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La miré, esperé…

– ¡Oh! -me amenazó con un puño-. ¡Fue hace tanto! ¿Cómo espera que me acuerde? Tenían siete u ocho meses de edad… ¡no lo sé! Apenas acababan de empezar a gatear y a entrometerse en todo… ¿qué edad tienen los bebés cuando hacen esto?

– Siete u ocho meses parece correcto. Cuénteme…

– ¿Y qué quiere que le cuente? Eran idénticas, pero tan distintas, que el conflicto resultaba inevitable.

– ¿En qué modo eran distintas?

– Sherry era activa, dominante, fuerte… de cuerpo y de espíritu. Sabía lo que quería, e iba directa a por ello, no aceptaba un no por respuesta.

Mostró una sonrisa: satisfecha, extraña.

– ¿Y cómo era Sharon?

– Una florecilla marchita: efímera, distante. Se sentaba y jugaba con alguna cosa, rato y rato. Nunca pedía nada. Una nunca sabía en qué pensaba. Las dos establecieron sus roles, y los interpretaban hasta el fondo: líder y seguidora, como si estuvieran interpretando una obra de teatro para niños. Si había un caramelo, o un juguete que ambas querían, Sherry se limitaba a adelantarse, apartar a Sharon de un empujón, y tomarlo. Al principio de todo, Sharon opuso algo de resistencia, pero nunca ganaba, y pronto aprendió que, de un modo u otro, Sherry iba a ganar.

Ésa extraña sonrisa de nuevo. Aplaudiendo su triunfo.

La sonrisa que había visto tantas veces en los rostros de padres ineficaces, que soportaban la carga de unos hijos muy perturbados y agresivos.

¡Es tan agresivo, un verdadero tigre! Sonrisa.

Le dio una paliza a la niñita de la casa de al lado, realmente la dejó hecha una pena a la pobrecilla. Sonrisa.

¡Mi chico es todo un rompepelotas! Un día de éstos se va a meter en auténticos problemas. Sonrisa.

La sonrisa hipócrita del no-digo-lo-que-realmente-pienso. La legitimación del matón. El dar permiso al hijo para que derribe, arañe, golpee, patee pero, sobre todo, gane.

El tipo de respuesta, en una entrevista con los padres, que garantiza que el terapeuta comenzará a carraspear y anotará en su ficha «afecto inapropiado». Y que le hará saber que el tratamiento no va a ser cosa fácil.

– A la pobre Sharon la llevaba por el camino de la amargura -comentó la señora Blalock.

– ¿Y qué es lo que hizo usted al respecto?

– ¿Qué podía hacer yo? Traté de razonar con ellas: le dije a Sharon que era preciso que se enfrentase a Sherry, que se mostrase más confiada en sí misma. Y le informé a Sherry, en términos nada equívocos, que ése no era modo de comportarse para una damisela. Pero, en cuanto yo me marchaba, volvían a su comportamiento habitual. Creo que, entre ellas, era como un juego. Que colaboraban a ello.

En eso tenía razón, pero se equivocaba respecto a las jugadoras.

– Ya hace mucho que dejé de culparme por ello. Sus naturalezas estaban predeterminadas, programadas desde los mismos inicios. Al final, la Naturaleza siempre triunfa. Es por eso por lo que nunca se va a obtener gran cosa en el campo de usted.

– ¿Había algo positivo en su relación?

– Oh, supongo que se amaban la una a la otra. Cuando no se estaban peleando, se daban los normales besos y abrazos Y tenían su propio idioma de tonterías infantiles, que nadie más que ellas entendía. Y, a pesar de su rivalidad, eran inseparables: Sherry abriendo camino, Sharon siguiéndola detrás, recibiendo los palos. Pero siempre estaban peleándose. Había competencia para todo.

Un extraño fenómeno, los monozigotos de imagen de espejo… dada una estructura genética idéntica no debería haber diferencia alguna…

– Sherry siempre ganaba -me decía. Sonrisa-. A la edad de dos años se había convertido en una auténtica pequeña mandona, una diminuta directora de escena que le decía a Sharon dónde debía ponerse, qué tenía que decir, cuándo tenía que decirlo. Si Sharon se atrevía a no escucharla, Sherry la atacaba, golpeándola, dándole patadas y mordiéndola. Traté de separarlas, les prohibí jugar una con la otra, incluso les puse ayas diferentes.

