, le voy a contar un cuento de hadas:

«Érase una vez una joven, hermosa y rica…, una auténtica princesa. Y, como las princesas de los cuentos de hadas, lo tenía todo excepto aquello que ella más deseaba».

Otro parpadeo forzado, nervioso. Cuando sus ojos se volvieron a abrir, algo había muerto tras ellos. Necesitó de ambas manos para llevarse el vaso a la boca, y cuando lo dejó estaba vacío. Volví a llenárselo. Se lo tragó de golpe.

– La princesa rezaba y rezaba, pero nada sucedía -dije-. Finalmente, un día, sus plegarias fueron atendidas. Justo como por obra de magia. Pero las cosas no fueron del modo en que la princesa supuso que irían. No podía controlar su buena fortuna. Y tuvo que hacer arreglos.

– ¡Se lo dijo todo, el muy monstruo…! -exclamó ella-. ¡Y eso que me prometió…! ¡Así arda en el infierno, el muy…!

Negué con la cabeza.

– Nadie me ha dicho nada. La información estaba a disposición de quien la buscase. El obituario de su esposo, en 1953, no da cuenta de la existencia de ningún niño. Ni lo hace tampoco ninguna de las citas que hay de usted en el Libro Azul… hasta el año siguiente. Entonces, aparecen dos nuevas personas: Sharon Jean y Sherry Marie.

Las manos volvieron al pecho:

– ¡Oh, Dios mío!

– Para un hombre como él debió resultar frustrante no tener herederos.

– ¿Él? ¡Sería todo un hombre, pero su simiente era pura agua! -Tomó un largo trago de su martini-. Naturalmente, me echaba las culpas a mí.

– ¿Y por qué no adoptaron un niño?

– ¡Henry ni quería oír hablar de eso: «¡Ha de ser un Blalock con la sangre de los Blalock, muñeca! ¡Otra cosa no me sirve!».

– Su muerte creó una oportunidad -dije-. Su hermano, Billy, lo vio, y no dejó que se le escapara la ocasión. Cuando apareció, unos pocos meses después del funeral, y le explicó lo que tenía para usted, pensó que al fin habían sido atendidas sus súplicas. El momento era perfecto: que todo el mundo pensase que el viejo Henry lo había logrado al fin… ¡y por partida doble! Que le había dejado, a título póstumo no una, sino dos hermosas niñitas.

– ¡Eran hermosas! -dijo ella-. ¡Tan pequeñitas, pero ya muy hermosas! Mis propias niñitas.

– Usted les dio un nuevo nombre.

– Hermosos nombres nuevos -aceptó-, para una nueva vida.

– ¿De dónde le dijo su hermano que las había sacado?

– No me lo dijo. Sólo que a su madre le iban mal las cosas y ya no podía seguir ocupándose de ellas.

Le iban mal, tan mal que no le podían ir peor.

– ¿Y no sintió curiosidad?

– En lo más mínimo. Billy me dijo que, cuanto menos supiera yo… cuanto menos supiésemos todos, mejor sería. De ese modo, cuando se hicieran mayores y empezasen a hacer preguntas, yo podría contestar, honestamente, que no sabía nada. Estoy segura de que usted lo desaprueba, doctor. Ustedes los psicólogos predican el evangelio de la comunicación abierta…, el que todo el mundo deje caer su sangre a borbotones sobre los demás. Pero yo no veo que su vil entrometimiento haya hecho que la sociedad sea mejor.

Volvió a vaciar su vaso. Yo estaba dispuesto con el mezclador.

Cuando se hubo terminado casi toda la nueva copa, dije:

– ¿Cuándo empezaron a ir mal las cosas?

– ¿Mal?

– Entre las niñas.

Cerró los ojos, volvió a colocar la cabeza sobre el cojín.

– Al principio, todo era encantador… exactamente como un sueño hecho realidad. Ellas eran cual figuritas de las que sostienen los libros: perfectas. Perfectos ojos azules, cabello negro, mejillas sonrosadas: una pareja de muñequitas de porcelana. Hice que mi modista les preparase docenas de piezas de ropita a conjunto: batitas pequeñas y gorritos, camisones y botitas… sus piececitos eran tan pequeños, que sus botas no eran mayores que un vasito. Hice una excursión a Europa, para ir de compras, y me traje de vuelta las cosas más bonitas que encontré para su habitación: una colección completa de verdaderas muñequitas de porcelana, papel de pared impreso artesanalmente, un par de exquisitas cunas estilo Luis XIV. Y su habitación siempre olía dulce, por las flores que yo misma cortaba y los saquitos de hierbas que les había preparado con mis propias manos.

Bajó los brazos, dejando que se inclinase su vaso. Un riachuelo de líquido cayó por sobre el borde y salpicó en el suelo de piedra. Ella no se movió.

Interrumpí su ensoñación.

– ¿Cuándo empezaron los problemas, señora Blalock?

– No se meta conmigo, joven.

– ¿Qué edad tenían las niñas cuando resultó aparente el conflicto?

– Pronto… no lo recuerdo exactamente.