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Supe entonces que estaría allí tanto tiempo como ellos deseasen que estuviese. Noté una constricción en el pecho. Cualquier sonido de la carretera que dejase pasar el aislamiento era tapado por el latir de mi corazón.

Me habían privado sensorialmente; la clave era, pues, recuperar mi orientación. Busqué signos de dirección mentales; la única cosa que me quedaba era el tiempo. Pero no tenía reloj.

Comencé a contar: Mil uno. Mil dos. Me acomodé para la duración del viaje.

Tras unos cuarenta y cinco minutos, el coche se detuvo. Se abrió la puerta trasera izquierda. Hummel se inclinó y atisbo dentro. Usaba gafas de sol de espejo y mantenía un Colt 45 niquelado de cañón largo, paralelo a su pierna.

Tras él había un suelo de cemento. Y una oscuridad teñida de sepia. Olí humos de escape de coches.

Alzó su otra mano hasta la bragueta y se colocó bien el paquete.

– Es hora de cambiar de vehículo, hijo. Te voy a tener que esposar de nuevo. Inclínate hacia delante.

Ninguna mención de que me había quitado el vendaje de los ojos. Lo metí tras el asiento e hice lo que me decía, portándome como un buen prisionero. Esperaba que el mostrarme obediente me comportaría el seguir manteniendo el privilegio de la visión. Pero en el mismo momento en que mis manos estuvieron esposadas, me colocó de nuevo el elástico.

– ¿A dónde vamos? -pregunté. Estúpida pregunta. El estar indefenso te hace decir cosas como ésa.

– De paseo. Vamos, C.T., démonos prisa.

Una puerta se cerró de golpe. La voz de Trapp dijo:

– Movamos a este pavo -lo decía divertido.

Un instante después olí a Aramis, y escuché el zumbido de su susurro a mi oído.

– El jodido mayordomo es el culpable. ¿No te parece divertido, marica?

– Vaya, vaya -comenté-. ¿Qué lenguaje es ése para un cristiano renacido?

Un repentino dolor tras una oreja: un golpe con un dedo.

– Cierra tu jodi…

– C.T. -le dijo Hummel.

– Vale.

Doble agarrada por los sobacos. Sonido de pasos. Los humos de coche se notaban más fuertes.

Un aparcamiento subterráneo.

Veintidós pasos. Alto. Espera. Zumbido mecánico. Engranajes chirriando, algo que se deslizaba, para acabar con un sonido metálico.

La puerta de un ascensor.

Un empujón hacia adelante. La puerta que se desliza para cerrarse. Clic. Subida rápida. Otro empujón. Y un olor a gasolina tan intenso, que casi la podía saborear.

Más cemento. Un sonoro soplido, que se hacía más fuerte. Muy fuerte. La gasolina… No, era algo más intenso. Un olor a aeropuerto. Combustible de reactor. Zuuum zuuuumm. Oleadas de aire frío abriéndose camino por entre el calor.

Hélices. Un lento latir, que iba tomando velocidad. El rotor de un helicóptero.

Me arrastraron hacia delante. Pensé en Seaman Cross, llevado con los ojos tapados a un campo de aterrizaje a menos de una hora de coche de L.A. Y luego trasladado por el aire al domo de Leland Belding. En algún lugar del desierto.

El ruido del rotor se hizo ensordecedor, interrumpiendo mis pensamientos. Soplos de turbulencia me abofeteaban la cara, me pegaban la ropa al cuerpo.

– Ahora hay un escalón -gritó Hummel, aplicando presión bajo mi codo, empujándome, alzándome-. Levanta el pie, hijo. Ahí estás… bien.

Subiendo. Un escalón, dos escalones. Madre, ¿puedo…? Media docena, aún más.

– Sigue andando -me dijo Hummel-. Ahora detente. Un pie hacia adelante. Allá vamos. Buen chico.

La mano en mi cabeza, apretándomela hacia abajo.

– Baja la cabeza, hijo.

Me colocó en un asiento anamórfico y me ató con un cinturón. Una puerta fue cerrada de golpe. Se me taponaron los oídos. El nivel de ruido descendió un punto, pero siguió siendo alto. Oí cháchara de radio, una nueva voz que venía de delante: de hombre, plana como la de los militares, diciéndole algo a Hummel. Éste le respondió. Estaban planificando algo, con las palabras ahogadas por el rotor.