– ¿Cómo reaccionaron al estar separadas?

– Sherry estalló en rabietas, rompía cosas. Sharon se limitaba a quedarse quieta en un rincón, como si estuviera en trance. Y, al cabo, siempre lograban escaparse, reunirse y volver a conectar. Porque se necesitaban la una a la otra, no estaban completas la una sin la otra.

– Compañeras silenciosas -dije.

No hubo reacción.

– Yo siempre fui la intrusa -comentó-. No era una buena situación, no lo era para ninguna de nosotras. A mí siempre me tenían muy preocupada. Y el salirse con la suya en lo de hacerle daño a su hermana tampoco era bueno para Sherry…, a ella también le hacía daño, y quizá más daño del que ella le causaba a Sharon. Los huesos pueden volverse a soldar; pero una vez ha sido dañada, la mente no parece volver nunca a soldarse correctamente.

– ¿Llegó realmente a romperle algún hueso a Sharon?

– ¡Naturalmente que no! -me contestó, con un tono como si se encontrase ante un idiota-. Estaba hablando de un modo figurado.

– ¿Hasta qué punto eran graves sus heridas?

– No llegaba a nada grave, si eso es lo que intenta sugerir. Nada que obligase a llamar a un doctor… Mechones de pelo arrancados, mordiscos, arañazos. Para cuando tenía un par de años, Sherry sabía cómo hacerle un buen morado a su hermana, pero nada más grave.

– Hasta que quiso ahogarla.

El vaso que tenía en su mano comenzó a temblar. Lo llené, esperé hasta que lo hubo vaciado y mantuve el mezclador al alcance de mi mano.

– ¿Qué edad tenían cuando sucedió eso?

– Algo más de tres años. Fue nuestro primer veraneo juntas fuera de casa.

– ¿Dónde fueron?

– A mi casa de Southampton.

– Sí, «The Shoals». -Eso estaba en una lista que había leído en el Registro Sociaclass="underline" «Skylark» en Holmby Hills, «Le Dauphin» en Palm Beach, un piso en Roma. Ésos eran sus verdaderos hijos.

El que conociese los nombres aún la estremeció más.

– Otro solárium -dije-. Y una piscina cubierta por un emparrado.

Tragó con fuerza.

– Usted parece saberlo todo. No veo la necesidad…

– Estoy muy lejos de saberlo todo. -Rellenado del vaso. Sonreí. Me miró con gratitud. Era la versión, en borrachín, del Síndrome de Estocolmo-. ¡Hasta el fondo!

Bebió, se estremeció. Bebió un poco más.

– Brindo por la gloriosa, la gloriosa verdad.

– Lo del tratar de ahogarla -insistí-. ¿Cuándo sucedió?

– Fue el último día de las vacaciones. A principios del otoño. Yo estaba arriba, en mi solárium…, me encantan los soláriums. Estaba comulgando con la Naturaleza. Tengo soláriums en todas mis casas. El de Shoals era el mejor: en realidad es más bien un pabellón, con aspecto de construcción inglesa antigua confortable y cálido. Yo estaba allá sentada, contemplando el Atlántico… creo que el Atlántico es un océano más íntimo, ¿no le parece?

– Desde luego.

– Comparado con el Pacífico, claro, que es tan poco… exigente.

Alzó su vaso, bizqueó, tragó vodka.

– ¿Dónde estaban las niñas? -pregunté.

Apretó la mano sobre el vaso, alzó la voz.

– ¡Ah, sí! ¿Dónde estaban las niñas? Jugando… ¿no es eso lo que siempre hacen las niñas? ¡Jugando en la playa! Con una aya… un boniato de aya inglesa, con cara de ladrillo. ¡Yo le había pagado el pasaje desde Liverpool, le había dado mi mejor ropa vieja, unas habitaciones encantadoras! Y la muy furcia venía con buenas recomendaciones. Pero se pasaba el día flirteando con Ramey, con los criados…, con cualquier cosa que llevara pantalones. Ese día estaba poniéndole la mirada de vaca en celo al jardinero, así que no se ocupó de las niñas. Éstas se metieron en la piscina…, la piscina del emparrado, que se suponía que debería de haber estado cerrada, pero que no lo estaba. Ese día rodaron cabezas… ¡vaya si rodaron!