Un momento más tarde nos alzamos con un tirón que me hizo botar y saltar como si fuera una bola de pachinko. El helicóptero se tambaleó, subió nuevamente, ganó estabilidad.

Suspendido en medio del aire.

Pensé de nuevo en la zambullida dada por Seaman Cross desde la notoriedad hasta la muerte. Perdiendo las notas en una bóveda pública. Los libros retirados. Encerrado, violado. Y luego la cabeza en el horno.

Si tienes razón en la décima parte de todo esto, estamos enfrentándonos a gente con los brazos muy largos.

El helicóptero seguía subiendo. Me enfrenté con los temblores que querían apoderarse de mí, trabajé duro en hacerme a la idea que esto era como un viaje en una de las atracciones de Disneylandia.

Y subía, subía, subía.

Llevábamos más de dos horas viajando, según mi lenta cuenta de números, cuando en la parte delantera de la carlinga sonaron más palabreos de radio y noté que el helicóptero sufría un descenso en altura.

Más charloteo radial. Una palabra que se entendía: «Vale».

Picamos para aterrizar. Recordé haber leído en algún sitio que los helicópteros tenían una velocidad de crucero de entre los 90 y los 125 nudos. Si mis cuentas eran correctas, eso significaba un viaje de unos trescientos o cuatrocientos kilómetros. Mentalmente tracé un círculo con L.A. en el centro. Longitudinalmente iba de Fresno a México. En su eje este-oeste iba desde el desierto del Colorado a algún lugar en el Pacífico.

No faltaba el desierto en tres de las direcciones.

Otra fuerte caída. Momentos más tarde golpeamos tierra firme.

– Suave -dijo Hummel.

A los pocos segundos olí su aliento, cálido y con sabor a menta, dándome en el rostro; y lo oí gruñir mientras me aflojaba el cinturón.

– ¿Has disfrutado del viaje, hijo?

– No ha estado mal -dije, tomando prestada la voz de algún otro… algún tenor cómico de tono tembloroso-. Pero la película que nos han puesto era pésima.

Se echó a reír, me tomó del brazo, me guió fuera del helicóptero y hacia abajo.

Tropecé un par de veces. Hummel me mantuvo en pie y en movimiento, sin perder el paso.

El viejo método para llevar a la fuerza a la gente que, sin duda, había usado con un millar de borrachos en Las Vegas.

Caminamos hasta la lenta cuenta de cuatrocientos. El aire era caliente, muy seco. Y silencioso.

– Quédate aquí -me dijo y oí el sonido, como de cascos de caballo, de las pisadas de sus botas que se alejaban. Luego nada.

Me quedé allí, sin vigilancia, durante una cuenta de trescientos. Trescientos más. Diez minutos. Dejado solo.

Otros cinco minutos y empecé a preguntarme si iba a regresar. Tres más y deseé que sí lo hiciera.

Su irse significaba que el intentar una escapatoria sería una estupidez. Traté de imaginarme en dónde estaría. ¿Al borde de un precipicio? ¿Haciendo de blanco en un campo de tiro?

¿O simplemente dejado en medio de la nada…, como plato sorpresa para el desayuno de escorpiones y buitres?

Me vino a la mente el obituario de Donald Neurath…, por causas no especificadas, mientras estaba de vacaciones en México.

Quizá Hummel estuviera marcándose un farol. Pensé en si moverme. La incertidumbre soldaba mis junturas. Yo era un hombre con un pie sobre una mina explosiva y la inmovilidad era mi condena de por vida.

Seguí allí, contando, sudando, tratando de mantenerme. Soportando el gotear lento y espeso del tiempo, aún más frenado por el miedo. Finalmente, me obligué a mí mismo a dar un paso hacia delante; un paso de bebé. ¿Puedo, Mami? ¡Por favor!

Terreno sólido. Y nada de fuegos artificiales.

Otro paso. Giré un pie en un lento arco, probando…, no había cables con los que tropezar, y estaba avanzando centímetro a centímetro, cuando sonó un gemido eléctrico en alguna parte tras de mí.